Psicomagia
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Psicomagia es el documento m?s completo sobre la evoluci?n de la obra creativa y terap?utica de Alejandro Jodorowsky, e incluye la versi?n ?ntegra, in?dita en Espa?a, del texto fundamental para comprender la psicomagia. El autor nos muestra el camino que le llev? a ella, desde sus primeros actos po?ticos y teatrales hasta su aprendizaje para controlar el mundo on?rico. Estos pasos imprescindibles, junto con el conocimiento que maestros, curanderos y chamanes le transmitieron, fue lo que dio origen a sus t?cnicas para sanar, conocidas como psicomagia y psicogenealog?a. El libro ofrece tambi?n al lector una reciente entrevista con Jodorowsky, en la que nos habla de la muerte, del destino, las religiones, la clonaci?n humana, su idea sobre el futuro de la humanidad o la necesidad de despertar nuestra mente. El volumen lo cierran un curso con ejercicios, donde el autor nos muestra c?mo es posible desarrollar nuestra creatividad y utilizarla para que nos libere de roles e ideas preconcebidas, y un ap?ndice con 12 casos psiqui?tricos reales cuyos pacientes fueron curados al serles prescritos actos de psicomagia.
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¿Magia blanca?
¡No, psicomagia! Más adelante volveremos sobre los principios de la psicomagia; si he dado ahora este ejemplo es para mostrar que me he inspirado en las prácticas de magia negra tan comunes en México. Pero decidí invertir el proceso: si se puede hacer el mal a distancia, ¿por qué no se ha de poder hacer el bien?
Sí, pero no basta con tener buenas intenciones ni con invertir los maleficios populares. ¿Cómo es posible que semejantes prácticas resulten eficaces?
Madre e hijo están conectados psíquicamente. Si la madre da aunque tan sólo sea un paso encaminado a adoptar otra actitud interior, y el acto en sí en cierto modo denota el cambio, dicho acto cobra una solidez y una materialidad que de otra forma no tendría; el hijo, por su parte, tiene que percibirlo necesariamente, aunque en ese momento se encuentre muy lejos. Y tiene que reaccionar. Como la madre no podía aceptar racionalmente la homosexualidad de su hijo ni perdonársela, le di la posibilidad concreta de dar un paso en este sentido, ajustándose a un ceremonial minuciosamente prefijado de antemano. Éste es un lenguaje que el inconsciente comprende. En el análisis tradicional se trata de descifrar e interpretar en lenguaje corriente los mensajes enviados por el inconsciente. Yo actúo a la inversa: envío mensajes al inconsciente utilizando el lenguaje simbólico que le es propio. En psicomagia, corresponde al inconsciente descifrar la información transmitida por el consciente.
Si le he entendido bien, en psicomagia hay que aprender a hablar el lenguaje del inconsciente para luego, conscientemente, enviarle mensajes.
Exactamente. Y si te diriges al inconsciente en su propio lenguaje, en principio te responderá. Pero ya volveremos sobre esto. Por el momento, me gustaría explicar cómo el acto mágico ha contribuido al advenimiento de la psicomagia. Cuando, en México, descubrí el poder de la brujería maléfica, naturalmente, me planteé la posibilidad de la brujería benéfica. Si unas fuerzas semejantes pueden movilizarse al servicio del mal, ¿no podrían ser utilizadas al servicio del bien? Me puse a buscar a un brujo bienhechor. Un amigo me habló en esos días de la famosa Pachita, una anciana de 80 años a la que mucha gente venía a ver desde lejos, con la esperanza de encontrar curación. Me sentía muy inquieto ante la perspectiva de conocer a aquella bruja famosa, así que me preparé para ello.
¿Por qué se sentía «inquieto»?
Estaba receloso. Al fin y al cabo, nada me garantizaba que aquella mujer no fuera también maléfica. Porque en México hay brujos muy peligrosos que pueden entrar subrepticiamente en el inconsciente de un paciente sensible y echarle un maleficio de efecto retardado. Vas a verlos, al principio no sientes nada raro, pero al cabo de tres o de seis meses, empiezas a agonizar… De modo que me protegí bien antes de visitar a Pachita. Porque no era una bruja cualquiera: en los días de consulta podía atraer fácilmente a tres mil visitantes. Te diré que a veces había incluso que evacuarla en helicóptero… Por lo tanto, convenía tomar precauciones…
¿Qué hizo usted? ¿Cómo se protege uno de la influencia de una bruja?
En cierta forma puede decirse que ése fue mi primer acto psicomágico. Al principio sentí que lo más urgente era borrar mi identidad. Ir a su encuentro con mi vieja identidad era exponerme a lo peor. Así pues, empecé por vestirme y calzarme con prendas nuevas. Era importante que aquellas prendas no las hubiera elegido yo, de modo que pedí a un amigo que me comprara toda la ropa variada que quisiera, para extremar la despersonalización y que el atuendo obtenido no reflejara el gusto de un individuo en particular. Calcetines, ropa interior, todo tenía que ser absolutamente nuevo. No me puse mi ropa nueva hasta el momento de salir hacia la casa de Pachita. Además, yo mismo me hice un documento de identidad falso: otro nombre, otra fecha de nacimiento, otra foto… Compré una chuleta de cerdo, la envolví en papel de plata y me la puse en el bolsillo a modo de recordatorio. Así, cada vez que metiera la mano en el bolsillo, el contacto insólito de la carne me recordaría que me hallaba ante una situación especial y que no debía dejarme atrapar de ninguna manera. Cuando llegué al piso en el que Pachita operaba ese día, me encontré en presencia de unas treinta personas, algunas de buena posición social. Debo decir que las circunstancias en las que iba a producirse mi encuentro con Pachita eran un verdadero privilegio, lejos de las multitudes que se agolpaban a su alrededor cuando operaba en un lugar público. Porque yo formaba parte de la intelectualidad. Aunque Pachita no iba al cine, sabía que yo era director y que había hecho una película de la que se había hablado mucho, El Topo. Me acerqué finalmente y vi a una viejecita enjuta y con una nube en un ojo. La frente abombada, la nariz ganchuda acababan de darle un aspecto de monstruo. Apenas atravesé el umbral, ella me taladró con la mirada y me llamó: «¡Muchacho, tú, muchacho!». Me pareció raro oír que me llamaran «muchacho» teniendo yo más de 40 años. «¿De qué tienes miedo?», dijo. «¡Acércate a esta pobre vieja!» Lentamente, fui hacia ella, estupefacto. Aquella mujer había encontrado la palabra justa para dirigirse a mí pues yo no había madurado aún. Aunque no era un niño, mi grado de madurez no era el que corresponde a un hombre de mi edad. Interiormente seguía siendo un adolescente.
«¿Qué quieres de mí? ¿Qué quieres de esta pobre vieja?», me preguntó. «Eres sanadora, ¿verdad?», le pregunté. «Me gustaría verte las manos.» Ante el estupor de todos, que se preguntaban por qué me concedía aquella preferencia, ella puso su mano en la mía. Y aquella mano de vieja tenía una suavidad, una pureza… ¡Parecía la de una niña de 15 años! No podía creer a mis sentidos. «¡Oh, tienes mano de muchacha, de muchacha bonita!» En ese momento, me invadió una sensación difícil de describir. Frente a esa anciana deforme, creía encontrarme ante la adolescente ideal que el hombre joven que aún habitaba dentro mí había buscado siempre. Ella tenía la mano levantada, con la palma hacia mí, y yo comprendía claramente que iba a recibir alguna cosa. Me sentía desorientado, no sabía qué hacer. Un murmullo se elevó de entre los asistentes: me decían que aceptara el don. Yo pensé rápidamente que el don de Pachita era de naturaleza inefable, pero yo quería hacer un gesto que denotara que aceptaba el regalo invisible. Así que hice ademán de tomar algo de su mano. Al acercarme vi que algo brillaba entre su anular y su dedo corazón. Tomé el objeto metálico, era un ojo dentro de un triángulo, precisamente el símbolo de El Topo… Empecé a hacer deducciones de aquella experiencia inaudita: «Esta mujer es una prestidigitadora extraordinaria. Al poner su mano sobre la mía yo no había notado que escondiera ningún objeto. El golpe estaría preparado de antemano, pero ¿cómo se las había ingeniado para hacer salir ese ojo de la nada? ¿Y cómo sabía ella que ése era el símbolo de mi película?». Entonces le pregunté si podía servirle de ayudante y ella aceptó inmediatamente. «Sí», me dijo, «hoy me leerás tú la poesía que me hará entrar en trance». Empecé a recitarle un poema consagrado a Cuauhtémoc, héroe mexicano divinizado. En ese instante, aquella vieja arrugada emitió un grito tremendo, como un rugido de león, y comenzó a hablar con voz de hombre: «¡Amigos, me alegro de estar entre vosotros! ¡Traedme al primer enfermo!». Empezaron a desfilar los pacientes, cada uno con un huevo en la mano. Después de frotarles con él todo el cuerpo, la bruja lo rompía y examinaba yema y clara, para descubrir el mal… Si no hallaba nada grave, recomendaba infusiones o, a veces, cosas más extrañas como lavativas de café con leche. También aconsejaba comer huevos de termita o aplicar cataplasmas de patata cocida y excrementos humanos. Cuando el problema le parecía grave, proponía una «operación quirúrgica». Yo fui testigo de estas intervenciones y vi cosas irrepetibles; comparadas con ellas, las operaciones de los curanderos filipinos parecen manipulaciones anodinas.
¿Por ejemplo?
Podría relatar cientos de operaciones, pues seguí ejerciendo de ayudante durante algún tiempo. Quería estar en primera fila, para estudiar lo que allí sucedía, y fui testigo de cosas increíbles. Por ejemplo el ambiente: casi siempre, Pachita operaba en su casa, una o dos veces por semana. El piso estaba impregnado de un olor pestilente, debido a que Pachita acogía a todos los animales enfermos del barrio, que vivían con ella temporalmente y hacían sus necesidades por todas partes. Era un suplicio esperarla oliendo caca de perro, de gato, de loro… A pesar de todo, en cuanto ella entraba en la sala para operar, el olor parecía esfumarse por efecto de su sola presencia. Sin duda, era su prestancia increíble, su porte de reina, lo que nos hacía olvidar aquellos vapores nauseabundos. Aquella viejecita tenía el aura de un gran lama reencarnado.
¿Qué cree que la hacía tan impresionante?
Muchas veces me he hecho esa misma pregunta. ¡Y es que Pachita impresionaba tanto a sus seguidores como a los incrédulos! Lo cierto es que disponía de una energía superior a la normal. Un día, la esposa del presidente de la República de México la invitó a una recepción que se daba en el patio del Palacio del Gobierno, en el que había numerosas jaulas con pájaros de distintas especies. Cuando Pachita llegó, aquellos pájaros que dormitaban hasta entonces despertaron y se pusieron a trinar como si saludaran al alba. Muchos testigos confirmaron el incidente. Pero ella no sólo utilizaba su carisma, sabía crear a su alrededor el ambiente adecuado para cautivar tanto al visitante como al enfermo. Su casa estaba en penumbra, unas gruesas cortinas impedían que se filtrara la luz, de modo que, al llegar de la calle, tenías la sensación de entrar en un mundo de tinieblas. Varios ayudantes, todos convencidos de la existencia real del Hermano, como llamaba Pachita al espíritu con el que al parecer contactaba y que, según ella, realizaba las curaciones, conducían al recién llegado por un itinerario que éste tenía que hacer a ciegas. Creo que aquellos ayudantes desempeñaban un papel clave en el desarrollo de las «operaciones».
¿Quiere decir que ayudaban a la bruja a hacer juegos de manos?
Es posible que Pachita fuera una genial prestidigitadora. En realidad, eso nunca se sabrá. Lo cierto es que los ayudantes, cualquiera que fuera el papel que desempeñaran, no eran cómplices de una superchería; todos tenían una fe enorme en la existencia del Hermano. A los ojos de aquellas buenas gentes, esto era lo que importaba. Pachita no era sino una excelente sanadora, un «canal», como diríamos hoy en día, un instrumento de Dios. Ellos respetaban a la anciana, pero cuando no estaba en trance no la veneraban. Para ellos, el ser desencarnado era más real que la persona de carne y hueso a través de la cual se manifestaba. Esta fe que envolvía a Pachita generaba una atmósfera mágica que contribuía a convencer al enfermo de sus posibilidades de sanarse.