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Crimen y castigo

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Crimen y castigo
Название: Crimen y castigo
Дата добавления: 15 январь 2020
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Crimen y castigo - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.

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—Soy Piotr Petrovitch Lujine. Tengo motivos para creer que mi nombre no le será enteramente desconocido.

Pero Raskolnikof, que esperaba otra cosa, se limitó a mirar a su interlocutor con gesto pensativo y estúpido, sin contestarle y como si aquélla fuera la primera vez que oía semejante nombre.

—¿Es posible que todavía no le hayan hablado de mí? —exclamó Piotr Petrovitch, un tanto desconcertado.

Por toda respuesta, Raskolnikof se dejó caer poco a poco sobre la almohada. Enlazó sus manos debajo de la nuca y fijó su mirada en el techo. Lujine dio ciertas muestras de inquietud. Zosimof y Rasumikhine le observaban con una curiosidad creciente que acabó de desconcertarle.

—Yo creía..., yo suponía...—balbuceó— que una carta que se cursó hace diez días, tal vez quince...

—Pero oiga, ¿por qué se queda en la puerta? —le interrumpió Rasumikhine—. Si tiene usted algo que decir, entre y siéntese. Nastasia y usted no caben en el umbral. Nastasiuchka, apártate y deja pasar al señor. Entre; aquí tiene una silla; pase por aquí.

Echó atrás su silla de modo que entre sus rodillas y la mesa quedó un estrecho pasillo, y, en una postura bastante incómoda, esperó a que pasara el visitante. Lujine comprendió que no podía rehusar y llegó, no sin dificultad, al asiento que se le ofrecía. Cuando estuvo sentado, fijó en Rasumikhine una mirada llena de inquietud.

—No esté usted violento —dijo éste levantando la voz—. Hace cinco días que Rodia está enfermo. Durante tres ha estado delirando. Hoy ha recobrado el conocimiento y ha comido con apetito. Aquí tiene usted a su médico, que lo acaba de reconocer. Yo soy un camarada suyo, un ex estudiante como él, y ahora hago el papel de enfermero. Por lo tanto, no haga caso de nosotros: siga usted conversando con él como si no estuviéramos.

—Muy agradecido, pero ¿no le parece a usted —se dirigía a Zosimof— que mi conversación y mi presencia pueden fatigar al enfermo?

—No, —repuso Zosimof—. Por el contrario, su charla le distraerá.

Y volvió a lanzar un bostezo.

—¡Oh! Hace ya bastante tiempo que ha vuelto en sí: esta mañana —dijo Rasumikhine, cuya familiaridad respiraba tanta franqueza y simpatía, que Piotr Petrovitch empezó a sentirse menos cohibido. Además, hay que tener presente que el impertinente y desharrapado joven se había presentado como estudiante.

—Su madre... —comenzó a decir Lujine.

Rasumikhine lanzó un ruidoso gruñido. Lujine le miró con gesto interrogante.

—No, no es nada. Continúe.

—Su madre empezó a escribirle antes de que yo me pusiera en camino. Ya en Petersburgo, he retrasado adrede unos cuantos días mi visita para asegurarme de que usted estaría al corriente de todo. Y ahora veo, con la natural sorpresa...

—Ya estoy enterado, ya estoy enterado —replicó de súbito Raskolnikof, cuyo semblante expresaba viva irritación—. Es usted el novio, ¿verdad? Bien, pues ya ve que lo sé.

Piotr Petrovitch se sintió profundamente herido por la aspereza de Raskolnikof, pero no lo dejó entrever. Se preguntaba a qué obedecía aquella actitud. Hubo una pausa que duró no menos de un minuto. Raskolnikof, que para contestarle se había vuelto ligeramente hacia él, empezó de súbito a examinarlo fijamente, con cierta curiosidad, como si no hubiese tenido todavía tiempo de verle o como si de pronto hubiese descubierto en él algo que le llamara la atención. Incluso se incorporó en el diván para poder observarlo mejor.

Sin duda, el aspecto de Piotr Petrovitch tenía un algo que justificaba el calificativo de novio que acababa de aplicársele tan gentilmente. Desde luego, se veía claramente, e incluso demasiado, que Piotr Petrovitch había aprovechado los días que llevaba en la capital para embellecerse, en previsión de la llegada de su novia, cosa tan inocente como natural. La satisfacción, acaso algo excesiva, que experimentaba ante su feliz transformación podía perdonársele en atención a las circunstancias. El traje del señor Lujine acababa de salir de la sastrería. Su elegancia era perfecta, y sólo en un punto permitía la crítica: el de ser demasiado nuevo. Todo en su indumentaria se ajustaba al plan establecido, desde el elegante y flamante sombrero, al que él prodigaba toda suerte de cuidados y tenía entre sus manos con mil precauciones, hasta los maravillosos guantes de color lila, que no llevaba puestos, sino que se contentaba con tenerlos en la mano. En su vestimenta predominaban los tonos suaves y claros. Llevaba una ligera y coquetona americana habanera, pantalones claros, un chaleco del mismo color, una fina camisa recién salida de la tienda y una encantadora y pequeña corbata de batista con listas de color de rosa. Lo más asombroso era que esta elegancia le sentaba perfectamente. Su fisonomía, fresca e incluso hermosa, no representaba los cuarenta y cinco años que ya habían pasado por ella. La encuadraban dos negras patillas que se extendían elegantemente a ambos lados del mentón, rasurado cuidadosamente y de una blancura deslumbrante. Su cabello se mantenía casi enteramente libre de canas, y un hábil peluquero había conseguido rizarlo sin darle, como suele ocurrir en estos casos, el ridículo aspecto de una cabeza de marido alemán. Lo que pudiera haber de desagradable y antipático en aquella fisonomía grave y hermosa no estaba en el exterior.

Después de haber examinado a Lujine con impertinencia, Raskolnikof sonrió amargamente, dejó caer la cabeza sobre la almohada y continuó contemplando el techo.

Pero el señor Lujine parecía haber decidido tener paciencia y fingía no advertir las rarezas de Raskolnikof.

—Lamento profundamente encontrarle en este estado —dijo para reanudar la conversación—. Si lo hubiese sabido, habría venido antes a verle. Pero usted no puede imaginarse las cosas que tengo que hacer. Además, he de intervenir en un debate importante del Senado. Y no hablemos de esas ocupaciones cuya índole puede usted deducir: espero a su familia, es decir, a su madre y a su hermana, de un momento a otro.

Raskolnikof hizo un movimiento y pareció que iba a decir algo. Su semblante dejó entrever cierta agitación. Piotr Petrovitch se detuvo y esperó un momento, pero, viendo que Raskolnikof no desplegaba los labios, continuó:

—Sí, las espero de un momento a otro. Ya les he encontrado un alojamiento provisional.

—¿Dónde? —preguntó Raskolnikof con voz débil.

—Cerca de aquí, en el edificio Bakaleev.

—Eso está en el bulevar Vosnesensky —interrumpió Rasumikhine—. El comerciante Iuchine alquila dos pisos amueblados. Yo he ido a verlos.

—Sí, son departamentos amueblados...

—Aquello es un verdadero infierno, sucio, pestilente y, además, un lugar nada recomendable. Allí han ocurrido las cosas más viles. Sólo el diablo sabe qué vecindario es aquél. Yo mismo fui allí atraído por un asunto escandaloso. Por lo demás, los departamentos se alquilan a buen precio.

—Como es natural, yo no pude procurarme todos esos informes, pues acababa de llegar a Petersburgo —dijo Piotr Petrovitch, un tanto molesto—; pero, sea como fuere, las dos habitaciones que he alquilado son muy limpias. Además, hay que tener en cuenta que todo esto es provisional... Yo tengo ya contratado nuestro definitivo..., mejor dicho, nuestro futuro hogar —añadió volviéndose hacia Raskolnikof—. Sólo falta arreglarlo, y ya lo estoy haciendo. Yo mismo tengo ahora una habitación amueblada bastante reducida. Está a dos pasos de aquí, en casa de la señora de Lipevechsel. Vivo con un joven que es amigo mío: Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Él es precisamente el que me ha indicado la casa Bakaleev.

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