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La piel del tambor

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La piel del tambor
Название: La piel del tambor
Дата добавления: 15 январь 2020
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La piel del tambor - читать бесплатно онлайн , автор Perez-Reverte Arturo Carlota

Un pirata inform?tico irrumpe clandestinamente en el ordenador personal del Papa. Entretanto, en Sevilla una iglesia barroca se ve obligada a defenderse matando a quienes est?n dispuestos a demolerla. El Vaticano env?a un agente, sacerdote, especializado en asuntos sucios: el astuto y apuesto padre Lorenzo Quart, quien en el curso de sus investigaciones ver? quebrantarse sus convicciones e incluso peligrar sus votos de castidad ante una deslumbrante arist?crata sevillana… Estos son solo algunos de los elementos que conforman esta laber?ntica intriga donde se dan cita el suspense, el humor y la Historia a lo largo de un apasionante recorrido por la geograf?a urbana de una de las ciudades m?s bellas del mundo.

«Arturo P?rez-Reverte es el novelista m?s perfecto de la literatura espa?ola de nuestro tiempo.»

El Pa?s

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Caminaban uno junto al otro, y otra vez sus pasos los acercaron hasta rozarse. Ahora Macarena esquivó un bolardo de hierro en la oscuridad, y el movimiento la trajo hasta Quart. Por primera vez éste la tuvo muy cerca, contra su costado. Le pareció que tardaba una eternidad en apartarse de nuevo.

– Xaloc embarcó aquí mismo -añadió ella-. A bordo de una goleta llamada Nausicaa. Y a Carlota ni siquiera le permitieron decirle adiós. Vio irse el velero río abajo, desde el palomar; y aunque resulta imposible que lo distinguiera desde tan lejos, siempre aseguró que él estaba en la popa, agitando un pañuelo hasta que el barco se perdió de vista.

– ¿Qué tal le fue al marino?

– Le fue bien. Después de un tiempo consiguió el mando de un barco e hizo contrabando entre Méjico, Florida y las costas de Cuba -había un rastro de admiración en la voz de Macarena, y Quart entrevió fugazmente a Manuel Xaloc en el puente de un barco, entre dos luces, con una columna de humo dándole caza en el horizonte-. Cuentan que no fue precisamente un santo varón, y que también ejerció la piratería. Algunos barcos que se cruzaron con el suyo aparecieron a la deriva, misteriosamente saqueados, o se hundieron sin dejar rastro. Supongo que tenía prisa por ganar dinero y volver… Durante seis años navegó por el Caribe y se hizo una reputación. Los norteamericanos pusieron precio a su cabeza. Y un día, inesperadamente, desembarcó en este mismo lugar con una fortuna en cartas bancarias y monedas de oro, además de una bolsa de terciopelo con veinte perlas maravillosas para su boda.

– ¿A pesar de no haber recibido noticias de ella?

– A pesar de eso -se habían detenido sobre un muelle de pontones, cuyos pilares de hormigón se hundían en el agua; entre ellos crecían juncos y plantas-. Supongo que también Manuel Xaloc era un romántico. Creyó, razonadamente, que mi bisabuelo había incomunicado a Carlota. Pero confiaba en su amor. Te esperaré, había dicho ella. Y en cierto modo él no se equivocaba. Seguía esperando en la torre, mirando el río -Macarena miraba también la corriente oscura, bajo el muelle-. Hacía dos años que había perdido la razón.

– ¿Llegaron a verse?

– Sí. Mi bisabuelo estaba destrozado, pero al principio mantuvo su negativa. Era un arrogante canalla, y culpaba a Xaloc de la desgracia. Al final, por consejo de los médicos y a ruegos de su mujer, accedió a una entrevista. El capitán llegó una tarde al patio que usted conoce, vestido con el uniforme de la marina mercante: azul marino, botones dorados… ¿Imagina la escena?… Su piel estaba quemada por el sol, y el bigote y las patillas le habían encanecido. Cuentan que aparentaba veinte años más de los que realmente tenía. Carlota no lo reconoció. Lo trató como a un extraño, sin dirigirle la palabra. Al cabo de diez minutos sonaron las campanadas de un reloj y ella dijo: «debo ir a la torre. Él puede regresar de un momento a otro». Y se fue.

– ¿Y qué dijo Xaloc?

– No abrió la boca. Mi bisabuela lloraba y mi bisabuelo estaba sumido en la desesperación. Entonces cogió su gorra y salió de allí. Fue a la iglesia donde habían soñado casarse, y entregó al párroco las veinte perlas de Carlota. Aquella noche la pasó caminando por Santa Cruz, y al amanecer se fue con el primer velero que largó amarras. Esta vez nadie lo vio agitar un pañuelo.

Había una lata de cerveza vacía en el suelo. Macarena la empujó con el pie, haciéndola caer al agua. Se oyó una leve salpicadura y ambos se quedaron viendo irse la pequeña mancha oscura sobre la corriente.

– El resto -dijo ella- puede leerlo en los periódicos de la época. Era 1898, y mientras Xaloc navegaba de regreso, el Maine volaba en el puerto de La Habana. El gobierno español autorizó la guerra de corso contra Norteamérica, y él se hizo en el acto con una patente. Su barco era un yate armado muy rápido, el Manigua, con una dotación reclutada entre gentuza de las Antillas. Con él anduvo forzando el bloqueo. En junio de 1898 atacó y hundió dos mercantes en el golfo de Méjico, y hubo un encuentro nocturno con el cañonero Sheridan, del que ninguno de los dos salió bien parado…

– Lo dice usted con orgullo.

Macarena se echó a reír. Era cierto, dijo. Estaba orgullosa del que pudo ser su tío abuelo, de no mediar la imbécil ceguera de la familia. Manuel Xaloc había sido un hombre de verdad, y lo fue hasta el final. ¿Sabía Quart que pasó a la historia como el último corsario español, y el único que operó durante la guerra de Cuba?… Su hazaña póstuma supuso romper el bloqueo del puerto de Santiago, entrando de noche con mensajes y suministros para el almirante Cervera. Y en la madrugada del 3 de julio se hizo a la mar con los otros barcos. Podía haberse quedado en el puerto, pues era marino mercante y no estaba bajo las órdenes de la escuadra, que todos sabían condenada al desastre: viejos buques con malas máquinas y pobremente armados contra acorazados y cruceros yanquis. Pero quiso zarpar. Lo hizo el último, cuando todos los españoles, que habían ido saliendo uno tras otro, ya estaban hundidos o ardiendo. Ni siquiera pretendió escapar, sino que puso rumbo hacia los buques enemigos, a toda máquina, con el pabellón negro izado junto a la bandera de España. Cuando se hundió, todavía intentaba embestir al acorazado Indiana. No hubo supervivientes.

Las luces de Triana, reflejadas en el río, se agitaban suavemente en el rostro de Macarena.

– Veo -dijo Quart- que conoce bien su historia.

La sonrisa de ella vino lenta, sin llegar a ensancharse del todo:

– Claro que la conozco. He leído los relatos de esa batalla cientos de veces. Hasta guardo los recortes de prensa en el baúl.

– ¿Carlota no lo supo nunca?

– No -se había sentado en uno de los bancos de piedra, frente a un embarcadero flotante, y buscaba cigarrillos en el bolso-. Todavía esperó doce años en aquella ventana, mirando el Guadalquivir. Poco a poco los barcos fueron desapareciendo y el puerto siguió su declive. Las goletas dejaron de ir y venir río arriba. Y un día también ella desapareció de la ventana -se puso el cigarrillo en la boca y metió la mano por el escote, en dirección al hombro izquierdo, para coger el encendedor-. A tales alturas, su historia y la del capitán Xaloc eran leyenda. Ya le dije que hasta se hicieron canciones sobre ellos. Así que fue enterrada en la cripta de la iglesia donde se habría casado. Y por indicación de mi abuelo Pedro, que era el nuevo jefe de nuestra casa tras la muerte del padre de Carlota, las veinte perlas se engarzaron como lágrimas en la imagen de la Virgen.

Encendió el cigarrillo protegiendo la llama del mechero en el hueco de las manos, esperó a que se enfriase y volvió a ponérselo bajo el tirante del sujetador sin prestarle atención al modo en que Quart seguía sus movimientos. Sumida en el recuerdo del capitán Xaloc.

– Ese fue el homenaje de mi abuelo -prosiguió, con la brasa del cigarrillo entre los dedos- a la memoria de su hermana y al hombre que pudo haber sido su cuñado. Ahora la iglesia es cuanto queda de ellos. Eso, y los recuerdos de Carlota, las cartas y lo demás -miró a Quart como si de pronto hubiese recordado su presencia-. Incluida esa postal.

– También queda usted, y su memoria.

La luz de la luna bastaba para iluminarle a Macarena la sonrisa. No había un ápice de alegría o de bienestar en ella.

– Yo moriré, como los otros murieron -dijo en voz baja-. Y el baúl y cuanto contiene terminarán en una almoneda, entre objetos cubiertos de polvo -aspiró una bocanada de humo y la expulsó rápido, casi con despecho-. Como termina todo.

Quart se había sentado junto a ella. Sus hombros se rozaban ligeramente, pero no hizo ningún esfuerzo por aumentar la distancia. Era grato estar cerca. Le llegaba el aroma suave del jazmín mezclado con el del tabaco rubio.

– Por eso libra usted su batalla.

Ella movió lentamente la cabeza:

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