Crimen y castigo

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Crimen y castigo
Название: Crimen y castigo
Дата добавления: 15 январь 2020
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Crimen y castigo - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.

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—Es un vagabundo —opinó la mujer.

—¿Para qué discutir? —dijo el otro portero, un corpulento mujikque llevaba la blusa desabrochada y un manojo de llaves pendiente de la cintura—. ¡Hala, fuera de aquí...! Desde luego, es un vagabundo... ¿Has oído? ¡Largo!

Y cogiendo a Raskolnikof por un hombro, lo echó a la calle.

Raskolnikof se tambaleó, pero no llegó a caer. Cuando hubo recobrado el equilibrio, los miró a todos en silencio y continuó su camino.

—Es un bribón —dijo el empapelador.

—Hoy cualquiera se puede convertir en un bribón —dijo la mujer.

—Aunque no sea nada más que un granuja, debimos llevarlo a la comisaría.

—Lo mejor es no mezclarse en estas cosas —opinó el corpulento mujik—. Desde luego, es un granuja. Estos tipos le enredan a uno de modo que luego no sabe cómo salir.

«¿Voy o no voy?», se preguntó Raskolnikof deteniéndose en medio de una callejuela y mirando a un lado y a otro, como si esperase un consejo.

Pero ninguna voz turbó el profundo silencio que le rodeaba. La ciudad parecía tan muerta como las piedras que pisaba, pero muerta solamente para él, solamente para él...

De súbito, distinguió a lo lejos, a unos doscientos metros aproximadamente, al final de una calle, un grupo de gente que vociferaba. En medio de la multitud había un coche del que partía una luz mortecina.

«¿Qué será?»

Dobló a la derecha y se dirigió al grupo. Se aferraba al menor incidente que pudiera retrasar la ejecución de su propósito, y, al darse cuenta de ello, sonrió. Su decisión era irrevocable: transcurridos unos momentos, todo aquello habría terminado para él.

VII

En medio de la calle había una elegante calesa con un tronco de dos vivos caballos grises de pura sangre. El carruaje estaba vacío. Incluso el cochero había dejado el pescante y estaba en pie junto al coche, sujetando a los caballos por el freno. Una nutrida multitud se apiñaba alrededor del vehículo, contenida por agentes de la policía. Uno de éstos tenía en la mano una linterna encendida y dirigía la luz hacia abajo para iluminar algo que había en el suelo, ante las ruedas. Todos hablaban a la vez. Se oían suspiros y fuertes voces. El cochero, aturdido, no cesaba de repetir:

—¡Qué desgracia, Señor, qué desgracia!

Raskolnikof se abrió paso entre la gente, y entonces pudo ver lo que provocaba tanto alboroto y curiosidad. En la calzada yacía un hombre ensangrentado y sin conocimiento. Acababa de ser arrollado por los caballos. Aunque iba miserablemente vestido, llevaba ropas de burgués. La sangre fluía de su cabeza y de su rostro, que estaba hinchado y lleno de morados y heridas. Evidentemente, el accidente era grave.

—¡Señor! —se lamentaba el cochero—. ¡Bien sabe Dios que no he podido evitarlo! Si hubiese ido demasiado de prisa..., si no hubiese gritado... Pero iba poco a poco, a una marcha regular: todo el mundo lo ha visto. Y es que un hombre borracho no ve nada: esto lo sabemos todos. Lo veo cruzar la calle vacilando. Parece que va a caer. Le grito una vez, dos veces, tres veces. Después retengo los caballos, y él viene a caer precisamente bajo las herraduras. ¿Lo ha hecho expresamente o estaba borracho de verdad? Los caballos son jóvenes, espantadizos, y han echado a correr. Él ha empezado a gritar, y ellos se han lanzado a una carrera aún más desenfrenada. Así ha ocurrido la desgracia.

—Es verdad que el cochero ha gritado más de una vez y muy fuerte —dijo una voz.

—Tres veces exactamente —dijo otro—. Todo el mundo le ha oído.

Por otra parte, el cochero no parecía muy preocupado por las consecuencias del accidente. El elegante coche pertenecía sin duda a un señor importante y rico que debía de estar esperándolo en alguna parte. Esta circunstancia había provocado la solicitud de los agentes. Era preciso conducir al herido al hospital, pero nadie sabía su nombre.

Raskolnikof consiguió situarse en primer término. Se inclinó hacia delante y su rostro se iluminó súbitamente: había reconocido a la víctima.

-¡Yo lo conozco! ¡Yo lo conozco! -exclamó, abriéndose paso a codazos entre los que estaban delante de él-. Es un antiguo funcionario: el consejero titular Marmeladof. Vive cerca de aquí, en el edificio Kozel. ¡Llamen enseguida a un médico! Yo lo pago. ¡Miren!

Sacó dinero del bolsillo y lo mostró a un agente. Era presa de una agitación extraordinaria.

Los agentes se alegraron de conocer la identidad de la víctima. Raskolnikof dio su nombre y su dirección e insistió con vehemencia en que transportaran al herido a su domicilio. No habría mostrado más interés si el atropellado hubiera sido su padre.

—El edificio Kozel —dijo— está aquí mismo, tres casas más abajo. Kozel es un acaudalado alemán. Sin duda estaba bebido y trataba de llegar a su casa. Es un alcohólico... Tiene familia: mujer, hijos... Llevarlo al hospital sería una complicación. En el edificio Kozel debe de haber algún médico. ¡Yo lo pagaré! ¡Yo lo pagaré! En su casa le cuidarán. Si le llevan al hospital, morirá por el camino.

Incluso deslizó con disimulo unas monedas en la mano de uno de los agentes. Por otra parte, lo que él pedía era muy explicable y completamente legal. Había que proceder rápidamente. Se levantó al herido y almas caritativas se ofrecieron para transportarlo. El edificio Kozel estaba a unos treinta pasos del lugar donde se había producido el accidente. Raskolnikof cerraba la marcha e indicaba el camino, mientras sostenía la cabeza del herido con grandes precauciones.

—¡Por aquí! ¡Por aquí! Hay que llevar mucho cuidado cuando subamos la escalera. Hemos de procurar que su cabeza se mantenga siempre alta. Viren un poco... ¡Eso es...! ¡Yo pagaré...! No soy un ingrato...

En esos momentos, Catalina Ivanovna se entregaba a su costumbre, como siempre que disponía de un momento libre, de ir y venir por su reducida habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho, tosiendo y hablando en voz alta.

Desde hacía algún tiempo, le gustaba cada vez más hablar con su hija mayor, Polenka, niña de diez años que, aunque incapaz de comprender muchas cosas, se daba perfecta cuenta de que su madre tenía gran necesidad de expansionarse. Por eso fijaba en ella sus grandes e inteligentes ojos y se esforzaba por aparentar que todo lo comprendía. En aquel momento, la niña se dedicaba a desnudar a su hermanito, que había estado malucho todo el día, para acostarlo. El niño estaba sentado en una silla, muy serio, esperando que le quitaran la camisa para lavarla durante la noche. Silencioso e inmóvil, había juntado y estirado sus piernecitas y, con los pies levantados, exhibiendo los talones, escuchaba lo que decían su madre y su hermana. Tenía los labios proyectados hacia fuera y los ojos muy abiertos. Su gesto de atención e inmovilidad era el propio de un niño bueno cuando se le está desnudando para acostarlo. Una niña menor que él, vestida con auténticos andrajos, esperaba su turno de pie junto al biombo. La puerta que daba a la escalera estaba abierta para dejar salir el humo de tabaco que llegaba de las habitaciones vecinas y que a cada momento provocaba en la pobre tísica largos y penosos accesos de tos. Catalina Ivanovna parecía haber adelgazado sólo en unos días, y las siniestras manchas rojas de sus mejillas parecían arder con un fuego más vivo.

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