Crimen y castigo

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Crimen y castigo
Название: Crimen y castigo
Дата добавления: 15 январь 2020
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Crimen y castigo - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.

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—¿Usted aquí? —exclamó.

—Sí —repuso Raskolnikof—. Han venido un médico y un sacerdote. No le ha faltado nada. No moleste demasiado a la pobre viuda: está enferma del pecho. Reconfórtela si le es posible... Usted tiene buenos sentimientos, no me cabe duda —y, al decir esto, le miraba irónicamente.

—Va usted manchado de sangre —dijo Nikodim Fomitch, al ver, a la luz del mechero de gas, varias manchas frescas en el chaleco de Raskolnikof.

—Sí, la sangre ha corrido sobre mí. Todo mi cuerpo está cubierto de sangre.

Dijo esto con un aire un tanto extraño. Después sonrió, saludó y empezó a bajar la escalera.

Iba lentamente, sin apresurarse, inconsciente de la fiebre que le abrasaba, poseído de una única e infinita sensación de nueva y potente vida que fluía por todo su ser. Aquella sensación sólo podía compararse con la que experimenta un condenado a muerte que recibe de pronto el indulto.

Al llegar a la mitad de la escalera fue alcanzado por el pope, que iba a entrar en su casa. Raskolnikof se apartó para dejarlo pasar. Cambiaron un saludo en silencio. Cuando llegaba a los últimos escalones, Raskolnikof oyó unos pasos apresurados a sus espaldas. Alguien trataba de darle alcance. Era Polenka. La niña corría tras él y le gritaba:

—¡Oiga, oiga!

Raskolnikof se volvió. Polenka siguió bajando y se detuvo cuando sólo la separaba de él un escalón. Un rayo de luz mortecina llegaba del patio. Raskolnikof observó la escuálida pero linda carita que le sonreía y le miraba con alegría infantil. Era evidente que cumplía encantada la comisión que le habían encomendado.

—Escuche: ¿cómo se llama usted...? ¡Ah!, ¿y dónde vive? —preguntó precipitadamente, con voz entrecortada.

Él apoyó sus manos en los hombros de la niña y la miró con una expresión de felicidad. Ni él mismo sabía por qué se sentía tan profundamente complacido al contemplar a Polenka así.

—¿Quién te ha enviado?

—Mi hermana Sonia —respondió la niña, sonriendo más alegremente aún que antes.

—Lo sabía, estaba seguro de que te había mandado Sonia.

—Y mamá también. Cuando mi hermana me estaba dando el recado, mamá se ha acercado y me ha dicho: «¡Corre, Polenka!

—¿Quieres mucho a Sonia?

—La quiero más que a nadie —repuso la niña con gran firmeza. Y su sonrisa cobró cierta gravedad.

—¿Y a mí? ¿Me querrás?

La niña, en vez de contestarle, acercó a él su carita, contrayendo y adelantando los labios para darle un beso. De súbito, aquellos bracitos delgados como cerillas rodearon el cuello de Raskolnikof fuertemente, muy fuertemente, y Polenka, apoyando su infantil cabecita en el hombro del joven, rompió a llorar, apretándose cada vez más contra él.

—¡Pobre papá! —exclamó poco después, alzando su rostro bañado en lágrimas, que secaba con sus manos—. No se ven más que desgracias —añadió inesperadamente, con ese aire especialmente grave que adoptan los niños cuando quieren hablar como las personas mayores.

—¿Os quería vuestro padre?

—A la que más quería era a Lidotchka —dijo Polenka con la misma gravedad y ya sin sonreír—, porque es la más pequeña y está siempre enferma. A ella le traía regalos y a nosotras nos enseñaba a leer, y también la gramática y el catecismo —añadió con cierta arrogancia—. Mamá no decía nada, pero nosotros sabíamos que esto le gustaba, y papá también lo sabía; y ahora mamá quiere que aprenda francés, porque dice que ya tengo edad para empezar a estudiar.

—¿Y las oraciones? ¿Las sabéis?

—¡Claro! Hace ya mucho tiempo. Yo, como soy ya mayor, rezo bajito y sola, y Kolia y Lidotchka rezan en voz alta con mamá. Primero dicen la oración a la Virgen, después otra: «Señor, perdona a nuestro otro papá y bendícelo.» Porque nuestro primer papá se murió, y éste era el segundo, y nosotros rezábamos también por el primero.

—Poletchka, yo me llamo Rodion. Nómbrame también alguna vez en tus oraciones... «Y también a tu siervo Rodion...» Basta con esto.

—Toda mi vida rezaré por usted —respondió calurosamente la niña.

Y de pronto se echó a reír, se arrojó sobre Raskolnikof y otra vez le rodeó el cuello con los brazos.

Raskolnikof le dio su nombre y su dirección y le prometió volver al día siguiente. La niña se separó de él entusiasmada. Ya eran más de las diez cuando el joven salió de la casa. Cinco minutos después se hallaba en el puente, en el lugar desde donde la mujer se había arrojado al agua.

«¡Basta! —se dijo en tono solemne y enérgico—. ¡Atrás los espejismos, los vanos terrores, los espectros...! La vida está conmigo... ¿Acaso no la he sentido hace un momento? Mi vida no ha terminado con la de la vieja. Que Dios la tenga en la gloria. ¡Ya era hora de que descansara! Hoy empieza el reinado de la razón, de la luz, de la voluntad, de la energía... Pronto se verá...»

Lanzó esta exclamación con arrogancia, como desafiando a algún poder oculto y maléfico.

«¡Y pensar que estaba dispuesto a contentarme con la plataforma rocosa rodeada de abismos!

»Estoy muy débil, pero me siento curado... Yo sabía que esto había de suceder, lo he sabido desde el momento en que he salido de casa... A propósito: el edificio Potchinkof está a dos pasos de aquí. Iré a casa de Rasumikhine. Habría ido aunque hubiese tenido que andar mucho más... Dejémosle ganar la apuesta y divertirse. ¿Qué importa eso...? ¡Ah!, hay que tener fuerzas, fuerzas... Sin fuerzas no puede uno hacer nada. Y estas fuerzas hay que conseguirlas por la fuerza. Esto es lo que ellos no saben.»

Pronunció estas últimas palabras con un gesto de resolución, pero arrastrando penosamente los pies. Su orgullo crecía por momentos. Un gran cambio en el modo de ver las cosas se estaba operando en el fondo de su ser. Pero ¿qué había ocurrido? Sólo un suceso extraordinario había podido producir en su alma, sin que él lo advirtiera, semejante cambio. Era como el náufrago que se aferra a la más endeble rama flotante. Estaba convencido de que podía vivir, de que «su vida no había terminado con la de la vieja». Era un juicio tal vez prematuro, pero él no se daba cuenta.

«Sin embargo —recordó de pronto—, he encargado que recen por el siervo Rodion. Es una medida de precaución muy atinada.»

Y se echó a reír ante semejante puerilidad. Estaba de un humor excelente.

Le fue fácil encontrar la habitación de Rasumikhine, pues el nuevo inquilino ya era conocido en la casa y el portero le indicó inmediatamente dónde estaba el departamento de su amigo. Aún no había llegado a la mitad de la escalera y ya oyó el bullicio de una reunión numerosa y animada. La puerta del piso estaba abierta y a oídos de Raskolnikof llegaron fuertes voces de gente que discutía. La habitación de Rasumikhine era espaciosa. En ella había unas quince personas. Raskolnikof se detuvo en el vestíbulo. Dos sirvientes de la patrona estaban muy atareados junto a dos grandes samovares rodeados de botellas, fuentes y platos llenos de entremeses y pastelillos procedentes de casa de la dueña del piso. Raskolnikof preguntó por Rasumikhine, que acudió al punto con gran alegría. Se veía inmediatamente que Rasumikhine había bebido sin tasa y, aunque de ordinario no había medio de embriagarle, era evidente que ahora estaba algo mareado.

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