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La piel del tambor

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La piel del tambor
Название: La piel del tambor
Дата добавления: 15 январь 2020
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La piel del tambor - читать бесплатно онлайн , автор Perez-Reverte Arturo Carlota

Un pirata inform?tico irrumpe clandestinamente en el ordenador personal del Papa. Entretanto, en Sevilla una iglesia barroca se ve obligada a defenderse matando a quienes est?n dispuestos a demolerla. El Vaticano env?a un agente, sacerdote, especializado en asuntos sucios: el astuto y apuesto padre Lorenzo Quart, quien en el curso de sus investigaciones ver? quebrantarse sus convicciones e incluso peligrar sus votos de castidad ante una deslumbrante arist?crata sevillana… Estos son solo algunos de los elementos que conforman esta laber?ntica intriga donde se dan cita el suspense, el humor y la Historia a lo largo de un apasionante recorrido por la geograf?a urbana de una de las ciudades m?s bellas del mundo.

«Arturo P?rez-Reverte es el novelista m?s perfecto de la literatura espa?ola de nuestro tiempo.»

El Pa?s

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– ¿Queréis tomar algo?

Sus enemigos, muchos, podían decir de él cualquier cosa menos que era un hombre poco templado. Aún le quedaron arrestos para media sonrisa cortés, aunque tenía todos los músculos del cuerpo en tensión y un velo rojo descendía sobre su vista a medida que el martilleo le aumentaba en el cerebro, con la sangre golpeando fuerte en los oídos. Se arregló el nudo de la corbata y los puños de la camisa hasta mostrar los gemelos, mirando al cura en espera de las presentaciones. El dómine iba muy elegante, con un traje ligero negro cortado a medida, camisa de seda negra y alzacuello. Además era muy alto, el fulano. Casi dos palmos más que él. A Pencho Gavira le fastidiaban los altos. En especial cuando se exhibían de noche por Sevilla con su mujer. Se preguntó si estaría muy mal visto romperle la cara a un sacerdote en la puerta de un bar.

– Pencho Gavira. El padre Lorenzo Quart.

Nadie hizo ademán de sentarse, y Penélope Heidegger siguió en su silla, momentáneamente olvidada, al margen del asunto. Gavira le tendió la mano al otro, apretando duro, y notó que la aguantaba con firmeza. El cura de Roma tenía unos ojos inexpresivos y tranquilos, y el banquero se dijo que, a fin de cuentas, aquel tipo no tenía por qué estar al corriente de nada. Pero cuando se volvió a mirar a su mujer, los ojos de Macarena se le antojaron banderillas negras. Empezó a sentirse más escocido de lo que era capaz de controlar. Notaba las miradas de la gente fijas en él: aquello iba a dar de sí para toda una semana.

– ¿Ahora sales con curas?

No había querido decirlo así. Ni siquiera había querido decirlo, pero dicho estaba. Entonces vio deslizarse una levísima sonrisa de triunfo por los labios de Macarena y supo que había caído en la trampa. Aquello lo enfureció un poco más.

– Eso es una grosería, Pencho.

El planteamiento estaba claro, y cualquier cosa que dijera o hiciera iba a ser anotada en su contra. Ella sólo pasaba por allí, y en aquella terraza toda Sevilla era testigo. Hasta podía presentar al cura alto como su director espiritual. A todo esto, el cura alto los miraba a los dos sin decir esta boca es mía, prudente y a la espera. Era obvio que no pretendía buscar problemas; pero tampoco parecía preocupado, o incómodo por la situación. Hasta era el suyo un aspecto simpático, tan silencioso y con aquel aire deportivo, de jugador de baloncesto vestido de luto por Giorgio Armani.

– ¿Cómo andamos de celibato, padre?

Parecía que otro Pencho Gavira distinto a él estuviese tomando por su cuenta las riendas del asunto, y el banquero se dejara llevar sin poder evitarlo. Casi resignado a su suerte, sonrió después de decir aquello. Era una sonrisa ancha, inquietante. Malditas sean todas las mujeres del mundo, decía la sonrisa. Por su culpa estamos usted y yo aquí, mirándonos a la cara.

– Bien, gracias -la voz del sacerdote sonaba considerada, dueña de sí, pero Gavira observó que se había ladeado ligeramente. Ya no le daba como antes el cuerpo de frente, sino que parecía disponerse a interponer el hombro izquierdo entre ambos. También había sacado la mano izquierda que antes llevaba en el bolsillo. A este cura, se dijo el banquero, ya le han sacudido antes.

– Hace días que intento hablar contigo -Gavira se dirigía a Macarena, sin perder de vista al otro-. Y no te pones al teléfono.

Ella encogió los hombros, desdeñosa.

– No hay nada de que hablar -dijo muy despacio y claro-. Además, he estado ocupada.

– Ya lo veo.

En su silla, la Heidegger cruzaba y descruzaba las piernas en beneficio de los transeúntes, el público y los camareros. Acostumbrada a ser centro de las conversaciones, aquello la hacía sentirse desplazada.

– ¿No me vas a presentar? -le preguntó desde atrás a Gavira, molesta.

– Cállate -el banquero se encaraba de nuevo con el sacerdote-. En cuanto a usted…

Vio por el rabillo del ojo que Peregil se había acercado un poco a la puerta, por si lo necesitaba. En ese momento pasó por la calle un tipo con chaqueta a cuadros y un brazo en cabestrillo. Tenía la nariz aplastada, igual que los boxeadores, y miró fugazmente a Peregil como si esperase alguna señal de éste. Al no obtener respuesta siguió camino calle abajo, perdiéndose tras la esquina.

– En cuanto a mí -dijo el sacerdote. Estaba endiabladamente tranquilo, y Gavira se preguntó cómo iba a salir él de aquello sin perder la cara o sin organizar un escándalo. Entre ambos. Macarena disfrutaba con el espectáculo.

– Sevilla engaña mucho, padre -dijo Gavira-. Le sorprendería lo peligrosa que puede llegar a ser, cuando no se conocen las reglas.

– ¿Las reglas? -el otro lo miraba con mucha calma-. Me sorprende usted, Moncho.

– Pencho.

– Ah.

El banquero sentía írsele la cabeza por momentos:

– No me gustan los curas sin sotana -añadió, áspero-. Parece que se avergüencen de serlo.

El sacerdote miraba a Gavira, imperturbable.

– No le gustan -repitió, como si aquello diese que pensar.

– En absoluto -el banquero movía la cabeza-. Y aquí las mujeres casadas son sagradas.

– No seas imbécil -dijo Macarena.

El cura miró distraídamente los muslos de la Heidegger, y luego otra vez a su interlocutor.

– Comprendo -dijo.

Gavira alzó una mano, apuntándole al otro el pecho con el dedo índice.

– No -la voz se le había vuelto lenta, espesa, con ecos de amenaza. Se arrepentía de cada palabra apenas pronunciada, pero era imposible evitarlo; todo era bastante cercano a una pesadilla-. Usted no comprende nada de nada.

Miraba el cura aquel dedo, como si le sorprendiera verlo allí. El velo rojo se espesaba ante los ojos de Gavira, y éste sintió, más que vio, a Peregil acercándose un poco más, buen subalterno presto al quite. Ahora sí había inquietud en los ojos de Macarena, cual si todo estuviese yendo mucho más lejos de lo previsto. Gavira sentía un irreprimible deseo de abofetearlos, primero a ella y luego al cura, y volcar en el gesto toda la rabia y el malhumor acumulado en las últimas semanas: la crisis de su matrimonio, la iglesia. Puerto Targa, el consejo de administración que en pocos días iba a decidir su futuro al frente del Cartujano. Por un momento le pasó ante los ojos toda su vida, la lucha paso a paso por levantar cabeza, el encaje de bolillos con don Octavio Machuca, la boda con Macarena, las innumerables veces que se había jugado el tipo a cara o cruz, y había ganado. Y ahora que estaba a punto de llegar, Nuestra Señora de las Lágrimas despuntaba allí, en mitad de Santa Cruz, semejante a un escollo. Era todo o nada: o lo esquivas o te hundes. Y el día que dejes de pedalear te caerás, como repetía el viejo.

Hizo un esfuerzo de voluntad para no alzar el puño y golpear al cura alto. Entonces vio que éste había cogido un vaso de la mesa, el suyo, y lo sostenía entre los dedos con aire distraído, pero muy cerca del borde donde podía cascarlo con sólo un gesto de la muñeca. Y Gavira comprendió que aquél no era un clérigo de los que ponen la otra mejilla. Eso tuvo la virtud de calmarlo de pronto, haciéndole mirar al otro con curiosidad. Incluso con retorcido respeto.

– Ése es mi vaso, padre.

Había casi desconcierto en su tono de voz. El sacerdote se excusó con una suave sonrisa, dejando el vaso sobre la mesa donde Penélope Heidegger tamborileaba impaciente con las uñas lacadas de rosa. Después hizo una leve inclinación de cabeza, y él y Macarena prosiguieron su camino sin más comentarios. Y Pencho Gavira se llevó el vaso de malta a los labios y bebió un larguísimo trago viéndolos irse pensativo, incluso agradecido, mientras a su espalda Peregil exhalaba un suspiro de alivio.

– Llévame a mi casa -dijo la Heidegger, que se había puesto de morros.

Gavira, que tenía los ojos fijos en la esquina por donde se iban su mujer y el cura, ni siquiera se volvió. Apuraba el vaso, reprimiendo las ganas de romperlo contra el suelo.

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