El Evangelio De Gur? Nanak
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El Baba respondió y un dulce son inundó de nuevo el aire:
Y el Señor le contestó: "Nanak, en quien se pose tu mirada complacida, en él se posará la mía; quien obtenga tu benevolencia, obtendrá también la mía. Mi nombre es el Supremo Brahma, el Supremo Señor; y tu Nombre es el Guru, el Supremo Señor".
Nanak cayó al suelo a sus pies. De lo más profundo de su corazón salió un himno de alabanza, y acompañado por la música celestial cantó el Arti.
Concluida su estancia ante el Señor, Nanak fue llevado de nuevo al río. Habían transcurrido tres días desde su repentina desaparición y Nanak, en vez de volver a la corte, fue a sentarse con los faquires. Envió a llamar a su mejor amigo Mardana, el Dum, el cual había dejado Talvandi para acompañar a Nanak al dejar éste el hogar paterno. Y después de haber guardado silencio un día y una noche, dijo: "No hay ni hindúes ni musulmanes, la Palabra del Señor está en todos por igual".
Las muchedumbres, maravilladas ante sus palabras, se agolparon para verle. Su aspecto era magnífico, sus ojos relucían y sus ademanes eran cautivadores. Su voz conmovía y
exhortaba, y sus razones destruían la ignorancia.
El Khan supo de la prodigiosa transformación de Nanak y le mandó llamar. Junto a éste se hallaba el Kazi, consejero espiritual de la corte.
Al verle el Khan le habló así:
– Nanak, ¿dónde has estado? Te creíamos ahogado y de repente nos dicen que estabas con los faquires hablando de Dios a las gentes del pueblo y diciendo que no existen ni hindúes ni musulmanes. ¿Qué quieres decir con esto?
Y Nanak por toda respuesta cantó este himno:
– Aquellos que beben su néctar, por él son saciados, Harí es un árbol lleno de frutos.
El kazi, sorprendido se dirigió al Khan:
– Es un error preguntarle nada, está completamente loco.
La hora de la oración vespertina había llegado. Todos se levantaron y fueron a decir sus oraciones y el Baba también fue con ellos. El kazi, adelantándose, comenzó a rezar. Entonces Nanak, mirándole, se echó a reír y acabada la oración, aquél le dijo al Khan:
– ¿Has visto, oh Khan, cómo el hindú se ha reído del musulmán? ¡Y tú que le creías un buen hombre!
El Khan dijo:
– Nanak, ¿qué es lo que dice el kazi de ti?
– Oh Khan, ¿qué me importa el kazi? -respondió el Baba-. Su oración no ha sido aceptada por Dios. Por eso me he reído.
El kazi exclamó:
– Está haciendo subterfugios. Que manifieste mi falta.
El Baba replicó:
– Khan, cuando éste se hallaba orando, su mente no estaba concentrada en Dios. No hace muchos días un carnero se extravió en un espeso bosque cercano a su casa. Durante la
oración se ha acordado que entre los árboles hay un pozo, y estaba pensando que el carnero podría haber caído allí. Su mente se había ido hasta el pozo.
El kazi, al oírle, cayó a sus pies, alabándole:
– Maravilloso Señor, en ti está el favor de Dios -y aquél creyó en Nanak.
El Baba entonces cantó este poema:
Cuando el Baba terminó su canción, todos los presentes estaban profundamente sorprendidos. Alrededor de él se sentaron los Sayyids, los hijos de los jeques, el kazi, el emir, el Khan, los jefes y los capitanes. Todos guardaron silencio ante la belleza y grandeza de Nanak.
El Khan habló así:
– Nanak ha llegado a la verdad, su destino está escrito con letras de oro entre los pliegues del manto de Alá. Ante él no somos sino una mota de polvo bajo su sandalia.
Y todos se postraron y le rindieron adoración. Entonces el Khan, colocando la cabeza entre sus pies, dijo:
– Oh Nanak, mis dominios y mi autoridad son tuyos.
Nanak le contestó:
– Dios te recompensará. Mas ahora debo partir. Todo es tuyo, haz buen uso de ello.
Y habiendo partido fue a reunirse con los faquires, los cuales al verle se levantaron y con las manos unidas le alabaron diciendo:
– Nanak se ha vuelto nuestro verdadero pan cotidiano y está teñido por el color del Verdadero Señor.
Nanak se sentó y pidiéndole a Mardana que tañera la cítara entonó este himno:
Los faquires besaron sus pies y estrecharon su mano. El Baba estaba ciertamente complacido y conversó con ellos durante largo rato, mostrándose misericordioso y rebosante de felicidad.
El Khan se hallaba allí y toda la corte también. Hindúes y musulmanes por igual le rindieron homenaje y le cantaron himnos de alabanza hasta bien entrada la noche. Y el Baba complacido no cesaba de reír y derramar sus bendiciones sobre ellos.
CAPITULO VIII
Al día siguiente Nanak, acompañado de Mardana, abandonó la ciudad. Caminaron durante jornadas enteras evitando las aldeas y ciudades; no pararon ni en las junglas ni en los ríos. Cada cierto tiempo, cuando Mardana estaba hambriento, Nanak le preguntaba:
– ¿Mardana, tienes hambre?
Y éste respondía:
– Si tú lo sabes todo, mi Señor.
En cierta ocasión Nanak le dijo:
– Ve directo al pueblo; en él vive el Khatri Upal. Llégate a su casa y espera en silencio ante la puerta; allí te darán comida. En verdad te digo, amigo mío, que quienquiera que encuentres, sea hindú o musulmán, caerá a tus pies y te traerá los más exquisitos alimentos; unos te darán rupias y otros finas vestiduras, y nadie te preguntará de dónde vienes ni a quién sirves.
Mardana se encaminó hacia el pueblo; cuando llegó, la ciudad entera vino a postrarse a sus pies. Luego aquél, con las ofrendas, hizo un atado y se las llevó de vuelta. El Baba rió al verle:
– Amigo, ¿qué me has traído?
– Mi Señor y mi Rey, te traigo ofrendas en tu nombre; la ciudad entera se levantó a tu servicio.
– Mardana, has hecho bien, pero esas cosas no me son de ninguna utilidad; puedes tirarlas.
Luego que aquél hubo obedecido, el agya de su Guru le habló así:
– Oh Rey, déjame preguntarte una duda que atenaza mis pensamientos. Si alguien deseoso de hacerte alguna ofrenda la pone en la boca de tu discípulo, ¿podrá su amor alcanzarte de algún modo?
El Guru Baba dijo por toda respuesta:
– Mardana, toca la cítara.
Este tomó su instrumento y el Baba cantó así:
Luego Mardana, hondamente conmovido, le rindió adoración.
Así Guru Nanak y Mardana permanecieron allí varios días, haciendo largas caminatas y entonando bellas canciones bajo la viva luz de la Luna del buen mes de Seth.
CAPÍTULO IX
Cuando dejaron el lugar, se dedicaron a vagar sin rumbo fijo. En su ruta llegaron a la casa del jeque Sajan, que estaba al borde del camino. En ella había construido una mezquita y un templete; de esta forma, ambos, hindúes y musulmanes, sentíanse agradados con su hospitalidad.
Cuando llegaba la noche les invitaba a dormir y, conduciéndolos por un oscuro corredor, los arrojaba a un pozo y los asesinaba. Al hacerse el día cogía el rosario, extendía una alfombra a la puerta de su casa y se sentaba a rezar.
Cuando el Baba y Mardana llegaron, les recibió con su mejor cortesía y dijo a sus criados:
– En la bolsa de éste hay una gran riqueza, pero la tiene bien escondida; aquel en cuya cara hay tal esplendor a buen seguro que su bolsillo ha de estar vacío. Es un engaño la apariencia que tiene de faquir.
Cuando la noche sentó su trono, el jeque les dijo:
– Sahibs, cuando gustéis podéis pasar a vuestros aposentos.
Nanak le contestó:
– Oh Sajan, después de cantar una canción al servicio del Señor, nos iremos a descansar.
– Bien, sea así -replicó el jeque-, mas cantadla rápido, pues la noche vuela veloz.
Mardana pulsó las cuerdas de su cítara y Nanak cantó este son:
Saján miró atónito a sus ojos y vio toda su mente reflejada. Todos sus pecados habían sido descubiertos. Levantándose, se postró a los pies del Baba y besándolos repetidas veces, exclamó:
– Oh Señor, perdona mis pecados.
Este añadió:
– En el umbral de Dios los pecados son perdonados por una sola Palabra.
– Señor, enséñame esa Palabra que todo lo perdona -musitó humildemente Sheik Sajan.
Entonces Guru Nanak, sintiendo por él una profunda compasión, le preguntó:
– Dime la verdad, ¿cuántos crímenes has cometido?
Y Sajan comenzó a enumerarlos con todo detalle. Luego que hubo concluido, Nanak le dijo: