Crimen y castigo
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La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.
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Ya estaban cerca de la puerta, cuando, de súbito, oyeron voces en la habitación.
—Pero ¿qué pasa? —exclamó Rasumikhine.
Raskolnikof cogió el picaporte y abrió la puerta de par en par. Y cuando hubo abierto, se quedó petrificado. Su madre y su hermana estaban sentadas en el diván. Le esperaban desde hacía hora y media. ¿Cómo se explicaba que Raskolnikof no hubiera pensado ni remotamente que podía encontrarse con ellas, siendo así que aquel mismo día le habían anunciado dos veces su inminente llegada a Petersburgo?
Durante la hora y media de espera, las dos mujeres no habían cesado de hacer preguntas a Nastasia, que estaba aún ante ellas y las había informado de todo cuanto sabía acerca de Raskolnikof. Estaban aterradas desde que la sirvienta les había dicho que el huésped había salido de casa enfermo y seguramente bajo los efectos del delirio.
—Señor..., ¿qué será de él?
Y lloraban las dos. Habían sufrido lo indecible durante la larga espera.
Un grito de alegría acogió a Raskolnikof. Las dos mujeres se arrojaron sobre él. Pero él permanecía inmóvil, petrificado, como si repentinamente le hubieran arrancado la vida. Un pensamiento súbito, insoportable, lo había fulminado. Raskolnikof no podía levantar los brazos para estrecharlas entre ellos. No podía, le era materialmente imposible.
Su madre y su hermana, en cambio, no cesaban de abrazarlo, de estrujarlo, de llorar, de reír... Él dio un paso, vaciló y rodó por el suelo, desvanecido.
Gran alarma, gritos de horror, gemidos. Rasumikhine, que se había quedado en el umbral, entró presuroso en la habitación, levantó al enfermo con sus atléticos brazos y, en un abrir y cerrar de ojos, lo depositó en el diván.
—¡No es nada, no es nada! —gritaba a la hermana y a la madre—. Un simple mareo. El médico acaba de decir que está muy mejorado y que se curará por completo... Traigan un poco de agua... Miren, ya recobra el conocimiento.
Atenazó la mano de Dunetchka tan vigorosamente como si pretendiera triturársela y obligó a la joven a inclinarse para comprobar que, efectivamente, su hermano volvía en sí.
Tanto la hermana como la madre miraban a Rasumikhine con tierna gratitud, como si tuviesen ante sí a la misma Providencia. Sabían por Nastasia lo que había sido para Rodia, durante toda la enfermedad, aquel «avispado joven», como Pulqueria Alejandrovna Raskolnikof le llamó aquella misma noche en una conversación íntima que sostuvo con su hija Dunia.
TERCERA PARTE
.
I
Raskolnikof se levantó y quedó sentado en el diván. Con un leve gesto indicó a Rasumikhine que suspendiera el torrente de su elocuencia desordenada y las frases de consuelo que dirigía a su hermana y a su madre. Después, cogiendo a las dos mujeres de la mano, las observó en silencio, alternativamente, por espacio de dos minutos cuando menos. Esta mirada inquietó profundamente a la madre: había en ella una sensibilidad tan fuerte, que resultaba dolorosa. Pero, al mismo tiempo, había en aquellos ojos una fijeza de insensatez. Pulqueria Alejandrovna se echó a llorar. Avdotia Romanovna estaba pálida y su mano temblaba en la de Rodia.
—Volved a vuestro alojamiento... con él —dijo Raskolnikof con voz entrecortada y señalando a Rasumikhine—. Ya hablaremos mañana. ¿Hace mucho que habéis llegado?
—Esta tarde, Rodia —repuso Pulqueria Alejandrovna—. El tren se ha retrasado. Pero oye, Rodia: no te dejaré por nada del mundo; pasaré la noche aquí, cerca de...
—¡No me atormentéis! —la interrumpió el enfermo, irritado.
—Yo me quedaré con él —dijo al punto Rasumikhine—, y no te dejaré solo ni un segundo. Que se vayan al diablo mis invitados. No me importa que les sepa mal. Allí estará mi tío para atenderlos.
—¿Cómo podré agradecérselo? —empezó a decir Pulqueria Alejandrovna estrechando las manos de Rasumikhine.
Pero su hijo la interrumpió:
—¡Basta, basta! No me martiricéis. No puedo más.
—Vámonos, mamá. Salgamos aunque sólo sea un momento —murmuró Dunia, asustada—. No cabe duda de que nuestra presencia te mortifica.
—¡Que no pueda quedarme a su lado después de tres años de separación! —gimió Pulqueria Alejandrovna, bañada en lágrimas.
—Esperad un momento —dijo Raskolnikof—. Como me interrumpís, pierdo el hilo de mis ideas. ¿Habéis visto a Lujine?
—No, Rodia; pero ya sabe que hemos llegado. Ya nos hemos enterado de que Piotr Petrovitch ha tenido la atención de venir a verte hoy —dijo con cierta cortedad Pulqueria Alejandrovna.
—Sí, ha sido muy amable... Oye, Dunia, he dicho a ese hombre que lo iba a tirar por la escalera y lo he mandado al diablo.
—¡Oh Rodia! ¿Por qué has hecho eso? Seguramente tú... No creerás que... —balbuceó Pulqueria Alejandrovna, aterrada.
Pero una mirada dirigida a Dunia le hizo comprender que no debía continuar. Avdotia Romanovna miraba fijamente a su hermano y esperaba sus explicaciones. Las dos mujeres estaban enteradas del incidente por Nastasia, que lo había contado a su modo, y se hallaban sumidas en una amarga perplejidad.
—Dunia —dijo Raskolnikof, haciendo un gran esfuerzo—, no quiero que se lleve a cabo ese matrimonio. Debes romper mañana mismo con Lujine y que no vuelva a hablarse de él.
—¡Dios mío! —exclamó Pulqueria Alejandrovna.
—Piensa lo que dices, Rodia; =replicó Avdotia Romanovna, con una cólera que consiguió ahogar en seguida—. Sin duda, tu estado no lo permite... Estás fatigado —terminó con acento cariñoso.
—¿Crees que deliro? No: tú te quieres casar con Lujine por mí. Y yo no acepto tu sacrificio. Por lo tanto, escríbele una carta diciéndole que rompes con él. Dámela a leer mañana, y asunto concluido.
—Yo no puedo hacer eso —replicó la joven, ofendida—. ¿Con qué derecho...?
—Tú también pierdes la calma, Dunetchka —dijo la madre, aterrada y tratando de hacer callar a su hija—. Mañana hablaremos. Ahora lo que debemos hacer es marcharnos.
—No estaba en su juicio —exclamó Rasumikhine con una voz que denunciaba su embriaguez—. De lo contrario, no se habría atrevido a hacer una cosa así. Mañana habrá recobrado la razón. Pero hoy lo ha echado de aquí. El otro, como es natural, se ha indignado... Estaba aquí discurseando y exhibiendo su sabiduría y se ha marchado con el rabo entre piernas.
—O sea ¿que es verdad? —dijo Dunia, afligida—. Vamos, mamá... Buenas noches, Rodia.
—No olvides lo que te he dicho, Dunia —dijo Raskolnikof reuniendo sus últimas fuerzas—. Yo no deliro. Ese matrimonio es una villanía. Yo puedo ser un infame, pero tú no debes serlo. Basta con que haya uno. Pero, por infame que yo sea, renegaría de ti. O Lujine o yo... Ya os podéis marchar.