El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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—¡No se puede ser más cortés! Pues entérese de que Gania se ha transformado y me ama más que a su vida. Sólo para probármelo, se quemó la mano ante mis propios ojos.

—¿Se quemó la mano?

—Sí, la mano. Si no lo cree, me tiene sin cuidado. El príncipe reflexionó antes de contestar. Aglaya no bromeaba y parecía enfurecida.

—Si ello sucedió aquí, Gabriel Ardalionovich debió de traer una bujía. Si no, no veo como...

—Sí; la trajo. ¿Qué hay de inverosímil en ello?

—¿Una bujía entera, o un cabo en un candelero?

—Sí... no... La mitad de una bujía... un cabo. Una bujía entera... Pero ¿qué más da? Y, si quiere saberlo, le diré que también trajo cerillas. Encendió la vela y pasó media hora con el dedo expuesto a la llama. ¿Acaso es un imposible?

—Le he visto ayer y no tenía quemaduras en las manos.

Aglaya rompió a reír.

—¿Sabe por qué acabo de contar esa mentira? —dijo con ingenuidad infantil, mientras una mal reprimida hilaridad hacía temblar sus labios aún—, pues porque, cuando se inventa una historia, si se desliza en ella adrede un detalle extraordinario, extravagante, inaudito, la mentira parece más verosímil. Siempre lo he notado. Pero el procedimiento ha sido un fracaso, porque no he sabido...

Recordó, y su alegría se extinguió en un momento.

—Si el otro día le recité el poema del «hidalgo pobre» —continuó, mirando a Michkin, seria y casi sombría— fue, sin duda, para elogiar a usted en cierto sentido; pero también para criticar su conducta y demostrarle que yo estaba al corriente de todo.

—Es usted muy injusta conmigo y con la desgraciada a quien antes ha calificado tan duramente, Aglaya Ivanovna.

—Me he expresado así porque lo sé todo. Sé que hace seis meses usted, públicamente, le ofreció su mano. No me interrumpa: cito hechos, sin comentarios. Luego ella se fue con Rogochin; después vivió usted con ella no sé si en una ciudad o en el campo, y más tarde ella se fue con otro —y el rostro de Aglaya se cubrió de rubor—. Más adelante, esa mujer ha vuelto con Rogochin, que la ama como... como un loco. Finalmente usted, que es un hombre no menos sensato, se apresuró a venir aquí cuando supo que ella había regresado a San Petersburgo. Ayer por la tarde salió usted en defensa de esa mujer y hace un momento estaba soñando con ella. Ya ve que lo sé todo. ¿Verdad que ha sido por ella por lo que ha venido usted a Pavlovsk?

Michkin, hundido en una melancólica meditación, fijaba los ojos en tierra, sin reparar en la penetrante mirada que la joven clavaba en él.

—Sí, por ella —repuso en voz baja—; pero sólo para saber... No creo que sea dichosa con Rogochin, aunque... En fin, no sabía cómo podría serle útil; pero vine, de todos modos...

Y con un estremecimiento miró a Aglaya, que le había escuchado con reconcentrada ira.

—Si ha vuelto sin saber por qué, es que la ama mucho —dijo ella.

—No —contestó Michkin—, no la amo. ¡Si supiese usted los crueles recuerdos que guardo de la época que pasé a su lado!

Temblaba de pies a cabeza al hablar.

—Cuéntemelo todo —ordenó Aglaya.

—No hay nada que no pueda usted oír. ¿Por qué quería contárselo a usted, y precisamente a usted sola? No lo sé; acaso porque, en efecto, la amo a usted mucho. Esa desgraciada tiene la convicción de que es la persona más degenerada y vil de la Tierra. No la vilipendie usted, no la escarnezca... ¡Harto torturada está por la sensación de su deshonra inmerecida! ¿Y de qué es culpable, Dios mío? Constantemente grita con rabia que es una víctima de los hombres, que no tiene ninguna falta de qué acusarse, que toda la culpa ha sido de un malvado libertino. Pero, por mucho que lo diga, tenga la certeza de que no lo cree. No: en el fondo de su alma se juzga culpable. Cuando yo trataba de disipar su error, se ponía en un estado tal, me ofendía de tal modo, que nunca se cicatrizarán las heridas que entonces recibió mi corazón. Siempre conservaré el recuerdo de esos horribles instantes. Desde entonces, tengo traspasado el corazón. ¿Y sabe usted por qué huyó de mi lado? Sólo para probarme que era una miserable. Pero lo más terrible de todo es que ella lo ignoraba y no sabía que su fuga tenía el móvil íntimo de cometer una acción deshonrosa para poder decirse luego: «Te has deshonrado una vez más. Eres una mujer infame.» Acaso no comprenda usted esto, Aglaya. No sabe usted que en esa conciencia de su deshonra, que la atormenta sin cesar, tal vez experimente ella un placer abominable, anómalo, algo como la satisfacción de un rencor implacable. A veces he conseguido hacerle ver las cosas, por un momento, tal como son, pero inmediatamente volvía a exaltarse, me colmaba de amargos reproches, me decía que yo trataba de abrumarla bajo mi superioridad (en lo que no tenía la menor razón) y por fin, cuando le propuse casarnos, me repuso que no deseaba la compasión altanera de nadie ni necesitaba que ningún hombre la elevase hasta él. Usted la vio ayer. ¿Cree que es feliz y se encuentra en su elemento en medio de aquella gente? No sabe usted el desarrollo mental que tiene esa mujer y lo capaz que es de comprender las cosas. A veces incluso me ha maravillado.

—¿Solía usted dirigirle sermones por el estilo de éste?

Michkin no advirtió el acento burlón de la pregunta.

—No —repuso con melancolía—. Generalmente, guardaba silencio. A menudo hubiese querido hablarle, pero realmente no sabía qué decirle. Ya ve usted que en ciertos casos vale más callar. La he amado, la he amado mucho... pero luego... luego... creo que ella adivinó...

—¿Qué adivinó?

—Que yo la compadecía, pero ya no la amaba.

—¿Qué sabe usted? Acaso ella estuviera enamorada de ese propietario con quien...

—No; lo sé todo. No hacía más que burlarse de él.

—¿Y de usted no?

—No. Reía sarcásticamente, me colmaba de violentos reproches cuando se enfadaba... y sufría. Pero después.., ¡Oh, no me haga recordarlo!

Y Michkin escondió el rostro entre las manos.

—¿Sabe usted que me escribe todos los días?

—¿De modo que es verdad? —exclamó el príncipe, aterrado—. Me lo habían dicho, pero yo no quería creerlo.

—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó Aglaya con sobresalto.

—Rogochin, ayer; pero sin explicarme claramente.

—¿Ayer? ¿Por la mañana? ¿O a qué hora? ¿Antes de la escena del concierto o después?

—Después: hacia las once de la noche.

—Ya: si fue Rogochin... ¿No sabe de qué me habla esa mujer en sus cartas?

—No me sorprenderá, sea lo que sea. Está loca.

—Aquí están —dijo Aglaya, sacando tres cartas cada una en un sobre diferente y mostrándoselas al príncipe—. Desde hace ocho días me pide con encarecimiento que me case con usted. Esa mujer... Sí, es inteligente, aunque loca. Tiene usted razón al creerla más inteligente que yo. Me dice que me quiere mucho, que a diario busca ocasión de verme, aunque sólo sea de lejos. También asegura que usted me ama, que lo ha notado hace mucho tiempo, que cuando vivían juntos usted le hablaba mucho de mí. Quiere verle feliz y está segura de que yo puedo darle la felicidad. ¡Son unas cartas tan raras! No las he enseñado a nadie; esperaba a hablar con usted. ¿Sabe lo que significan? ¿Lo ha adivinado?

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