El Segundo Anillo De Poder
El Segundo Anillo De Poder читать книгу онлайн
La vida transcurre en diversas dimensiones. Este libro las explora a todas, introduci?ndose en un mundo extra?o y alucinante de la mano de Carlos, aprendiz de hechicero. Lucha o iniciaci?n m?gica, rito o realidad, poco importa que los hechos sucedan verdaderamente o no sean m?s que s?mbolos de un conflicto interior desencadenado por las tendencias contradictorias del ser y narrado con una imaginaci?n desbordante que crea sin cesar mundos paralelos y situaciones insospechadas. El segundo anillo del poder es una de las obras m?s celebradas de Carlos Castaneda."Si los libros de Castaneda son una obra de ficci?n literaria, lo son de una manera muy extra?a: su tema es la derrota de la antropolog?a y la victoria de la magia."
Octavio Paz.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Comencé a hacerlo, no sin experimentar cierta resistencia. De inmediato me vi superado por las circunstancias; descubrí en cuestión de segundos, que había dedicado toda mi concentración a producir el sonido. Modulé su formación y controlé la salida de aire de mis pulmones para dar lugar al sonsonete más prolongado posible. Resultó muy melodioso.
Aspiré profundamente para lanzarme a una nueve serie sonora. Me detuve al punto. Algo, fuera de la casa, respondía a mi llamada. Sones igualmente rítmicos llegaban de todas partes de la casa, incluso desde el tejado. Las hermanitas se levantaron de sus asientos para acurrucarse como niñas asustadas en torno de la Gorda y de mí.
– Por favor, Nagual, no dejes entrar nada en la casa -rogó Lidia.
Hasta la Gorda parecía un tanto sobresaltada. Me ordenó que me detuviera con un enérgico gesto. Yo no me proponía en modo alguno insistir. Los aliados, de cualquier manera, fuesen fuerzas informes, o seres que rondaban la casa, no dependían de mi expresión sonora. Volví a experimentar, al igual que dos noches antes en la casa de don Genaro, una presión insoportable, un peso descargado sobre toda la casa. Lo percibía en el ombligo como una comezón, una excitación que de pronto se convirtió en un agudo dolor físico.
Las tres hermanitas estaban presas del terror, especialmente Lidia y Josefina. Ambas gemían como perros heridos. Me rodearon y se prendieron de mí. Rosa pasó por debajo de la mesa a gatas; en cierto momento su cabeza asomó por entre mis piernas. La Gorda estaba de pie a mis espaldas y conservaba la calma en la medida en que le resultaba posible. Al poco rato la histeria y el miedo de las tres muchachas adquirieron proporciones incalculables. La Gorda se inclinó y murmuró en mi oído que debía producir el sonido opuesto, aquel capaz de dispersarlos. Experimenté durante un instante una suprema incertidumbre. A decir verdad, no conocía ningún otro sonido. Pero en ese momento sentí un ligero cosquilleo en la coronilla, un escalofrío recorrió mi cuerpo y mi memoria recuperó de quien sabe dónde un silbido singular que don Juan solía emitir por las noches y se esforzaba por enseñarme. Me había dicho que era un medio válido tanto para mantener el equilibrio durante la marcha como para no extraviar el camino en la oscuridad.
Comencé a silbar y la presión que sentía sobre mi zona umbilical cesó. La Gorda sonrió y suspiró aliviada y las hermanitas se apartaron de mí, sofocando risillas como si todo lo sucedido no hubiese pasado de ser una broma. Me hubiera gustado lanzarme a la reflexión espiritualista acerca de la brutal transición del agradable diálogo sostenido con la Gorda a esa situación sobrenatural. Consideré por un momento la posibilidad de que todo aquello no fuese más que una treta de las muchachas. Pero estaba demasiado débil. Me sentí al borde del desvanecimiento. Me zumbaban los oídos. La tensión en torno a mi estómago era tan violenta que creí enfermar. Apoyé la cabeza contra el canto de la mesa. No obstante, pasados unos pocos minutos, me encontré en condiciones de sentarme erguido.
Las tres muchachas parecían haber olvidado el susto. De hecho, reían y jugaban entre ellas, empujándose unas a otras y rodeándose las caderas con sus chales. La Gorda no se veía nerviosa; tampoco se la veía relajada.
En cierto momento, Rosa fue empujada por las otras dos y cayó del banco en que se hallaban sentadas las tres. Pensé que se iba a enfadar pero, en cambio, rió como una tonta. Miré a la Gorda, pidiéndole instrucciones. Estaba sobre su asiento, muy tiesa. Unía los ojos entornados, fijos en Rosa. Las hermanitas reñían estridentemente, como colegialas nerviosas. Lidia empujó a Josefina y la hizo rodar por el banco hasta que cayó al suelo, junto a Rosa. En el instante en que Josefina dio contra el piso, cesaron sus risas. Rosa y Josefina menearon el cuerpo, haciendo un movimiento incomprensible con las nalgas, las sacudían de un lado a otro, como si estuvieran aplastando algo contra el suelo. Luego se pusieron de pie y cogieron a Lidia por los brazos. Las tres, sin hacer el más ligero sonido, dieron un par de vueltas. Rosa y Josefina alzaron a Lidia, aferrándola por las axilas y la sostuvieron así mientras, de puntillas, rodeaban la mesa dos o tres veces. Entonces las tres se desplomaron como si tuviesen en las rodillas resortes que hubieran cedido a la vez. Sus largos vestidos se llenaron de aire, adquiriendo el aspecto de enormes balones.
En el suelo, su silencio fue aún mayor. No hubo otro sonido que el suave crujir de sus ropas al arrugarse y arrastrarse. Tuve la impresión de estar viendo un filme tridimensional sin sonido.
La Gorda, que se había mantenido sentada a mi lado observándolas en silencio, se puso en pie de repente y, con la agilidad de un acróbata, corrió hacia la puerta de su habitación, situada en un rincón del comedor. Antes de llegar a ella, se dejó caer sobre el lado derecho; ayudándose con el hombro dio una vuelta sobre sí misma, se levantó empujada por el impulso de la rodada y abrió la puerta de golpe. Todos sus movimientos fueron realizados en absoluto silencio.
Las tres muchachas rodaron a su vez y entraron a la habitación arrastrándose como gigantescos insectos. La Gorda me hizo señas para que me acercase a ella; entramos a la habitación y me hizo sentar en el suelo, con la espalda apoyada en el marco de la puerta. Ella hizo lo mismo, situándose a mi derecha. Me ordenó entrecruzar los dedos y llevar las manos a la región umbilical, sobre el ombligo.
Al principio me vi obligado a dividir mi atención entre la Gorda, las hermanitas y la habitación. Pero una vez que la Gorda hubo dispuesto mi posición, fue el lugar lo que atrajo mi curiosidad. Las tres hermanas yacían en el centro de un cuarto amplio, blanco, cuadrado, con pisó de ladrillo. Había allí cuatro lámparas de petróleo, una en cada pared, colocadas sobre repisas empotradas a unos dos metros del suelo. No había cielorraso. Las vigas de sostén del techo habían sido oscurecidas y el efecto era el de un lugar enorme, sin cobertura. Las dos puertas estaban situadas, la una frente a la otra, en rincones opuestos por la diagonal. Al mirar la puerta que tenía delante, advertí que las paredes se correspondían en su orientación con los puntos cardinales. Nos encontrábamos en el ángulo noroeste.
Rosa, Lidia y Josefina recorrieron la habitación varias veces, rodando en el sentido opuesto al de las agujas del reloj. Me esforcé por percibir el roce de sus ropas pero el silencio era absoluto. Sólo oía la respiración de la Gorda. Finalmente, las hermanitas se detuvieron, para sentarse con la espalda contra la pared, cada una bajo una lámpara. Lidia se pegó a la pared este, Rosa al norte y Josefina al oeste.
La Gorda se puso de pie, cerró la puerta que teníamos detrás y la aseguró con una barra de hierro. Me hizo desplazar unos pocos centímetros, sin variar la posición, hasta que me hube apoyado en la puerta. Entonces, silenciosamente, atravesó la habitación girando y fue a sentarse bajo la lámpara de la pared sur; su llegada a esa posición parecía indicar el comienzo.
Lidia se levantó y echó a andar de puntillas por los lados del cuarto, junto a las paredes. No podía decir exactamente que caminara; más bien se trataba de un deslizarse silencioso. Según aumentaba la velocidad, más intensa se hacía la impresión de que planeaba; pisaba en el ángulo formado por los muros y el piso. Saltaba por sobre Rosa, Josefina, la Gorda y yo cada vez que nos encontraba en su recorrido. En cada caso sentí el roce de su falda al pasar. Cuanto más corría, más se elevaba, sin despegarse de las paredes. Llegó el momento en que se la vio transitar silenciosamente por los cuatro costados de la habitación a más de metro y medio del suelo. Su imagen, perpendicular a las paredes, resultaban tan inverosímil que rayaba en lo grotesco. Su largo traje hacía que la escena fuese aún más fantástica. La gravedad parecía no afectar a Lidia, pero sí a su falda, que se arrastraba. Siempre que pasaba por sobre mi cabeza me barría el rostro.