-->

La piel del tambor

На нашем литературном портале можно бесплатно читать книгу La piel del tambor, Perez-Reverte Arturo Carlota-- . Жанр: Современная проза / Прочие Детективы. Онлайн библиотека дает возможность прочитать весь текст и даже без регистрации и СМС подтверждения на нашем литературном портале bazaknig.info.
La piel del tambor
Название: La piel del tambor
Дата добавления: 15 январь 2020
Количество просмотров: 326
Читать онлайн

La piel del tambor читать книгу онлайн

La piel del tambor - читать бесплатно онлайн , автор Perez-Reverte Arturo Carlota

Un pirata inform?tico irrumpe clandestinamente en el ordenador personal del Papa. Entretanto, en Sevilla una iglesia barroca se ve obligada a defenderse matando a quienes est?n dispuestos a demolerla. El Vaticano env?a un agente, sacerdote, especializado en asuntos sucios: el astuto y apuesto padre Lorenzo Quart, quien en el curso de sus investigaciones ver? quebrantarse sus convicciones e incluso peligrar sus votos de castidad ante una deslumbrante arist?crata sevillana… Estos son solo algunos de los elementos que conforman esta laber?ntica intriga donde se dan cita el suspense, el humor y la Historia a lo largo de un apasionante recorrido por la geograf?a urbana de una de las ciudades m?s bellas del mundo.

«Arturo P?rez-Reverte es el novelista m?s perfecto de la literatura espa?ola de nuestro tiempo.»

El Pa?s

Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала

1 ... 60 61 62 63 64 65 66 67 68 ... 108 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:

El cura y la duquesa joven debían de haberse detenido a conversar, porque la Niña y el Potro estaban discretamente en una esquina, pegados a la pared, disimulando. Don Ibrahim agradeció la pausa -autopropulsar sus ciento diez kilos en largas caminatas no era tarea fácil- y miró la luna sobre los oscuros límites de la calle estrecha, saboreando el aroma del cigarro cuyo humo subía en espirales suaves, entre la luz plateada que se derramaba sobre Santa Cruz en cuanto los faroles eléctricos quedaban lejos o desaparecían tras un recodo. Ni siquiera el olor a orín y suciedad próximo a algunos bares, en las calles más oscuras, lograba desplazar el aroma de los naranjos, las damas de noche y las flores asomadas a los balcones cubiertos con persianas tras las que se escuchaba, al pasar, música apagada, fragmentos de conversaciones, el diálogo de una película o los aplausos de un concurso de televisión. De una casa cercana salían los compases de un bolero que le recordaron a don Ibrahim otras noches de luna llena en otros tiempos y otras calles, y el indiano se meció en la nostalgia de sus dos juventudes caribeñas: la real y la imaginada, que se mezclaban en el recuerdo de noches elegantes en las cálidas playas de San Juan, largos paseos por La Habana Vieja, aperitivos en Los Portales de Veracruz con mariachis que cantaban Mujeres divinas, de su amigo Vicente, o aquella María Bonita en cuya composición mucho había tenido él que ver. O tal vez, se dijo con una nueva y larga chupada al habano, sólo fuese nostalgia de su juventud, a secas. Y de los sueños que luego la vida se encarga de irte arrancando a mordiscos.

De todos modos -meditó mientras veía al Potro y a la Niña reanudar la marcha y caminaba tras ellos-, siempre le quedaría Sevilla; algunos de cuyos lugares encontraba tan parecidos a los que marcaron los años de sus recuerdos. Pues aquella ciudad conservaba en los rincones de las calles, en los colores y en la luz, como ninguna otra, el rumor del tiempo que se extingue despacio, o más bien de uno mismo extinguiéndose con aquellas cosas del tiempo a las que se anclan la propia vida y la memoria.

Aunque lo malo de las agonías largas era que uno se arriesgaba a perder la compostura. Don Ibrahim le dio otra chupada al puro mientras movía tristemente la cabeza: en un portal, bajo periódicos y cartones, dormía la sombra confusa de un mendigo; y adivinó, más que vio, el platillo vacío de la limosna, a su lado. Instintivamente metió la mano en el bolsillo, apartando las entradas de los toros y el mechero de García Márquez hasta encontrar una moneda de veinte duros que, inclinándose con esfuerzo sobre la barriga, puso junto al cuerpo dormido. Diez pasos más lejos recordó que no le quedaba calderilla para el parte telefónico a Peregil, y consideró la posibilidad de volver atrás y rescatar la moneda; mas se contuvo, confiando en que el Potro o la Niña llevaran cambio. Un gesto es una profesión de fe. Y aquello no hubiera sido honorable.

El mundo es un pañuelo, pero después de esa noche Celestino Peregil habría de preguntarse muchas veces si el encuentro de su jefe Pencho Gavira con la duquesa joven y el cura de Roma fue casual, o ella quiso pasearlo a propósito ante sus narices, sabiendo como sabía que a esa hora el marido, ex marido o lo que técnicamente fuese el banquero a aquellas alturas, siempre tomaba una copa en el bar del Loco de la Colina. El caso es que Gavira estaba sentado en la terraza llena de gente, con una amiga, y Peregil dentro, en la barra cerca de la puerta, haciendo de guardaespaldas. Había pedido su jefe una malta escocesa con mucho hielo y saboreaba el primer trago mirando a su acompañante, una atractiva modelo sevillana que, a pesar de su notorio déficit intelectual, o quizás precisamente gracias a él, empezaba a ser conocida por una breve frase de un anuncio de Canal Sur sobre cierta marca de sujetador. La frase ingeniosa era «el busto es mío», y la modelo -una tal Penélope Heidegger, que tenía motivos anatómicos poderosos para afirmar aquello- la pronunciaba con devastadora sensualidad. Hasta el punto de que, saltaba a la vista, Pencho Gavira se disponía muy seriamente a compartir durante las próximas horas, y no por primera vez, la propiedad titular del busto en cuestión. Una forma como otra cualquiera, pensaba Peregil, de olvidarse un rato del Banco Cartujano, de la iglesia y de todo aquel trajín que los llevaba por la calle de la Amargura.

El esbirro se reacomodó el pelo sobre el cráneo con la palma de la mano y miró alrededor. Desde su apostadero junto a la barra y la puerta podía ver la calle Placentines hasta la esquina, incluida la generosa porción de muslos de la tal Penélope que su escueta minifalda de lycra dejaba al descubierto bajo la mesa, junto a las piernas cruzadas de Pencho Gavira; que estaba en mangas de camisa, con la corbata floja y la chaqueta colgada en el respaldo de la silla porque la temperatura era agradable. A pesar de lo que estaba cayendo, Gavira tenía buen aspecto: todo repeinado con fijador y el caracolillo negro tras la oreja, buena planta y oliendo a dinero, el reloj de oro reluciente en la muñeca fuerte y morena. En el hilo musical del bar sonaba Europa, de Santana. Una escena feliz, apacible, casi doméstica. Y Peregil se dijo que todo parecía ir sobre ruedas. No había rastro del Gitano Mairena ni del Pollo Muelas, y el escozor de la uretra se le había ido con un frasco de Blenox. Y en ese momento, justo cuando estaba más relajado y tranquilo, prometiéndoselas felices en nombre de su Jefe y de él mismo -controlaba a un par de maduritas de buen ver sentadas al fondo, con las que ya tenía establecido contacto visual-, y encargaba otro whisky de doce años -tuelf years old, le había dicho al camarero con aplomo cosmopolita-, se le ocurrió pensar dónde estarían a esas horas don Ibrahim, el Potro y la Niña, y qué tal iban los asuntos que se traían entre manos. Según las últimas instrucciones se aprestaban a quemar un poquito la iglesia, lo justo para impedir la misa del jueves y dejarla fuera de servicio; pero no había resultados de momento. Sin duda tendría algún mensaje al llegar a casa, en el contestador automático. En eso pensaba Peregil, llevándose al gaznate el contenido del vaso que acababan de ponerle sobre el mostrador. Entonces vio doblar la esquina a la duquesa joven y al cura de Roma, y estuvo a punto de atragantarse con un trozo de hielo.

Se apartó un poco de la barra, acercándose a la puerta sin salir a la calle. Presentía una catástrofe. Por mucha Penélope y mucho busto que hubiera de por medio, no era ningún secreto que Pencho Gavira seguía estando celoso de su todavía legítima. Y aunque no hubiera sido así, la portada del Q+S y las fotos con el torero Curro Maestral daban motivos sobrados para que el banquero anduviese caliente, y mucho. Para más inri, aquel cura tenía una pinta estupenda, bien vestido, el aire saludable, con clase. Como Richard Chamberlain en El pájaro espino, pero en machote. Así que Peregil se echó a temblar, y más cuando detrás vio asomar la cabeza por la esquina, discretamente, al Potro del Mantelete con la Niña Puñales cogida del brazo. Al cabo se les unió don Ibrahim, y los tres socios se quedaron allí, desconcertados y disimulando de mala manera, y Peregil se dijo tierra, trágame. Eramos pocos y parió la abuela.

A Pencho Gavira la sangre le batía en las sienes cuando se levantó despacio, intentando dominarse.

– Buenas noches. Macarena.

Nunca actúes bajo el primer impulso, le había dicho una vez el viejo Machuca, cuando empezaba. Haz cosas que te diluyan la adrenalina, ocupa las manos y deja libre el pensamiento. Date tiempo. Así que se puso la chaqueta y la abrochó cuidadosamente mientras miraba los ojos de su mujer. Eran fríos como dos círculos de escarcha oscura.

– Hola, Pencho.

Apenas una mirada para la acompañante, un casi imperceptible rictus de desprecio en la comisura de la boca ante la falda ceñida y el escote comprimiendo aquel busto que era patrimonio nacional. Por un momento, Gavira dudó sobre a quién correspondía hacer reproches. Toda la terraza y el bar y la calle entera estaban mirándolos.

1 ... 60 61 62 63 64 65 66 67 68 ... 108 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:
Комментариев (0)
название