La Casa Verde
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La Casa Verde es sin duda una de las m?s representativas y apasionantes novelas de Mario Vargas Llosa. El relato se desarrolla en tiempos distintos, con enfoques diversos de la realidad, a trav?s del recuerdo o la imaginaci?n, y ensamblados con t?cnicas narrativas complejas que se liberan a trav?s de una desenvoltura narrativa ?gil y precisa.
?Cu?l es el secreto que encierra La casa verde?. La casa verde ocurre en dos lugares muy alejados entre s?, Piura, en el desierto del litoral peruano, y Santa Mar?a de Nieva, una factor?a y misi?n religiosa perdida en el coraz?n de la Amazon?a. S?mbolo de la historia es la m?tica casa de placer que don Anselmo, el forastero, erige en las afueras de Piura. Novela ejemplar en la historia del boom latinoamericano, La casa verde es una experiencia ineludible para todo aquel que quiera conocer en profundidad la obra narrativa de Mario Vargas Llosa. La casa verde (1965) recibi? al a?o siguiente de su publicaci?n el Premio de la Cr?tica y, en 1967, el Premio Internacional de Literatura R?mulo Gallegos a la mejor novela en lengua espa?ola.
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La orquesta siguió mucho tiempo donde Angélica Mercedes. Nadie hubiera creído que un día se iría a tocar a la ciudad. Pero así fue y, al principio, los mangaches censuraron esa deserción. Después comprendieron que la vida no era como la Mangachería, cambiaba. Desde que comenzaron a abrirse casas de habitantas, las propuestas llovían sobre la orquesta y hay tentaciones que no se resisten. Además, aunque se fueran a tocar a Piura, don Anselmo, el Joven y Bolas siguieron viviendo en el barrio y tocando gratis en todas las fiestas mangaches.
Esta vez se puso feo de veras: la orquesta dejó de tocar, los inconquistables se quedaron inmóviles en la pista, sin soltar a sus parejas, mirando a Seminario y el Joven Alejandro dijo:
– Ahí comenzó verdaderamente la desgracia, porque ahí salieron a relucir los cachorritos.
– ¡Borracho! -gritó la Selvática-. Los provocaba todo el tiempo. Bien hecho que se muriera. ¡Abusivo!
El sargento soltó a la Sandra, dio un paso, ¿creía que estaba hablando a sus sirvientes, señor?, y Seminario, atorándose, así que eres respondoncito, también dio un paso, ¡so pedazo de!, otro, su formidable silueta onduló en las tablas bañadas de luz azul, verde y violeta y se detuvo de golpe, la cara llena de asombro. La carcajada de la Sandra se volvió chillido.
– Lituma lo estaba apuntando con la pistola -dijo la Chunga-. La sacó tan rápido que nadie se dio cuenta, como un jovencito en las de cowboys.
– Tenía derecho -balbuceó la Selvática-. No podía rebajarse más.
Inconquistables y habitantas se habían corrido hacia el bar, el sargento y Seminario se medían con los ojos. A Lituma no le gustaban los matones, señor, no le hacían nada y él los trataba como a sirvientes. Lo sentía, pero no se iba a poder, señor.
– No me eches el humo a la cara, Bolas -dijo la Chunga.
– ¿Y él también sacó su revólver? -dijo la Selvática.
– Sólo se pasaba la mano por la cartuchera -dijo el Joven-. Le hacía cariños como a un cachorrito.
– ¡Tenía miedo! -exclamó la Selvática-. Lituma le bajó los humos.
– Creí que ya no había hombres en mi tierra -dijo Seminario-. Que todos los piuranos se habían amujerado y amariconado. Pero todavía queda este cholo. Ahora sólo te falta ver quién es Seminario.
– Por qué tendrán siempre que pelearse, por qué no pueden vivir en paz y disfrutar juntos -dijo don Anselmo-. Qué linda sería la vida.
– Quién sabe, maestro -dijo el joven-. A lo mejor sería aburridísima y más triste que ahora.
– Le has quitado todas las gracias de una sola, primo -dijo el Mono-. ¡Bravo!
– Pero no te fíes, coleguita -dijo Josefino-. A la primera que te descuides saca su revólver.
– No sabes quién soy -repetía Seminario-. Por eso te empalas, cholito.
– Usted tampoco sabe quién soy yo -dijo el sargento-. Señor Seminario.
– Si no tuvieras esa pistola, no serías tan empalado, cholito -dijo Seminario.
– La cosa es que la tengo -dijo el sargento-. Y a mí nadie me trata como a su sirviente, señor Seminario.
– Y entonces la Chunga vino corriendo y se les puso en medio. ¡Eres más valiente! -dijo el Bolas.
– ¿Y ustedes por qué no la atajaron? -la mano del arpista hizo una tentativa para tocar a la Chunga, pero ella se replegó en el asiento y los dedos del viejo sólo la rozaron-. Estaban armados, Chunguita, era peligroso.
– Ya no, porque habían comenzado a discutir -dijo la Chunga-. Uno viene aquí a divertirse, nada de peleas. Hagan las paces, vengan al mostrador, tómense una cerveza, la casa invita.
Obligó a Lituma a guardar el revólver, hizo que se estrecharan la mano y los llevó al bar, cogidos del brazo, debía darles vergüenza, se portaban como churres, ¿sabía lo que eran?, un par de cojudos, a ver, a ver, a que no sacaban sus pistolitas y la mataban a ella y ellos se rieron, Chunga, Chunguita, mamita, reinita cantaban los inconquistables.
– ¿Se pusieron a tomar juntos a pesar de los insultos? -dijo la Selvática, asombrada.
– ¿Te lamentas por lo que no se balearon de una vez? -dijo el Bolas-. Qué mujeres, cómo les gusta la sangre.
– Pero si la Chunga los había invitado -dijo el arpista-. No podían desairarla, muchacha.
Bebían acodados en el mostrador, muy amigos, y Seminario le pellizcaba los cachetes a Lituma, era el último macho de su tierra, cholito, todos los demás rosquetes, cobardes, la orquesta inició un vals y el racimo humano del bar se desgranó, inconquistables y habitantas invadieron la pista de baile, Seminario le había quitado el quepí al sargento y se lo probaba, ¿qué tal se veía, Chunga?, no tan horrible como este cholo, seguro, pero no te enojes.
– Será un poco gordo, pero no es horrible -dijo la Selvática.
– De joven era delgado como el joven -recordó el arpista-. Y un verdadero diablo, peor todavía que sus primos.
– Pegaron tres mesas y se sentaron juntos -dijo el Bolas-. Los inconquistables, el señor Seminario, su amigo y las habitantas. Parecía que todo se había arreglado.
– Se notaba que era cosa forzada y que no iba a durar -dijo el Joven.
– Nada de forzada -dijo el Bolas-. Estaban contentísimos y el señor Seminario hasta cantó el himno de los inconquistables. Después bailaron y se hacían bromas.
– ¿Lituma bailaba siempre con la Sandra? -dijo la Selvática.
– Ya no me acuerdo por qué comenzaron a discutir de nuevo -dijo la Chunga.
– Por eso de la hombría -dijo el Bolas-. Seminario estaba dale que dale con el tema, que ya no había hombres en Piura, y todo para alabar a su tío.
– No hables mal de Chápiro Seminario que era un gran hombre, Bolas -dijo el arpista.
– En Narihualá se cargó a tres ladrones a puñetazo limpio y los trajo a Piura amarrados del pescuezo -dijo Seminario.
– Apostó con amigos que todavía podía y se vino aquí y ganó la apuesta -dijo la Chunga-. Al menos, es lo que dijo la Amapola.
– No hablo mal de él, maestro -dijo el Bolas-. Pero ya resultaba cargante.
– Un piurano tan grande como el almirante Grau -dijo Seminario-. Vayan a Huancabamba, Ayabaca, Chulucanas, de todas partes salen cholas orgullosas de haber dormido con mi tío Chápiro. Tuvo lo menos mil bastardos.
– ¿No sería mangache? -dijo el Mono-. En el barrio hay muchos tipos así.
Y Seminario se puso serio, tu madre será mangache, y el Mono por supuesto y a mucha honra, y Seminario, furibundo, Chápiro era un señor, sólo iba a la Mangachería de cuando en cuando, a tomar chicha y a tirarse una zambita, y el Mono dio un manotazo en la mesa: ya estaba ofendiendo de nuevo, señor. Todo iba muy bien, como entre amigos, y de repente él comenzaba a insultar, señor, a los mangaches les dolía que hablaran mal de la Mangachería.
– Siempre se venía de frente donde usted el viejecito, maestro -dijo el Joven-. Con qué sentimiento lo abrazaba. Parecía el encuentro de dos hermanos.
– Nos conocimos hace muchísimo tiempo -dijo el arpista-. Yo lo quería a Chápiro, me dio una pena enorme cuando se murió.
Seminario se paró, eufórico: que la Chunga cerrara la puerta, esta noche serían los dueños, sus rozos estaban cargados, que viniera el arpista a hablar de Chápiro, qué esperaban, cargados de algodón, que trancaran la puerta, él pagaba.
– Y a los clientes que venían a tocar, los espantaba el sargento -dijo el Bolas.
– Ésa fue la equivocación, no debieron quedarse solos -dijo el arpista.
– No soy adivina -dijo la Chunga-. Cuando los clientes pagan, se les da gusto.
– Por supuesto, Chunguita -se excusó el arpista-. No lo decía por ti, sino por todos nosotros. Claro que nadie podía adivinar.
– Las nueve, maestro -dijo el joven-. Le va a hacer daño, déjeme ir a buscar un taxi de una vez.
– ¿De veras que usted y mi tío se trataban de tú? -dijo Seminario-. Cuénteles a éstos algo de ese gran piurano, viejo, de ese hombre como no habrá otro.
– Los únicos hombres que quedan, están en la Guardia Civil -afirmó el sargento.