Crimen y castigo

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Crimen y castigo
Название: Crimen y castigo
Дата добавления: 15 январь 2020
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Crimen y castigo - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.

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—¿Lebeziatnikof? —preguntó Raskolnikof, pensativo, como si este nombre le hubiese recordado algo.

—Sí, Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Está empleado en un ministerio. ¿Le conoce usted?

—No..., no —repuso Raskolnikof.

—Perdone, pero su exclamación me ha hecho suponer que lo conocía. Fui tutor suyo hace ya tiempo. Es un joven simpatiquísimo, que está al corriente de todas las ideas. A mí me gusta tratar con gente joven. Así se entera uno de las novedades que corren por el mundo.

Piotr Petrovitch miró a sus oyentes con la esperanza de percibir en sus semblantes un signo de aprobación.

—¿A qué clase de novedades se refiere? —preguntó Rasumikhine.

—Alas de tipo más serio, es decir, más fundamental —repuso Piotr Petrovitch, al que el tema parecía encantar—. Hacía ya diez años que no había venido a Petersburgo. Todas las reformas sociales, todas las nuevas ideas han llegado a provincias, pero para darse exacta cuenta de estas cosas, para verlo todo, hay que estar en Petersburgo. Yo creo que el mejor modo de informarse de estas cuestiones es observar a las generaciones jóvenes... Y créame que estoy encantado.

—¿De qué?

—Es algo muy complejo. Puedo equivocarme, pero creo haber observado una visión más clara, un espíritu más crítico, por decirlo así, una actividad más razonada.

—Es verdad —dijo Zosimof entre dientes.

—No digas tonterías —replicó Rasumikhine—. El sentido de los negocios no nos llueve del cielo, sino que sólo lo podemos adquirir mediante un difícil aprendizaje. Y nosotros hace ya doscientos años que hemos perdido el hábito de la actividad... De las ideas —continuó, dirigiéndose a Piotr Petrovitch— puede decirse que flotan aquí y allá. Tenemos cierto amor al bien, aunque este amor sea, confesémoslo, un tanto infantil. También existe la honradez, aunque desde hace algún tiempo estemos plagados de bandidos. Pero actividad, ninguna en absoluto.

—No estoy de acuerdo con usted —dijo Lujine, visiblemente encantado—. Cierto que algunos se entusiasman y cometen errores, pero debemos ser indulgentes con ellos. Esos arrebatos y esas faltas demuestran el ardor con que se lanzan al empeño, y también las dificultades, puramente materiales, verdad es, con que tropiezan. Los resultados son modestos, pero no debemos olvidar que los esfuerzos han empezado hace poco. Y no hablemos de los medios que han podido utilizar. A mi juicio, no obstante, se han obtenido ya ciertos resultados. Se han difundido ideas nuevas que son excelentes; obras desconocidas aún, pero de gran utilidad, sustituyen a las antiguas producciones de tipo romántico y sentimental. La literatura cobra un carácter de madurez. Prejuicios verdaderamente perjudiciales han caído en el ridículo, han muerto... En una palabra, hemos roto definitivamente con el pasado, y esto, a mi juicio, constituye un éxito.

—Ha dado suelta a la lengua sólo para lucirse —gruñó inesperadamente Raskolnikof.

—¿Cómo? —preguntó Lujine, que no había entendido.

Pero Raskolnikof no le contestó.

—Todo eso es exacto —se apresuró a decir Zosimof.

—¿Verdad? —exclamó Piotr Petrovitch dirigiendo al doctor una mirada amable. Después se volvió hacia Rasumikhine con un gesto de triunfo y superioridad (sólo faltaba que le llamase «joven») y le dijo—: Convenga usted que todo se ha perfeccionado, o, si se prefiere llamarlo así, que todo ha progresado, por lo menos en los terrenos de las ciencias y la economía.

—Eso es un lugar común.

—No, no es un lugar común. Le voy a poner un ejemplo. Hasta ahora se nos ha dicho: «Ama a tu prójimo.» Pues bien, si pongo este precepto en práctica, ¿qué resultará? —Piotr Petrovitch hablaba precipitadamente—. Pues resultará que dividiré mi capa en dos mitades, daré una mitad a mi prójimo y los dos nos quedaremos medio desnudos. Un proverbio ruso dice que el que persigue varias liebres a la vez no caza ninguna. La ciencia me ordena amar a mi propia persona más que a nada en el mundo, ya que aquí abajo todo descansa en el interés personal. Si te amas a ti mismo, harás buenos negocios y conservarás tu capa entera. La economía política añade que cuanto más se elevan las fortunas privadas en una sociedad o, dicho en otros términos, más capas enteras se ven, más sólida es su base y mejor su organización. Por lo tanto, trabajando para mí solo, trabajo, en realidad, para todo el mundo, pues contribuyo a que mi prójimo reciba algo más que la mitad de mi capa, y no por un acto de generosidad individual y privada, sino a consecuencia del progreso general. La idea no puede ser más sencilla. No creo que haga falta mucha inteligencia para comprenderla. Sin embargo, ha necesitado mucho tiempo para abrirse camino entre los sueños y las quimeras que la ahogaban.

—Perdóneme —le interrumpió Rasumikhine—. Yo pertenezco a la categoría de los imbéciles. Dejemos ese asunto. Mi intención al dirigirle la palabra no era despertar su locuacidad. Tengo los oídos tan llenos de toda esa palabrería que no ceso de escuchar desde hace tres años, de todas esas trivialidades, de todos esos lugares comunes, que me sonroja no sólo hablar de ello, sino también que se hable delante de mí. Usted se ha apresurado a alardear ante nosotros de sus teorías, y no se lo censuro. Yo sólo deseaba saber quién es usted, pues en estos últimos tiempos se han introducido en los negocios públicos tantos intrigantes, y esos desaprensivos han ensuciado de tal modo cuanto ha pasado por sus manos, que han formado a su alrededor un verdadero lodazal. Y no hablemos más de este asunto.

—Caballero —exclamó Lujine, herido en lo más vivo y adoptando una actitud llena de dignidad—, ¿quiere usted decir con eso que también yo...?

—¡De ningún modo! ¿Cómo podría yo permitirme...? En fin, basta ya...

Y después de cortar así el diálogo, Rasumikhine se apresuró a reanudar con Zosimof la conversación que había interrumpido la entrada de Piotr Petrovitch.

Éste tuvo el buen sentido de aceptar la explicación del estudiante, y adoptó la firme resolución de marcharse al cabo de dos minutos.

—Ya hemos trabado conocimiento —dijo a Raskolnikof—. Espero que, una vez esté curado, nuestras relaciones serán más íntimas, debido a las circunstancias que ya conoce usted. Le deseo un rápido restablecimiento.

Raskolnikof ni siquiera dio muestras de haberle oído, y Piotr Petrovitch se puso en pie.

—Seguramente —dijo Zosimof a Rasumikhine—, el asesino es uno de sus deudores.

—Seguramente —repitió Rasumikhine—. Porfirio no revela a nadie sus pensamientos pero sólo interroga a los que tenían algo empeñado en casa de la vieja.

—¿Los interroga? —exclamó Raskolnikof.

—Sí, ¿por qué?

—No, por nada.

—Pero ¿cómo sabe quiénes son? —preguntó Zosimof.

—Koch ha indicado algunos. Los nombres de otros figuraban en los papeles que envolvían los objetos, y otros, en fin, se han presentado espontáneamente al enterarse de lo ocurrido.

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