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Conversaci?n En La Catedral

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Conversaci?n En La Catedral
Название: Conversaci?n En La Catedral
Автор: Llosa Mario Vargas
Дата добавления: 16 январь 2020
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Conversaci?n En La Catedral - читать бесплатно онлайн , автор Llosa Mario Vargas

Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Per?, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odr?a. Unas cuantas cervezas y un r?o de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que ?stos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripci?n minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustraci?n.

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A pesar de Odría, aquí también hombres y mujeres, a pesar de Cayo Bermúdez, secretamente se reunían y formaban células, de los soplones y los destierros, imprimían Cahuide, de las cárceles y torturas, y preparaban la Revolución. Washington sabía quiénes eran, cómo actuaban, dónde estaban, y él me inscribiré pensaba, piensa, me inscribiré, esa noche; mientras apagaba la lamparilla del velador y algo riesgoso, todavía generoso, ansioso, ardía en la oscuridad y seguía ardiendo en el sueño: ¿ahí?

VII

– ESTABA preso por haber robado o matado o porque le chantaron algo que hizo otro -dijo Ambrosio-. Ojalá se muera preso decía la negra. Pero lo soltaron y ahí lo conocí. Lo vi sólo una vez en mi vida, don.

– ¿Les tomaron declaraciones? -dijo Cayo Bermúdez-. ¿Todos apristas? ¿Cuántos tenían antecedentes?

– Ojo que ahí viene -dijo Trifulcio-. Ojo que ahí baja.

Era mediodía, el sol caía verticalmente sobre la arena, un gallinazo de ojos sangrientos y negro plumaje sobrevolaba las dunas inmóviles, descendía en círculos cerrados, las alas plegadas, el pico dispuesto, un leve temblor centellante en el desierto.

– Quince estaban fichados -dijo el Prefecto-. Nueve apristas, tres comunistas, tres dudosos. Los otros once sin antecedentes. No, don Cayo, no se les tomó declaraciones todavía.

¿Una iguana? Dos patitas enloquecidas, una minúscula polvareda rectilínea, un hilo de pólvora encendiéndose, una rampante flecha invisible. Dulcemente el ave rapaz aleteó a ras de tierra, la atrapó con el pico, la elevó, la ejecutó mientras escalaba el aire, metódicamente la devoró sin dejar de ascender por el limpio, caluroso cielo del verano, los ojos cerrados por dardos amarillos que el sol mandaba a su encuentro.

– Que los interroguen de una vez -dijo Cayo Bermúdez-. ¿Los lesionados están mejor?

– Conversamos como dos desconocidos que no se tienen confianza -dice Ambrosio-. Una noche en Chincha, hace años. Desde entonces, nunca supe de él, niño.

– A dos estudiantes hubo que internarlos en el Hospital de Policía, don Cayo -dijo el Prefecto-. Los guardias no tienen nada, apenas pequeñas contusiones.

Seguía subiendo, digiriendo, obstinado y en tinieblas, y cuando iba a disolverse en la luz extendió las alas, trazó una gran curva majestuosa, una sombra sin forma, una pequeña mancha desplazándose sobre quietas arenas blancas y ondulantes, quietas arenas amarillas: una circunferencia de piedra, muros, rejas, seres semidesnudos que apenas se movían o yacían a la sombra de un saledizo reverberante de calamina, un jeep, estacas, palmeras, una banda de agua, una ancha avenida de agua, ranchos, casas, automóviles, plazas con árboles.

– Dejamos una compañía en San Marcos y estamos haciendo reparar la puerta que el tanque echó abajo -dijo el Prefecto-. También pusimos una sección en Medicina. Pero no ha habido ningún intento de manifestación ni nada, don Cayo.

– Déjeme las fichas ésas para mostrárselas al Ministro -dijo Cayo Bermúdez.

Desplegó las armoniosas alas retintas, se inclinó, solemnemente giró y sobrevoló otra vez los árboles, la avenida de agua, las quietas arenas, describió círculos pausados sobre la deslumbrante calamina, sin dejar de observarla descendió un poco más, indiferente al murmullo, al vocerío codicioso al estratégico silencio que se sucedían en el rectángulo cerrado por muros y rejas, atenta sólo al rizado saledizo cuyos reflejos la alcanzaban, y siguió bajando ¿fascinada por esa orgía de luces, borracha de brillos?

– ¿Tú diste la orden de tomar San Marcos? -dijo el coronel Espina-. ¿Tú? ¿Sin consultarme?

– Un moreno canoso y enorme que caminaba como un mono -dijo Ambrosio-. Quería saber si había mujeres en Chincha, me sacó plata. No tengo buen recuerdo de él, don.

– Antes de hablar de San Marcos cuéntame qué tal ese viaje -dijo Bermúdez-. ¿Cómo van las cosas por el Norte?

Alargó cautelosamente las patitas grises, ¿comprobaba la resistencia, la temperatura, la existencia de la calamina?, cerró las alas, se posó, miró y adivinó y ya era tarde: las piedras hundían sus plumas, rompían sus huesos, quebraban su pico, y unos sonidos metálicos brotaban mientras las piedras volvían al patio rodando por la calamina.

– Van bien pero yo quiero saber si tú estás loco -dijo el coronel Espina-. Coronel han tomado la Universidad, coronel la guardia de asalto en San Marcos. Y yo, el Ministro de Gobierno, en la luna. ¿Estás loco, Cayo?

El ave rapaz se deslizaba, agonizaba rápidamente sobre la plomiza calamina que iba manchando de granate, llegaba a la orilla, caía y manos hambrientas la recibían, se la disputaban y la desplumaban y había risas, injurias, y un fogón chisporroteaba ya contra el muro de adobes.

– ¿Qué tal el ojo del señor? -dijo Trifulcio. El que sabe sabe, y a ver quién y cómo me lo pone en duda.

– Ese forúnculo de San Marcos reventado en un par de horas y sin muertos -dijo Bermúdez-. Y en vez de darme las gracias me preguntas si estoy loco. No es justo, Serrano.

– La negra tampoco lo volvió a ver después de esa noche -dice Ambrosio-. Ella creía que era malo de nacimiento, niño.

– Va a haber protestas en el extranjero, justo lo que no conviene al régimen -dijo el coronel Espina. -¿No sabías que el Presidente quiere evitar líos?

– Lo que no convenía al régimen era un foco subversivo en pleno centro de Lima -dijo Bermúdez-. Dentro de unos días se podrá retirar la policía, se abrirá San Marcos y todo en paz.

Masticaba empeñosamente el trozo de carne que había conquistado a puño limpio y los brazos y las manos le ardían y tenía rasguños violáceos en la piel oscura y la fogata donde había tostado su botín humeaba todavía. Estaba en cuclillas, en el rincón sombreado por la calamina, los ojos entrecerrados por la resolana o para disfrutar mejor el placer que nacía en sus mandíbulas y abarcaba la cuenca del paladar y la lengua y la garganta que los residuos de plumas adheridas a la carne chamuscada arañaban deliciosamente al pasar.

– Y por último no tenías autorización y la decisión correspondía al Ministro y no a ti -dijo el coronel Espina-. Muchos gobiernos no han reconocido al régimen. El Presidente debe estar furioso.

– Ojo que vienen visitas -dijo Trifulcio-. Ojo que ahí están.

– Nos ha reconocido Estados Unidos y eso es lo importante -dijo Bermúdez-. No te preocupes por el Presidente, Serrano. Le consulté anoche, antes de actuar.

Los otros ambulaban bajo el sol homicida, reconciliados, sin rencor, sin acordarse que se habían insultado, empujado y golpeado por las presas trituradas, o tendidos junto a las paredes dormían, sucios, descalzos, boquiabiertos, embrutecidos de aburrimiento, hambre o calor, los brazos desnudos sobre los ojos.

– ¿A quién le va a tocar? -dijo Trifulcio-. ¿A quién van a sonar?

– A mí creo que nunca me había hecho nada -dijo Ambrosio-. Hasta esa noche. Yo no le tenía cólera, don, aunque tampoco cariño. Y esa noche me dio pena, más bien.

– Le prometí al Presidente no habrá muertos y he cumplido -dijo Bermúdez-. Aquí tienes las fichas políticas de quince detenidos. Limpiaremos San Marcos y podrán reanudarse las clases. ¿No estás satisfecho, Serrano?

– No pena porque hubiera estado preso, entiéndame bien, niño -dice Ambrosio-. Sino porque parecía un pordiosero. Sin zapatos, unas uñotas de este tamaño, unas costras en los brazos y en la cara que no eran costras, sino mugre. Le hablo con franqueza, vea.

– Has actuado como si yo no existiera -dijo el coronel Espina-. ¿Por qué no me consultaste?

Don Melquíades venía por el corredor escoltado por dos guardias, seguido de un hombre alto que llevaba un sombrero de paja que el viento candente agitaba, las alas y la copa se mecían como si fueran de papel de seda, y un traje blanco y una corbata azul y una camisa aún más blanca. Se habían parado y don Melquíades le hablaba al desconocido y le señalaba algo en el patio.

– Porque había un riesgo -dijo Bermúdez-. Podían estar armados, podían disparar. Yo no quería que la sangre cayera sobre tu cabeza, Serrano.

No era abogado, nunca se había visto un leguleyo tan bien trajeado, y tampoco autoridad porque ¿acaso les habían dado hoy sopa de menestras, acaso les habían hecho barrer las celdas y los excusados como siempre que había inspección? Pero si no era abogado ni autoridad, quién.

– Hubiera perjudicado tu futuro político, yo se lo expliqué al Presidente -dijo Bermúdez-. Tomo la decisión, asumo la responsabilidad. Si hay consecuencias, renuncio, y el Serrano queda inmaculado.

Dejó de roer el pulido huesecillo que tenía entre las manazas, quedó rígido, bajó un poco la cabeza, sus ojos miraban asustados hacia el corredor: don Melquíades seguía haciendo señales, seguía apuntándolo.

– Pero las cosas salieron bien y ahora todo el mérito es tuyo -dijo el coronel Espina-. El Presidente va a pensar que mi recomendado tiene más cojones que yo. -oye tú, Trifulcio! -gritó don Melquíades-. ¿No ves que te estoy llamando? ¿Qué esperas tú?

– El Presidente sabe que te debo este puesto -dijo Bermúdez-. Sabe que basta que arrugues la frente para que yo gracias por todo, y de nuevo a vender tractores.

– ¡Oye tú! -gritaron los guardias, agitando las manos-. ¡Oye tú!

– Tres chavetas y unos cuantos cócteles Molotov, no había razón para asustarse tanto -dijo Bermúdez-. He hecho poner unos revólveres y algunas chavetas y manoplas más, para los periodistas.

Se incorporó, corrió, cruzó el patio levantando un terral, se detuvo a un metro de don Melquíades. Los otros habían avanzado las cabezas y miraban y callaban. Los que paseaban se habían quedado inmóviles, los que dormían estaban agazapados observando y el sol parecía líquido.

– ¿Además has citado a los periodistas? -dijo el coronel Espina-. ¿No sabes que los comunicados los firma el Ministro, que las conferencias de prensa las da el Ministro?

– A ver, Trifulcio, levántate ese barril que don Emilio Arévalo quiere verte -dijo don Melquíades-. No me hagas quedar mal, mira que le he dicho que podías.

– Los he citado para que les hables tú -dijo Bermúdez-. Aquí tienes el informe detallado, las fichas, las armas para las fotografías. Los cité pensando en ti, Serrano.

– No he hecho nada, don -parpadeó y gritó y esperó y gritó de nuevo Trifulcio-: Nada. Mi palabra; don Melquíades.

– Está bien, no hablemos más -dijo el coronel Espina-. Pero conste que yo quería liquidar lo de San Marcos una vez que estuviera resuelto el problema de los sindicatos.

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