La Hija De Burger
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Rosa era una ni?a cuando su padre, Lionel Burger, fue condenado a cadena perpetua por promover la revoluci?n en Sud?frica. A partir de entonces, empezar? un camino que la llevar? a replantearse lo que realmente significa ser la hija de Burger.
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Bernard dejó de lado lo que había dicho como si se tratara de una baratija con la que estaba jugando.
– ¿A quién se lo prometiste?
Rosa captó el espionaje abstracto por encima de las gafas de la vieja cantante, diplomáticamente caída como forma de respeto por la intimidad sexual que todos conocen a partir de experiencias y desenfrenos comunes. La protección de la inimaginable vida de Arnys y la vida a la cual el llamado Pépé estaba en ese momento conectado por teléfono, las columnas, la encerrada realidad del espejo, todo lo contenía a buen resguardo.
– Así es como llegué aquí. Como me dejaron salir.
– ¿La policía? -rendido el torpe tono respetuoso de iniciativa.
– No directamente, pero en realidad sí. Oh, no te inquietes… -sus ojos sonrieron, extendió la mano hacia él-. No hablé. Me cercioré de no tener de qué hablar antes de apelar a ellos. Pero hice un trato. Con ellos.
– Muy sensato -la defendió.
Ella repitió:
– Con ellos, Bernard.
– No traicionaste a nadie.
«Opresión.» «Rebelión.» «Traición.» Usaba grandes palabras como suele hacer la gente, sin saber lo que pueden representar.
– Lo solicité. Nadie que conozco lo haría. Hice lo que ninguno de los demás ha hecho.
– ¿Qué dijeron?
– No se lo conté a nadie. Me mantuve apartada.
El trabajaba bien; la regulación de sus días había ocupado su lugar alrededor de los encuentros cotidianos en el bar de Arnys por razones comerciales apenas abierto pero tolerando ciertas necesidades. Rosa vio en el borde de espuma de afeitar todavía húmeda en el lóbulo de la oreja que él había perdido la concentración en el último minuto, sobresaltado en el logro de prepararse para ella. Era supersticioso en cuanto a reconocer el progreso, pero el sereno regocijo con que se deslizaba en el taburete a su lado, o la alegría de sus intercambios con Arnys eran una forma de reconocimiento.
– Me gustaría tenerte en la habitación. Siempre me ha sabido mal tener a alguien en el cuarto mientras trabajo -era una declaración, el ensueño de una nueva relación. Pero se retractó-. El problema consiste en que te haría el amor.
Después del primer domingo, en que cada uno de ellos estaba comprometido a hacer excursiones con otros, el martes fueron directamente desde el bar de Arnys hasta la habitación donde vivía él.
– Pensé en un hotel. Desde el Catorce de Julio he estado pensando adonde podíamos ir -sus anfitriones estaban fuera, pero esta situación no se repetiría con frecuencia-. ¿Conoces el hotelito que está en la calle cercana al gran garaje? Detrás del Crédit Lyonnais.
– ¿Te refieres al que está frente al aparcamiento donde juegan a la boule?
– Me encanta el aspecto de las dos pequeñas ventanas de arriba.
– En una de ellas hay una gran jaula con pájaros.
– Tú también la viste…
– Es el pequeño restaurante donde Katya y yo comemos cus-cús, lo hacen todos los miércoles. Catorce francos.
La maleta nunca deshecha, estaba abierta sobre una silla, donde él hurgaba; calcetines y camisas usadas entre camisas limpias cuidadosamente dobladas a imitación del formato de una caja y calcetines limpios arrollados en pulcros puños. Alguien había incluido hormas para zapatos que ahora usaba para sujetar pilas de recortes y papeles clasificados encima de la cama.
Era exactamente la hora del día en que Rosa había llegado y se había presentado al pueblo en la terraza de Madame Bagnelli. El trasladó sus papeles al suelo, ordenadamente, ya desnudo, con los testículos asomando entre sus nalgas, el trasero inclinado, equino y hermoso. Surgieron el uno ante el otro de repente: nunca se habían visto en una playa, acostumbramiento público a todo salvo a un triángulo genital. Era como si nunca le hubieran ofrecido a una mujer, ni un hombre a ella. Extraordinarias y dulces posibilidades de renovación brotaron entre ambos hasta estallar en la tierna explosión de todo lo que ha definido a la sexualidad, desde la castidad hasta el tabú, la ilícita licencia para la libertad erótica. En una gota de saliva se manifestaba todo un mundo. El hizo girar la punta húmeda de su lengua alrededor de la espiral del ombligo que Didier había adjudicado a una naranja.
En el calor que habían dejado afuera, la gente comía con suave estrépito, risas y olores de comidas que habían sido guisadas de la misma manera durante tanto tiempo que su aroma era el aliento de las cosas de piedra. Detrás de otros postigos otras gentes también hacían el amor.
La pequeña Rose tiene un amante.
Paso menos tiempo contigo: tú comprendes muy bien este tipo de prioridad. Fuiste tú quien dijo, Chabalier, para qué volver a casa, quédate esta noche y partiremos temprano por la mañana. Las pequeñas expediciones para mostrarme algo del lugar son organizadas por vosotros dos ahora. La gran cama del dormitorio que me diste -la habitación cuya sensación mantendré en los momentos anteriores a tenerte que abrir los ojos en otros lugares, así como Dick Terblanche sabía las proporciones de la mesa del comedor de su abuelo aunque era incapaz de recordar una poesía durante su confinamiento en solitario-, la cama de mi encantadora habitación está destinada a dos personas. Una vez cerrada la pesada puerta negra, no deja pasar los sonidos que tú misma has conocido tan bien. Si son audibles a través de las ventanas, se mezclan con el tráfico nocturno de motos y ruiseñores. Cuando los tres desayunamos juntos bajo el sol antes de que él se vaya a trabajar, noto que te maquillas los ojos y te cepillas el pelo por respeto a la presencia masculina y como delicadeza estética de diferenciación de la etapa de la vida de una mujer perfectamente laxa y descuidada de la sensualidad. No puedo dejar de bostezar hasta que se me llenan los ojos de lágrimas, sedienta y hambrienta (compras croissants rellenos con pasta de almendras para satisfacerme y mimarme), volcando en un gesto hacia ti una historia de amor con la que puedo darme el lujo de ser generosa. Bernard me dice:
– Estoy lleno de semen para ti -no tiene nada que ver con la pasión que fue necesario aprender para engañar a los carceleros y tú no eres una verdadera revolucionaria que espera descifrar mis endechas mientras informo como es debido.
Con Solvig, con la vieja Bobby (que divaga sobre sus injusticias desesperanzadamente filosóficas en un inglés brillante: «En una época le hacía toda la correspondencia a Henry Torren. ¡Diez francos la hora! Por ese precio ni siquiera conseguirías a alguien para que te fregara el suelo. ¡Con los millones que tiene! Aunque en realidad no me importa. No quiero nada distinto. Su abuela usaba zuecos y una manopla de muletón, te digo la verdad, querida»), con todas las que tu grupúsculo que una vez vivieron con sus amantes: imagino vuestras voces, desde la terraza o la cocina, una conversación sobre las perspectivas que me esperan y que tan bien conocéis.
Manolis hacía una exposición de sus pinturas sobre vidrio; Georges, invirtiendo los papeles y asumiendo la responsabilidad de las labores domésticas para la inauguración, calculaba con Madame Bagnelli el número de personas para las que iba camino de encargarle amusegueules a Perrin: Donna y Didier, doce, Tatsu… y Henry; tal vez catorce, tú y Rosa y Chabalier, diecisiete. Pierre Grosbois había hecho con sus propias manos una barbacoa y la estrenaron con una fiesta. Nada de madonas y burros alados (recuerda demasiado a Chagall, eh?), los discos de bouzouki que le regala su novio fueron la única inspiración griega, ¿qué te parece? Pero yo también sé hacer cosas con las manos… y la pequeña Rose traerá a su profesor, desde luego.
Imprevistamente Gaby cortó un vestido para ella; hubo ajustes con Rosa de pie en la mesa de la terraza, saludando con la manos a conocidos que levantaban la vista y la veían en lo alto, y los niños del vecindario, curiosos y cohibidos. El mar y el cielo equidistantes quedaban hundidos, desde su posición, por la línea de gravedad, como un reloj de arena, a través del cual una nave envuelta en brumas rosa malva pasaba de un elemento al otro, desplomándose sobre el horizonte. Gaby y Katya prendían alfileres e hilvanaban; mientras Rosa reconocía el transbordador de Córcega o Cerdeña que Bernard identificó cuando paseaban rodeando las murallas, Gaby le hablaba a Katya acerca de un libro que había encargado a París.