Crimen y castigo

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Crimen y castigo
Название: Crimen y castigo
Дата добавления: 15 январь 2020
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Crimen y castigo - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.

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—Pero ¿qué dice usted? —exclamó la madre.

—¿De veras ha dicho eso el doctor? —preguntó Avdotia Romanovna, aterrada.

—Lo ha dicho, pero no es verdad. No, no lo es. Incluso le ha dado unos sellos; yo lo he visto. Cuando se los daba, ya debían de haber llegado ustedes... Por cierto que habría sido preferible que llegasen mañana... Hemos hecho bien en marcharnos... Dentro de una hora, como les he dicho, el mismo Zosimof irá a darles noticias... Y él no estará bebido, y yo tampoco lo estaré entonces... Pero ¿saben por qué he bebido tanto? Porque esos malditos me han obligado a discutir... ¡Y eso que me había jurado a mí mismo no tomar parte jamás en discusiones...! Pero ¡dicen unas cosas tan absurdas...! He estado a punto de pegarles. He dejado a mi tío en mi lugar para que los atienda... Aunque no lo crean ustedes, son partidarios de la impersonalidad. No hay que ser jamás uno mismo. Y a esto lo consideran el colmo del progreso. Si los disparates que dicen fueran al menos originales... Pero no...

—Óigame —dijo tímidamente Pulqueria Alejandrovna. Pero con esta interrupción no consiguió sino enardecer más todavía a Rasumikhine.

—No, no son originales —prosiguió el joven, levantando más aún la voz—. ¿Y qué creen ustedes: que yo les detesto porque dicen esos absurdos? Pues no: me gusta que se equivoquen. En esto radica la superioridad del hombre sobre los demás organismos. Así llega uno a la verdad. Yo soy un hombre, y lo soy precisamente porque me equivoco. Nadie llega a una verdad sin haberse equivocado catorce veces, o ciento catorce, y esto es, acaso, un honor para el género humano. Pero no sabemos ser originales ni siquiera para equivocarnos. Un error original acaso valga más que una verdad insignificante. La verdad siempre se encuentra; en cambio, la vida puede enterrarse para siempre. Tenemos abundantes ejemplos de ello. ¿Qué hacemos nosotros en la actualidad? Todos, todos sin excepción, nos hallamos, en lo que concierne a la ciencia, la cultura, el pensamiento, la invención, el ideal, los deseos, el liberalismo, la razón, la experiencia y todo lo demás, en una clase preparatoria del instituto, y nos contentamos con vivir con el espíritu ajeno... ¿Tengo razón o no la tengo? Díganme: ¿tengo razón?

Rasumikhine dijo esto a grandes voces, sacudiendo y apretando las manos de las dos mujeres.

—¿Qué sé yo, Dios mío? —exclamó la pobre Pulqueria Alejandrovna.

Y Avdotia Romanovna repuso gravemente:

—Ha dicho usted muchas verdades, pero yo no estoy de acuerdo con usted en todos los puntos.

Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, lanzó un grito de dolor provocado por un apretón de manos demasiado enérgico.

Rasumilchine exclamó, en el colmo del entusiasmo:

—¡Ha reconocido usted que tengo razón! Después de esto, no puedo menos de declarar que es usted un manantial de bondad, de buen juicio, de pureza y de perfección. Deme su mano, ¡démela...! Y usted deme también la suya. Quiero besarlas. Ahora mismo y de rodillas.

Y se arrodilló en medio de la acera, afortunadamente desierta a aquella hora.

—¡Basta, por favor! ¿Qué hace usted? —exclamó, alarmada, Pulqueria Alejandrovna.

—¡Levántese, levántese! —dijo Dunia, entre divertida e inquieta.

—Por nada del mundo me levantaré si no me dan ustedes la mano... Así. Esto es suficiente. Ahora ya puedo levantarme. Sigamos nuestro camino... Yo soy un pobre idiota indigno de ustedes, un miserable borracho. Pero inclinarse ante ustedes constituye un deber para todo hombre que no sea un bruto rematado. Por eso me he inclinado yo... Bueno, aquí tienen su casa. Después de ver esto, uno ha de pensar que Rodion ha hecho bien en poner a Piotr Petrovitch en la calle. ¿Cómo se habrá atrevido a traerlas a un sitio semejante? ¡Es bochornoso! Ustedes no saben la gentuza que vive aquí. Sin embargo, usted es su prometida. ¿Verdad que es su prometida? Pues bien, después de haber visto esto, yo me atrevo a decirle que su prometido es un granuja.

—Escuche, señor Rasumikhine —comenzó a decir Pulqueria Alejandrovna—. Se olvida usted...

—Sí, sí; tiene usted razón —se excusó el estudiante—; me he olvidado de algo que no debí olvidar, y estoy verdaderamente avergonzado. Pero usted no debe guardarme rencor porque haya hablado así, pues he sido franco. No crea que lo he dicho por... No, no; eso sería una vileza... Yo no lo he dicho para... No, no me atrevo a decirlo... Cuando ese hombre vino a ver a Rodia, comprendimos muy pronto que no era de los nuestros. Y no porque se había hecho rizar el pelo en la peluquería, ni porque alardeaba de sus buenas relaciones, sino porque es mezquino e interesado, porque es falso y avaro como un judío. ¿Creen ustedes que es inteligente? Pues se equivocan: es un necio de pies a cabeza. ¿Acaso es ése el marido que le conviene...? ¡Dios santo! Óiganme —dijo, deteniéndose de pronto, cuando subían la escalera—: en mi casa todos están borrachos, pero son personas de nobles sentimientos, y, a pesar de los absurdos que decimos (pues yo los digo también), llegaremos un día a la verdad, porque vamos por el buen camino. En cambio, Piotr Petrovitch..., en fin, su camino es diferente. Hace un momento he insultado a mis amigos, pero los aprecio. Los aprecio a todos, incluso a Zamiotof. No es que sienta por él un gran cariño, pero sí cierto afecto: es una criatura. Y también aprecio a esa mole de Zosimof, pues es honrado y conoce su oficio... En fin, basta de esta cuestión. El caso es que allí todo se dice y todo se perdona. ¿Estoy yo también perdonado aquí? ¿Sí? Pues adelante... Este pasillo lo conozco yo. He estado aquí otras veces. Allí, en el número tres, hubo un día un escándalo. ¿Dónde se alojan ustedes? ¿En el número ocho? Pues cierren bien la puerta y no abran a nadie... Volveré dentro de un cuarto de hora con noticias, y dentro de media hora con Zosimof. Bueno, me voy. Buenas noches.

—Dios mío, ¿adónde hemos venido a parar? —preguntó, ya en la habitación, Pulqueria Alejandrovna a su hija.

—Tranquilízate, mamá —repuso Dunia, quitándose el sombrero y la mantilla—. Dios nos ha enviado a este hombre, aunque lo haya sacado de una orgía. Se puede confiar en él, te lo aseguro. Además, ¡ha hecho ya tanto por mi hermano!

—¡Ay, Dunetchka! Sabe Dios si volverá. No sé cómo he podido dejar a Rodia... Nunca habría creído que lo encontraría en tal estado. Cualquiera diría que no se ha alegrado de vernos.

Las lágrimas llenaban sus ojos.

—Eso no, mamá. No has podido verlo bien, porque no hacías más que llorar. Lo que ocurre es que está agotado por una grave enfermedad. Eso explica su conducta.

—¡Esa enfermedad, Dios mío...! ¿Cómo terminará todo esto...? Y ¡en qué tono te ha hablado!

Al decir esto, la madre buscaba tímidamente la mirada de su hija, deseosa de leer en su pensamiento. Sin embargo, la tranquilizaba la idea de que Dunia defendía a su hermano, lo que demostraba que te había perdonado.

—Estoy segura de que mañana será otro —añadió para ver qué contestaba su hija.

—Pues a mí no me cabe duda —afirmó Dunia— de que mañana pensará lo mismo que hoy.

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