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Conversaci?n En La Catedral

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Conversaci?n En La Catedral
Название: Conversaci?n En La Catedral
Автор: Llosa Mario Vargas
Дата добавления: 16 январь 2020
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Conversaci?n En La Catedral - читать бесплатно онлайн , автор Llosa Mario Vargas

Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Per?, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odr?a. Unas cuantas cervezas y un r?o de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que ?stos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripci?n minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustraci?n.

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– No hablemos de méritos que usted me deja muy atrás, capitán -dijo Cayo Bermúdez-. Sé que se jugó a fondo en la revolución comprometiendo oficiales, que ha puesto sobre ruedas la seguridad militar. Lo sé por su tío, no me lo niegue.

Todo el viaje estuvo de pie, aferrado a la baranda del camión, olfateando y mirando el arenal, el cielo, el mar que aparecía y desaparecía entre las dunas. Cuando el camión entró a Chincha, abrió mucho los ojos, y volvía la cabeza a un lado y a otro, aturdido por las diferencias. Corría fresco, ya no había sol, las copas de las palmeras de la plaza danzaban y murmuraban cuando pasó bajo ellas, agitado, mareado, siempre apurado.

– Lo de la revolución es la pura verdad y ahí no valen modestias -dijo el capitán Paredes-Pero en la seguridad militar sólo soy un colaborador del coronel Molina, señor Bermúdez.

Pero el trayecto hacia la ranchería fue largo y tortuoso porque su memoria lo equivocaba y a cada momento tenía que preguntar a la gente dónde queda la salida a Grocio Prado. Llegó cuando ya había candiles y sombras, y la ranchería ya no era ranchería sino una aglomeración de casas firmes y en vez de comenzar los algodonales a sus antiguas orillas, comenzaban las casas de otra ranchería. Pero el rancho era el mismo y la puerta estaba abierta y reconoció inmediatamente a Tomasa: la gorda, la negra, la sentada en el suelo, la que comía a la derecha de la otra mujer.

– El coronel Molina es el que figura, pero usted el que hace andar la maquinaria -dijo Bermúdez-. También lo sé por su tío, capitán.

– Su sueño era la lotería, don -dijo Ambrosio-. Una vez se la sacó un heladero de Chincha, y ella puede que Dios la mande otra vez acá y se compraba sus huachitos con la plata que no tenía. Los llevaba a la Virgen, les prendía velitas. Nunca se sacó ni medio, don.

– Ya me imagino cómo andaría este Ministerio cuando Bustamante, los apristas por todas partes y los sabotajes al orden del día -dijo el capitán Paredes-. Pero no les sirvió de mucho a los zamarros.

Entró de un salto, golpeándose el pecho y gruñendo, y se plantó entre las dos y la desconocida dio un grito y se persignó. Tomasa, encogida en el suelo, lo observaba y de repente de su cara se fue el miedo. Sin hablar, sin pararse, le señaló la puerta del rancho con el puño. Pero Trifulcio no se fue, se echó a reír, se dejó caer alegremente al suelo y comenzó a rascarse las axilas..

– Les ha servido al menos para no dejar rastros, los archivos de la Dirección son inservibles -dijo Bermúdez-. Los apristas hicieron desaparecer los ficheros. Estamos organizando todo de nuevo y de eso quería hablarle, capitán. La seguridad militar nos podría ayudar mucho.

– ¿Así que eres chofer del señor Bermúdez? -dijo Ludovico-. Mucho gusto, Ambrosio. ¿Así que vas a darnos una ayudadita en esto de la barriada?

– No hay problema, claro que tenemos que colaborarnos -dijo el capitán Paredes-. Vez que le haga falta algún dato, yo se lo proporcionaré, señor Bermúdez.

– ¿A qué has venido, quién te ha llamado, quién te ha invitado? -rugió Tomasa-. Pareces un forajido así, pareces lo que eres. ¿No viste cómo mi amiga te vio y se fue? ¿Cuándo te han soltado?

– Quisiera algo más, capitán -dijo Bermúdez-. Quisiera disponer del fichero político completo de la seguridad militar. Tener una copia.

– Se llama Hipólito y es el burro más burro del cuerpo -dijo Ludovico-. Ya vendrá, ya te lo presentaré. Tampoco está en el escalafón y seguro que nunca estará. Yo espero estar algún día, con un poquito de suerte. Oye, Ambrosio, tú sí estarás ¿no?

– Nuestros archivos son intocables, están bajo secreto militar -dijo el capitán Paredes-. Le comunicaré su proyecto al coronel Molina, pero él tampoco puede decidir. Lo mejor sería que el Ministro de Gobierno dirija una solicitud al Ministro de Guerra.

– Tu amiga salió corriendo como si yo fuera el diablo -se rió Trifulcio-. Oye Tomasa, déjame comerme esto. Tengo un hambre así.

– Justamente es lo que hay que evitar, capitán -dijo Bermúdez-. La copia de ese archivo debe pasar a la Dirección de Gobierno sin que se entere ni el coronel Molina, ni el mismo Ministro de Guerra. ¿Me comprende usted?

– Un trabajo matador, Ambrosio -dijo Ludovico-. Horas perdiendo la voz, las fuerzas, y después viene cualquiera del escalafón y te requinta, y el señor Lozano te amenaza con pagarte menos. Matador para todos menos para el burro de Hipólito. ¿Te cuento por qué?

– Yo no puedo darle copia de unos archivos ultrasecretos sin que lo sepan mis superiores -dijo el capitán Paredes-. Ahí está la vida y milagros de todos los oficiales, de miles de civiles. Eso es como el oro del Banco Central, señor Bermúdez.

– Sí, te tienes que ir, pero ahora cálmate y tómate un trago, infeliz -dijo don Fermín-. Y ahora cuéntame cómo ocurrió. Déjate de llorar ya.

– Justamente, capitán, claro que sé que ese archivo es oro -dijo Bermúdez-. Y su tío lo sabe también. El asunto debe quedar sólo entre los responsables de la seguridad. No, no se trata de resentir al coronel Molina.

– Porque a la media hora de estar sonándole a un tipo, el burro de Hipólito, de repente, pum, se arrecha -dijo Ludovico-. A uno se le baja la moral, uno se aburre. Él no, pum, se arrecha. Ya lo vas a conocer, ya lo verás.

– Sino de ascenderlo -dijo Bermúdez-. Darle mando de tropa, darle un cuartel. Y nadie discutirá que usted es la persona más indicada para reemplazar al coronel Molina en la jefatura de seguridad. Entonces podremos fusionar los servicios con discreción, capitán.

– Ni una noche, ni una hora -dijo Tomasa-. No vas a vivir aquí ni un minuto. Te vas a ir ahora mismo, Trifulcio.

– Se ha metido usted al bolsillo a mi tío, amigo Bermúdez -dijo el capitán Paredes-. No hace seis meses que lo conoce y ya tiene más confianza en usted que en mí. Bueno, sí, estoy bromeando, Cayo. Podemos tutearnos ¿no?

– No mienten por valientes, Ambrosio, sino por miedo -dijo Ludovico-, ya verás si te toca entenderte con ellos alguna vez. ¿Quién es tu jefe? Fulano es, zutano es. ¿Desde cuándo eres aprista? No soy. ¿Y entonces cómo dices que fulano y zutano son tus jefes? No son. Matador, créeme.

– Tu tío sabe que la vida del régimen depende de la seguridad -dijo Bermúdez-. Todo el mundo puro aplauso ahora, pero pronto comenzarán los tiras y aflojes y las luchas de intereses y ahí todo dependerá de lo que la seguridad haya hecho para neutralizar a los ambiciosos y resentidos.

– No pienso quedarme, estoy de visita -dijo Trifulcio-. Voy a trabajar con un ricacho de Ica que se llama Arévalo. De veras, Tomasa.

– Lo sé muy bien -dijo el capitán Paredes-. Cuando ya no haya apristas, al Presidente le saldrán enemigos desde el mismo régimen.

– ¿Eres comunista, eres aprista? No soy aprista, no soy comunista -dijo Ludovico-. Eres un maricón, compadre, ni te hemos tocado y ya estás mintiendo. Harás así, noches así, Ambrosio. Y eso lo arrecha a Hipólito, ¿te das cuenta qué clase de tipo es?

– Por eso hay que trabajar a largo plazo -dijo Bermúdez-. Ahora el elemento más peligroso es el civil, mañana será el militar. ¿Te das cuenta por qué tanto secreto con esto del archivo?

– Ni preguntas dónde está enterrado Perpetuo, ni si todavía vive Ambrosio -dijo Tomasa-¿Te has olvidado que tuviste hijos?

– Era una mujer alegre que le gustaba la vida, don -dijo Ambrosio-. La pobre ir a juntarse con un tipo capaz de hacerle eso a su mismo hijo. Pero claro que si la negra no se hubiera enamorado de él, yo no habría nacido. Así que para mí fue un bien.

– Tienes que tomar una casa, Cayo, no puedes seguir en el hotel -dijo el coronel Espina-. Además, es absurdo que no uses el auto que te corresponde como Director de Gobierno.

– No me interesan los muertos -dijo Trifulcio; Pero sí me gustaría verlo a Ambrosio ¿Vive contigo?

– Lo que pasa es que nunca he tenido auto, y además el taxi es cómodo -dijo Bermúdez-. Pero tienes razón, Serrano, voy a usarlo. Se debe estar apolillando.

– Ambrosio se va mañana a trabajar a Lima -dijo Tomasa-. ¿Para qué quieres verlo?

– Yo no creía eso de Hipólito, pero era cierto, Ambrosio -dijo Ludovico-. Lo vi, nadie me lo contó.

– No debes ser tan modesto, haz uso de tus prerrogativas -dijo el coronel Espina-. Estás metido aquí quince horas al día y no todo es trabajo en la vida, tampoco. Una cana al aire de vez en cuando, Cayo.

– Por pura curiosidad, para ver cómo es -dijo Trifulcio-. Lo veo a Ambrosio y palabra que me voy, Tomasa.

– Por primera vez nos dieron un tipo de Vitarte a los dos solos -dijo Ludovico-. Ninguno del escalafón para requintarnos, les faltaba gente. Y ahí lo vi, Ambrosio.

– Claro que la echaré, Serrano, pero necesito estar más aliviado de trabajo -dijo Bermúdez-. Y buscaré casa, y me instalaré con más comodidad.

– Ambrosio estaba trabajando aquí, de chofer interprovincial -dijo Tomasa-. Pero en Lima le irá mejor y por eso lo he animado a que se vaya.

– El Presidente está muy contento contigo, Cayo -dijo el coronel Espina-. Me agradece más haberte recomendado que todo lo que lo ayudé en la revolución, figúrate.

– Le daba y empezó a sudar, más y sudaba más y le dio tanto que el tipo se puso a decir disparates -dijo Ludovico-: Y de repente le vi la bragueta inflada como un globo. Te juro, Ambrosio.

– Ese que está viniendo ahí, ese hombrón -dijo Trifulcio-. ¿Ese es Ambrosio?

– Para qué le pegas si lo has dejado medio locumbeta, para qué si ya lo soñaste -dijo Ludovico-. Ni oía, Ambrosio. Arrecho, como un globo. Como te lo cuento, te juro. Ya lo conocerás, ya te lo presentaré.

– En ustedes están puestas nuestras esperanzas ahora para salir del atolladero -dijo don Fermín.

– Te reconocí ahí mismo -dijo Trifulcio-. Ven, Ambrosio, dame un abrazo, deja que te mire un poco.

– ¿El régimen en un atolladero? -dijo el coronel Espina-. ¿Está bromeando, don Fermín? Si la revolución no va viento en popa, entonces quién.

– Yo hubiera ido a esperarlo -dijo Ambrosio-. Pero no sabía siquiera que usted salía.

– Fermín tiene razón, coronel -dijo Emilio Arévalo-: Nada irá viento en popa mientras no se celebren elecciones y el General Odría vuelva al poder oleado y sacramentado por los votos de los peruanos.

– Menos mal que tú no me botas como Tomasa -dijo Trifulcio-. Te creía muchacho y eres casi tan viejo como este negro de tu padre.

– Las elecciones son un formalismo si usted quiere, coronel -dijo don Fermín-. Pero un formalismo necesario.

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