Conversaci?n En La Catedral
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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Per?, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odr?a. Unas cuantas cervezas y un r?o de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que ?stos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripci?n minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustraci?n.
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Negro, cilíndrico, el barril estaba al pie de la baranda, debajo de don Melquíades, de los guardias y del desconocido de blanco. Indiferentes o interesados o aliviados, los otros miraban el barril y a Trifulcio o se miraban burlones.
– Lo de San Marcos no está liquidado, pero es el momento de liquidarlo -dijo Bermúdez-Esos veintiséis son elementos de choque, pero la mayoría de los cabecillas andan sueltos y hay que echarles mano ahora.
– No seas imbécil y levántate ese barril -dijo don Melquíades-. Ya sé que no has hecho nada. Anda, levántalo para que te vea el señor Arévalo.
– Los sindicatos son más importantes que San Marcos, ahí hay que hacer una limpieza -dijo el coronel Espina-. No han chistado hasta ahora, pero el Apra es fuerte entre los obreros, y una chispita puede provocar una explosión.
– Si me cagué en la celda es porque estoy enfermo -dijo Trifulcio-. No pude aguantarme, don Melquíades. Mi palabra.
– Lo haremos -dijo Bermúdez-. Limpiaremos todo lo que haga falta, Serrano.
El desconocido se echó a reír, don Melquíades se echó a reír, en el patio estallaron risas. El desconocido se arrimó a la baranda, metió una mano al bolsillo, sacó y mostró a Trifulcio algo que brillaba.
– ¿Has leído La Tribuna clandestina? -dijo el coronel Espina-. Pestes contra el Ejército, contra mí. Hay que impedir que siga circulando esa hojita mugrienta.
– ¿Un sol por levantar ese barril, don? -cerró y abrió los ojos y se echó a reír Trifulcio-. ¡Pero claro que cómo no, don!
– Claro que en Chincha hablaban de él, don dijo Ambrosio-. Que había violado a una menor, robado, matado a un tipo en una pelea. Tantas barbaridades no serían ciertas. Pero algunas sí, sino por qué habría estado en la cárcel tanto tiempo.
– Ustedes los militares siguen pensando en el Apra de hace veinte años -dijo Bermúdez-. Los líderes están viejos y corrompidos, ya no quieren hacerse matar. No habrá explosión, no habrá revolución. Y esa hojita desaparecerá, te lo prometo.
Alzó las manazas hasta su cara (arrugada ya en los párpados y en el cuello y en las patillas crespas y canosas) y las escupió un par de veces y se las frotó y dio un paso hacia el barril. Lo palpó, lo hamacó, pegó sus piernas largas y su vientre abombado y su ancho tórax al cuerpo duro del barril y lo estrechó violenta, amorosamente, con sus larguísimos brazos.
– Nunca más lo vi, pero una vez oí hablar de él -dice Ambrosio-. Lo habían visto por los pueblos del departamento, durante las elecciones del cincuenta, haciendo campaña por el senador Arévalo. Pegando carteles, repartiendo volantes. Por la candidatura de don Emilio Arévalo, el amigo de su papá, niño.
– Ya le tengo la listita, don Cayo, sólo han renunciado tres prefectos y ocho subprefectos de los nombrados por Bustamante -dijo el doctor Alcibíades-. Doce prefectos y quince subprefectos mandaron telegramas de felicitación al General por haber tomado el poder. El resto mudos; querrán que los confirmen, pero no se atreven a pedirlo.
Cerró los ojos y, mientras alzaba el barril, se hincharon las venas de su cuello y de su frente y se empapó la gastada piel de su cara y se pusieron morados sus labios gordos. Arqueado, soportaba el peso con todo su cuerpo, y una manaza descendió toscamente por el flanco del barril y éste se elevó un poco más.
Dio dos pasos de borracho con su carga a cuestas, miró con soberbia a la baranda, y de un empellón devolvió el barril a la tierra.
– El Serrano creía que iban a renunciar en masa y quería empezar a nombrar prefectos y subprefectos a la loca -dijo Cayo Bermúdez-. Ya ve, doctorcito, el coronel no conoce a los peruanos.
– Un verdadero toro, Melquíades, tenías razón, es increíble a su edad -el desconocido de blanco tiró al aire la moneda ÿ Trifulcio la atrapó al vuelo-. Oye, cuántos años tienes tú.
– Piensa que todos son como él, hombres de honor -dijo el doctor Alcibíades-. Pero, dígame don Cayo, para qué seguirían leales estos prefectos y subprefectos al pobre Bustamante, que no levantará cabeza jamás.
– Qué sabré yo -se rió, jadeó, se secó la cara Trifulcio-. Un montón de años. Más de los que tiene usted, don.
– Confirme en sus cargos a los que enviaron telegramas de adhesión, y también a los mudos, ya los iremos reemplazando a todos con calma?dijo Bermúdez-. Agradézcales los servicios prestados a los que renunciaron, y que Lozano los fiche.
– Ahí hay uno de ésos que te gustan, Hipólito -dijo Ludovico-. El señor Lozano nos lo recomienda especialmente.
– Lima sigue inundada de pasquines clandestinos asquerosos -dijo el coronel Espina-. ¿Qué pasa, Cayo?
– Que quiénes y dónde sacan La Tribuna clandestina y en un dos por tres -dijo Hipólito- Mira que tú eres de ésos que me gustan.
– Esas hojitas subversivas van a desaparecer de inmediato -dijo Bermúdez-. ¿Entendido, Lozano?
– ¿Estás listo, negro? -dijo don Melquíades-. ¿Te deben estar ardiendo los pies, no, Trifulcio?
– ¿No sabes ni quiénes ni dónde? -dijo Ludovico-. ¿Y cómo así tenías una Tribuna en el bolsillo cuando te detuvieron en Vitarte, papacito?
– ¿Estoy listo? -rió con angustia Trifulcio-. ¿Listo, don Melquíades?
– Cuando recién vine a Lima yo le mandaba plata a la negra y la iba a visitar de cuando en cuando -dijo Ambrosio-. Después, nada. Se murió sin saber de mí. Es una de las cosas que me pesan, don.
– ¿Te la metieron al bolsillo sin que te dieras cuenta? -dijo Hipólito-. Pero qué tontito habías sido tú, papacito. Y qué pantaloncito más huatatiro tienes, y cuánta brillantina en el pelo. ¿Así que ni siquiera eres aprista tú, así que ni siquiera sabes quiénes y dónde sacan "La Tribuna"?
– ¿Te has olvidado que sales hoy? -dijo don Melquíades-. ¿O ya te acostumbraste aquí y no quieres salir?
– Supe que la negra se murió, por un chinchano, niño -dice Ambrosio-. Cuando yo trabajaba todavía con su papá.
– No don, no me he olvidado, don -zapateó, palmoteó Trifulcio-. Pero cómo se le ocurre, don Melquíades.
– Ya ves, Hipólito se enojó y mira lo que te pasó, mejor te vuelve la memoria de una vez -dijo Ludovico-. Fíjate que eres de los que le gustan a él.
– No responden, mienten, se echan la pelota uno a otro -dijo Lozano-. Pero no nos dormimos, don Cayo. Noches enteras sin pegar los ojos. Acabaremos con esos pasquines, le juro.
– Dame tu dedo; así, ahora pon una cruz -dijo don Melquíades-. Listo, Trifulcio, libre otra vez. ¿Te parecerá mentira, no?
– Éste no es un país civilizado, sino bárbaro e ignorante -dijo Bermúdez-. Déjese de contemplaciones con esos sujetos, y averígüeme lo que necesito de una vez.
– Pero qué flaquito habías sido tú, papacito -dijo Hipólito-. Con el saco y la camisa no se te notaba, si hasta se te pueden contar los huesos, papacito.
– ¿Te acuerdas del señor Arévalo, el que te dio un sol por levantar el barril? -dijo don Melquíades-. Es un hacendado importante. ¿Quieres trabajar para él?
– Quiénes dónde y en un dos por tres -dijo Ludovico- ¿quieres que nos pasemos la noche así? ¿Y si Hipólito se enoja otra vez?
– Claro que sí, don Melquíades -asintió con la cabeza y las manos y los ojos Trifulcio-. Ahora mismo o cuando usted diga, don.
– Te vas a hacer malograr el físico y me muero de la pena -dijo Hipólito-. Porque cada vez me estás gustando más, papacito.
– Necesita gente para su campaña electoral, porque es amigo de Odría y va a ser senador -dijo don Melquíades-. Te pagará bien. Aprovecha esta oportunidad, Trifulcio.
– Ni siquiera nos has dicho cómo te llamas, papacito -dijo Ludovico-. ¿O tampoco sabes, o también se te olvidó?
– Emborráchate, busca a tu familia, burdelea un poco -dijo don Melquíades-. Y el lunes anda a su hacienda, a la salida de Ica. Pregunta y cualquiera te dará razón.
– ¿Siempre tienes los huevitos tan chiquitos o es del susto? -dijo Hipólito-. Y la pichulita apenas se te ve, papacito. ¿También del susto?
– Claro que me acordaré, don, qué más quiero yo -dijo Trifulcio-. Le agradezco tanto que me recomendara a ese señor, don.
– Ya déjalo que ni te oye, Hipólito -dijo Ludovico-. Vamos a la oficina del señor Lozano. Ya déjalo, Hipólito.
El guardia le dio una palmadita en la espalda, bueno Trifulcio, y cerró el portón tras él, hasta nunca o hasta la próxima, Trifulcio. Rápidamente caminó hacia adelante, por el terral que conocía, que se divisaba desde las celdas de primera, y pronto llegó a los árboles que también había aprendido de memoria, y luego avanzó por un nuevo terral hasta los ranchos de las afueras donde en vez de detenerse apuró el paso. Cruzó casi corriendo entre chozas y siluetas humanas que lo miraban con sorpresa o indiferencia o temor.
– Y no es que haya sido mal hijo o no la quisiera, la negra se merecía el cielo, igual que usted, don -dijo Ambrosio-. Se rompió los lomos para criarme y darme de comer. Lo que pasa es que la vida no le da tiempo a uno ni para pensar en su madre.
– Lo dejamos porque a Hipólito se le fue la mano y el tipo comenzó a decir locuras y después se desmayó, señor Lozano -dijo Ludovico. Yo creo que ese Trinidad López ni es aprista ni sabe dónde está parado. Pero si quiere lo despertamos y seguimos, señor.
Siguió avanzando, cada vez más apurado y extraviado, incapaz de orientarse en esas primeras calles empedradas que furiosamente pisaban sus pies descalzos, internándose cada vez más en la ciudad tan alargada, tan anchada, tan distinta de la que recordaban sus ojos. Caminó sin rumbo, sin prisa, al fin se derrumbó en la banca sombreada por palmeras de una plaza.
Había una tienda en una esquina entraban mujeres con criaturas, unos muchachos apedreaban un farol y ladraban unos perros. Despacio, sin ruido, sin darse cuenta, se echó a llorar.
– Su tío me sugirió que lo llamara, capitán; y yo también quería conocerlo -dijo Cayo Bermúdez-. Somos algo colegas ¿no?, y seguramente tendremos que trabajar juntos alguna vez.
– Era buena, se sacrificó duro, no faltaba a misa -dice Ambrosio-. Pero tenía su carácter, niño. Por ejemplo no me pegaba con la mano, sino con un palo. Para que no salgas a tu padre, decía.
– Yo ya lo conocía a usted de nombre, señor Bermúdez -dijo el capitán Paredes-. Mi tío y el coronel Espina lo aprecian mucho, dicen que esto funciona gracias a usted.
Se levantó, se lavó la cara en la pila de la plaza, preguntó a dos hombres dónde se tomaba y cuánto costaba el ómnibus a Chincha. Parándose de rato en rato a mirar a las mujeres y las cosas tan cambiadas, caminó hasta otra plaza cubierta de vehículos. Preguntó, regateó, mendigó y subió a un camión que demoró dos horas en partir.