El Segundo Anillo De Poder

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El Segundo Anillo De Poder
Название: El Segundo Anillo De Poder
Автор: Castaneda Carlos
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Segundo Anillo De Poder - читать бесплатно онлайн , автор Castaneda Carlos

La vida transcurre en diversas dimensiones. Este libro las explora a todas, introduci?ndose en un mundo extra?o y alucinante de la mano de Carlos, aprendiz de hechicero. Lucha o iniciaci?n m?gica, rito o realidad, poco importa que los hechos sucedan verdaderamente o no sean m?s que s?mbolos de un conflicto interior desencadenado por las tendencias contradictorias del ser y narrado con una imaginaci?n desbordante que crea sin cesar mundos paralelos y situaciones insospechadas. El segundo anillo del poder es una de las obras m?s celebradas de Carlos Castaneda."Si los libros de Castaneda son una obra de ficci?n literaria, lo son de una manera muy extra?a: su tema es la derrota de la antropolog?a y la victoria de la magia."

Octavio Paz.

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Se me acercó y me susurró en el oído que el Nagual también le había dicho que nunca debía intentar arrancarme la libreta de las manos porque ello era tan peligroso como quitarle un hueso de la boca a un perro hambriento.

Me rodeó con sus brazos, apoyando la cabeza sobre mi hombro y rió queda y suavemente.

Su «ver» me había dejado entumecido. Sabía que tenía toda la razón. Me había cogido por entero. Permaneció un largo rato con su cabeza junto a la mía. En cierto modo, la proximidad de su cuerpo resultaba tranquilizadora. En eso se parecía a don Juan. Rezumaba fuerza y convicción y firmeza de propósitos. Se había equivocado al decir que no podía admirarla.

– Olvidemos esto -dijo de pronto-. Hablemos acerca de lo que debemos hacer esta noche.

– ¿Qué es exactamente lo que vamos a hacer, Gorda?

– Tenemos una última cita con el poder.

– ¿Se trata de otra espantosa batalla con alguien?

– No. Las hermanitas se limitarían a mostrarte algo que completará tu visita. El Nagual me dijo que después de eso podías marcharte para no retornar jamás, o tomar la decisión de quedarte con nosotros. De todos modos, lo que ellas deben exponerte no es sino su arte, el arte del soñador.

– ¿Y en qué consiste ese arte?

– Genaro me contó que ha intentado innumerables veces darte a conocer el arte del soñador. Exhibió ante ti su otro cuerpo: el del soñar; en una ocasión te hizo estar en dos sitios simultáneamente, pero tu vaciedad no te permitió ver lo que te indicaba. Aparentemente, todos sus esfuerzos escapaban a través del agujero que tienes en tu centro.

»Ahora parece que es diferente. Genaro hizo de las hermanitas las extraordinarias soñadoras que son; esta noche te revelarán el arte de Genaro. En ese aspecto, son sus verdaderas hijas.

Ello me recordó lo que Pablito había dicho poco antes: que éramos hijos de los dos, y que éramos toltecas. Le pregunté qué había querido decir con eso.

– El Nagual me dijo que los brujos solían ser llamados toltecas en el lenguaje de su benefactor -respondió.

– ¿Y cuál era ese lenguaje, Gorda?

– Nunca me lo dijo. Pero Genaro y él hablaban en un idioma que ninguno de nosotros entendía. Y conocemos cuatro lenguas indígenas.

– ¿También decía don Genaro que él era tolteca?

– Su benefactor había sido el mismo hombre, de modo que ambos decían lo mismo.

Cabía suponer, dadas sus respuestas, que o la Gor da no sabía gran cosa sobre el tema, o no quería comunicármelo. Le expuse esa conclusión. Me confesó que nunca había prestado gran atención al asunto y se preguntaba por qué yo le atribuía tanto valor. Prácticamente le di una conferencia sobre la etnografía de México Central.

– Un brujo es un tolteca cuando ha sido iniciado en los misterios del acechar y el soñar -dijo con mucha tranquilidad-. El Nagual y Genaro fueron iniciados por su benefactor y retuvieron esos misterios en sus cuerpos. Nosotros hacemos lo mismo, y por eso somos toltecas, como el Nagual y Genaro.

»El Nagual nos enseñó, a ti y a mí, a ser desapasionados. Yo soy más desapasionada que tú por cuanto carezco de forma. Tú aún la conservas y estás vacío. Es decir, que tienes toda clase de problemas. Algún día, sin embargo, volverás a estar completo y te darás cuenta de que el Nagual tenía razón. Afirmaba que el mundo de las gentes sube y baja y las gentes suben y bajan con su mundo; como brujos, no tenemos por qué seguirlas en sus subidas y bajadas.

»El arte de los brujos consiste en estar fuera de todo y pasar desapercibido. Y, sobre todo, en no malgastar el poder. El Nagual me informó de que tu problema es que siempre te enredas en idioteces, como ahora. Estoy segura de que nos preguntarás a todos por los toltecas, pero no harás lo propio respecto de nuestra atención.

Su risa era clara y contagiosa. Hube de reconocerle que tenía razón. Los pequeños problemas siempre me habían fascinado. No le oculté que el empleo que hacía del término «atención» me desconcertaba.

– Ya te he hecho saber lo que el Nagual me transmitió acerca de la atención -dijo-. Captamos las imágenes del mundo mediante nuestra atención. Es muy difícil enseñar a un varón el arte de los brujos porque su atención siempre está bloqueada, dirigida hacia algo. Una hembra, por el contrario, se halla siempre abierta, puesto que durante la mayor parte del tiempo no concentra su atención sobre nada específico. En especial cuando tiene la regla. El Nagual insistía en ello; además, me demostró que en ese período mi atención escapaba de las imágenes del mundo. Si no lo atiendo, el mundo se desploma.

– ¿Cómo es eso, Gorda?

– Es muy sencillo. Mientras una mujer menstrúa, le es imposible concentrar su atención en nada. Esa es la fractura a la cual se refería el Nagual. En vez de luchar por focalizarla, la mujer debe dejarse ir de las imágenes fijando la vista en las colinas distantes, o en el agua de los ríos, o en las nubes.

»Si miras con los ojos abiertos, te confundes y la vista se te nubla; pero si los entornas y parpadeas constantemente y observas las cimas de una en una, o las nubes de una en una, puedes pasar horas haciéndolo, o días, si es necesario.

»El Nagual tenía por costumbre hacernos sentar ante la puerta y contemplar las colinas redondeadas del otro lado del valle. A veces se sentaba a nuestro lado durante días enteros, hasta que la fractura se producía.

Me hubiera gustado que siguiera hablando, pero calló y se apresuró a sentarse muy cerca de mí. Me indicó con un gesto que escuchase. Oí un crujido y, de pronto, Lidia entró en la cocina. Supuse que había estado durmiendo en su habitación y que el rumor de nuestras voces la había despertado.

Había cambiado su vestimenta occidental, que llevaba la última vez que la había visto, por un vestido largo, similar a los que usaban las mujeres indias de la zona. Cubría sus hombros con un chal e iba descalza. El vestido no la hacía aparecer más vieja ni más pesada sino que le daba un aspecto de niña enfundada en ropas de mujer mayor.

Se acercó a la mesa y saludó a la Gorda con un formal «Buenas noches, Gorda». Se volvió a mí y dijo: «Buenas noches, Nagual».

Su saludo fue tan inesperado y su tono tan serio que estuve al borde de la risa. Capté una advertencia disimulada en la Gorda. Fingía rascarse la cabeza con el dorso de la mano izquierda.

Respondí tal como lo había hecho la Gorda: «Buenas noches, Lidia».

Se sentó en el extremo de la mesa, a mi derecha. No sabía si debía iniciar una conversación. Estaba por decir algo cuando la Gorda me tocó la pierna con la rodilla y, con un sutil movimiento de cejas, me indicó que escuchara. Volví a oír el roce de una tela contra el suelo. Josefina se detuvo un momento en la puerta antes de aproximarse a la mesa. Nos saludó: a Lidia, a la Gorda y a mí, en ese orden. No logré verla de frente. También llevaba un vestido largo y un chal, e iba descalza. Pero en su caso la ropa era tres o cuatro tallas más grande y había metido en ella un espeso relleno. Su aspecto era totalmente estrafalario; su rostro se veía delgado y joven, pero su cuerpo estaba grotescamente inflado.

Cogió un banco, lo llevó hasta la cabecera izquierda de la mesa y se sentó en él. Las tres parecían sumamente serias. Estaban sentadas con las piernas juntas y las espaldas rígidas.

Volví a percibir el rumor de ropas arrastradas y entró Rosa. Su vestimenta era similar a la de las otras y tampoco estaba calzada. Su saludo fue igualmente formal y la lista previa a mí incluyó a Josefina. Todos le respondimos en el mismo tono. Se sentó a la mesa frente a mí. Permanecimos en total silencio por un buen rato.

La Gorda habló, de improviso. El sonido de su voz nos hizo dar un respingo. Dijo, señalándome, que el Nagual iba a mostrarles a sus aliados, y que iba a valerse de su llamada especial para atraerlos a su habitación.

Intenté hacer una broma diciendo que el Nagual no estaba allí, de modo que no podía convocar aliado alguno. Esperaba que rieran. La Gorda se cubrió el rostro y las hermanitas se quedaron mirando. La Gorda me tapó la boca con la mano y me susurró al oído que era imprescindible que me abstuviera de decir idioteces. Me miró a los ojos y me ordenó invocar a los aliados mediante la llamada de las polillas.

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