El Segundo Anillo De Poder
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La vida transcurre en diversas dimensiones. Este libro las explora a todas, introduci?ndose en un mundo extra?o y alucinante de la mano de Carlos, aprendiz de hechicero. Lucha o iniciaci?n m?gica, rito o realidad, poco importa que los hechos sucedan verdaderamente o no sean m?s que s?mbolos de un conflicto interior desencadenado por las tendencias contradictorias del ser y narrado con una imaginaci?n desbordante que crea sin cesar mundos paralelos y situaciones insospechadas. El segundo anillo del poder es una de las obras m?s celebradas de Carlos Castaneda."Si los libros de Castaneda son una obra de ficci?n literaria, lo son de una manera muy extra?a: su tema es la derrota de la antropolog?a y la victoria de la magia."
Octavio Paz.
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Había captado mi atención a un nivel que yo no había sido capaz de imaginar. La tensión producida por la concentración era tan grande que comencé a experimentar convulsiones en el estómago; era en ese órgano donde parecía desarrollarse su carrera. Tenía la mirada desenfocada. Perdida ya casi por completo mi concentración, vi a Lidia descender diagonalmente por la pared este y detenerse en el centro del recinto.
Resollaba, sin aliento, y estaba bañada en sudor, al igual que la Gorda tras su exhibición de vuelo. Mantenía el equilibrio a duras penas. Pasado un momento regresó a su sitio junto a la pared este y se desplomó como un trapo húmedo. Supuse que se había desmayado, pero no tardé en advertir que respiraba deliberadamente por la boca.
Tras unos minutos de quietud, los necesarios para que Lidia recobrara fuerzas y volviera a sentarse erguida, Rosa se puso de pie y corrió hasta el centro del cuarto, giró sobre sus talones y se lanzó hacia su lugar de partida. La carrera le permitió cobrar el impulso imprescindible para realizar un extraño salto. Brincó como un jugador de baloncesto, siguiendo la vertical del muro y sus manos superaron la altura del mismo, superior a los tres metros. Vi como su cuerpo daba con violencia contra el techo aunque no se produjo el consiguiente sonido de choque. Esperaba ver cómo rebotaba en el suelo con la fuerza del impacto, pero permaneció allí colgada, sujeta a la superficie como un péndulo. Desde donde me hallaba, tuve la impresión visual de que sostenía una suerte de garfio en la mano izquierda. Se balanceó en silencio durante un momento para luego apartarse de golpe de la pared a una distancia aproximada de un metro valiéndose de su brazo derecho en el instante en que su oscilación llegaba al punto más alto. Repitió la operación treinta o cuarenta veces. Rodeó así toda la habitación y terminó por subirse a las vigas, de las cuales quedó pendiendo en equilibrio precario mediante un sostén invisible.
Al verla sobre los maderos tomé conciencia de que lo que yo imaginaba como un garfio no era sino cierta cualidad de la mano que le posibilitaba el mantenerse suspendida. Se trataba de la misma mano con la cual me había agredido dos noches antes.
Su exhibición culminó cuando quedó pendiente de las vigas en el centro mismo del cuarto. De pronto se dejó caer desde una altura de unos cinco metros. Su vestido se alzó, cubriéndole el rostro. Por un momento, antes de que tocara tierra sin un solo sonido, semejó un paraguas dado vuelta por la fuerza del viento; su cuerpo delgado y desnudo era como un bastón agregado a la masa oscura de la ropa.
Mi cuerpo acusó el impacto de su caída a plomo, tal vez más que el suyo propio. Tomó tierra en cuclillas y quedó inmóvil, tratando de recobrar el aliento. Yo estaba tumbado en el piso, presa de dolorosos calambres en el estómago.
La Gorda cruzó el lugar rodando, se quitó el chal y me envolvió con él la región umbilical, como si se tratara de una venda dándole dos o tres vueltas. Regresó rodando a la pared sur como una sombra.
Mientras disponía el chal a mi alrededor, perdí de vista a Rosa. Al alzar la mirada la descubrí sentada nuevamente junto a la pared norte. Un instante más tarde, Josefina se dirigió en silencio hacia el centro de la habitación. Se paseaba de un lado para otro, entre el lugar en que se hallaba Lidia y su propio sitio, con pasos inaudibles. No cesaba de mirarme. Súbitamente, mientras se aproximaba a su puesto, alzó el antebrazo izquierdo, llevándolo al nivel del rostro, como si quisiera evitar verme. Se cubría así parcialmente la cara. Dejó caer el brazo para volver a levantarlo, ocultando esta vez por completo su semblante. Repitió el movimiento incontables ocasiones, en tanto andaba sin producir sonido alguno de un lado a otro. Cada vez que alzaba el brazo, una porción mayor de su cuerpo desaparecía de mi vista. Llegó el momento en que todo su cuerpo se desvaneció, rodeado de ropas, tras su delgado antebrazo.
Era como si al impedir su visión de mi cuerpo, cosa que no resultaba difícil, también eliminaba mi visión de su cuerpo, cosa que no resultaba posible utilizando sólo el ancho de su brazo.
Una vez escondido todo su cuerpo, todo lo que yo lograba ver era el perfil de su antebrazo suspendido en el aire, meciéndose de un lado a otro de la habitación; en cierto momento apenas se veía su brazo.
Sentí asco, una náusea insoportable. Ese brazo oscilante agotó mis energías. Caí sobre un lado, incapaz de mantener el equilibrio. Vi caer el brazo al suelo. Josefina yacía en el piso, cubierta de ropas, como si su vestido hubiese estallado. Estaba boca arriba, con los brazos extendidos.
Me tomó un buen rato recobrar la estabilidad física. Tenía la ropa empapada en sudor. No era yo el único afectado. Todas estaban exhaustas y bañadas en sudor. La Gorda era la más serena, pero aun su control parecía al borde del derrumbe. Las oía respirar por la boca, incluso a la Gorda.
Cuando hube recuperado el control por completo, todo el mundo se hallaba sentado en su sitio. Las hermanitas me miraban fijamente. Vi, por el rabillo del ojo, que la Gorda tenía los párpados entornados. Fue ella quien, sin el menor ruido, se llegó rodando hasta mi lado y me susurró al oído que debía ejecutar mi llamada de las polillas, insistiendo en ella hasta que los aliados se hubiesen precipitado en la casa y estuviesen a punto de lanzarse sobre nosotros.
Vacilé un instante. Me indicó, siempre por lo bajo, que no había modo de alterar el curso de los acontecimientos y que debíamos terminar con lo que habíamos iniciado. Tras quitarme el chal, que rodeaba mi cintura, regresó a su sitio y se sentó.
Me cubrí la boca con la mano izquierda e intenté reproducir el sonsonete. Al principio me resultó muy difícil. Tenía los labios y las manos húmedas, pero tras la torpeza inicial sobrevino una sensación de vigor y bienestar. El sonido fluyó más impecablemente que nunca. Me recordó a aquel que solía responder a mi señal. Tan pronto como dejé de hacerlo, oí la réplica, desde todas las direcciones.
La Gorda me ordenó con un gesto que prosiguiera. Repetí la serie por tres veces. La última fue totalmente magnética. No necesité tomar aire para soltarlo en pequeñas dosis, como había estado haciendo hasta entonces. El sonido salió de mi boca sin el menor esfuerzo. Ni siquiera hube de usar el canto de la mano para ayudarme.
De pronto, la Gorda se precipitó hacia mí, me alzó por las axilas y me llevó al centro de la habitación. Ello dio al traste con mi concentración. Advertí que Lidia estaba asida a mi brazo derecho, Josefina al izquierdo y Rosa había retrocedido hasta encontrarse de espaldas ante mí, y me aferraba por la cintura extendiendo los brazos hacia atrás. La Gorda se hallaba detrás de mí. Me hizo alargar las manos hacia ella y apoderarme de los extremos de su chal, con el cual se había envuelto cuello y hombros al modo de un arreo.
En ese momento me di cuenta de que en el recinto había algo además de nosotros, pero no alcanzaba a determinar de qué se trataba. Las hermanitas temblaban. Comprendí que ellas tenían conciencia de una presencia que yo no era capaz de distinguir. Entendía asimismo que la Gorda iba a intentar hacer lo mismo que había hecho en la casa de don Genaro. Súbitamente, sentí que el viento que penetraba por el ojo de la puerta nos empujaba. Me sujeté con todas mis fuerzas al chal de la Gor da, en tanto las muchachas hacían lo propio conmigo. Girábamos, caíamos y oscilábamos como una gigantesca hoja carente de peso.
Abrí los ojos y comprobé que teníamos el aspecto de un bulto. Tanto podíamos estar en posición vertical como yacer horizontalmente en el aire. Era imposible precisarlo, pues no tenía puntos de referencia sensorial. Entonces, tan de improviso como habíamos sido alzados, se nos dejó caer. Todo el peso del descenso se hizo sentir en la línea media de mi cuerpo. Aullé de dolor y mis alaridos se sumaron al de las hermanitas. Me dolía la parte posterior de las rodillas. Una presión insoportable se ejercía sobre mis piernas de forma que pensé que se me habían fracturado.