Crimen y castigo
Crimen y castigo читать книгу онлайн
La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
El temor y la solicitud de Porfirio Petrovitch parecían tan sinceros, que Raskolnikof se quedó mirándole con viva curiosidad. Sin embargo, no quiso beber.
—Rodion Romanovitch, mi querido amigo, se va usted a volver loco. ¡Beba, por favor! ¡Beba aunque sólo sea un sorbo!
Le puso a la fuerza el vaso en la mano. Raskolnikof se lo llevó a la boca y después, cuando se recobró, lo depositó en la mesa con un gesto de hastío.
—Ha tenido usted un amago de ataque —dijo Porfirio Petrovitch afectuosamente y, al parecer, muy turbado—. Se mortifica usted de tal modo, que volverá a ponerse enfermo. No comprendo que una persona se cuide tan poco. A usted le pasa lo que a Dmitri Prokofitch. Precisamente ayer vino a verme. Yo reconozco que está en lo cierto cuando me dice que tengo un carácter cáustico, es decir, malo. Pero ¡qué deducciones ha hecho, Señor! Vino cuando usted se marchó, y durante la comida habló tanto, que yo no pude hacer otra cosa que abrir los brazos para expresar mi asombro. «¡Qué ocurrencia! —pensaba—. ¡Señor! ¡Dios mío! Le envió usted, ¿verdad...? Pero siéntese, amigo mío; siéntese, por el amor de Dios.
—Yo no lo envié —repuso Raskolnikof—, pero sabía que tenía que venir a su casa y por qué motivo.
—¿Conque lo sabía?
—Sí. ¿Qué piensa usted de ello?
—Ya se lo diré, pero antes quiero que sepa, mi querido Rodion Romanovitch, que estoy enterado de que usted puede jactarse de otras muchas hazañas. Mejor dicho, estoy al corriente de todo. Sé que fue usted a alquilar una habitación al anochecer, y que tiró del cordón de la campanilla, y que empezó a hacer preguntas sobre las manchas de sangre, lo que dejó estupefactos a los empapeladores y al portero. Comprendo su estado de ánimo, es decir, el estado de ánimo en que se hallaba aquel día pero no por eso deja de ser cierto que va usted a volverse loco, sin duda alguna, si sigue usted así. Acabará perdiendo la cabeza, ya lo verá. Una noble indignación hace hervir su sangre. Usted está irritado, en primer lugar contra el destino, después contra la policía. Por eso va usted de un lado a otro tratando de despertar sospechas en la gente. Quiere terminar cuanto antes, pues está usted harto de sospechas y comadreos estúpidos. ¿Verdad que no me equivoco, que he interpretado exactamente su estado de ánimo?
Pero si sigue así, no será usted solo el que se volverá loco, sino que trastornará al bueno de Rasumikhine, y no me negará usted que no estaría nada bien hacer perder la cabeza a ese muchacho tan simpático. Usted está enfermo; él tiene un exceso de bondad, y precisamente esa bondad es lo que le expone a contagiarse. Cuando se haya tranquilizado usted un poco, mi querido amigo, ya le contaré... Pero siéntese, por el amor de Dios. Descanse un poco. Está usted blanco como la cal. Siéntese, haga el favor.
Raskolnikof obedeció. El temblor que le había asaltado se calmaba poco a poco y la fiebre se iba apoderando de él. Pese a su visible inquietud, escuchaba con profunda sorpresa las muestras de interés de Porfirio Petrovitch. Pero no daba fe a sus palabras, a pesar de que experimentaba una tendencia inexplicable a creerle. La alusión inesperada de Porfirio al alquiler de la habitación le había paralizado de asombro.
«¿Cómo se habrá enterado de esto y por qué me lo habrá dicho?»
—Durante el ejercicio de mi profesión —continuó inmediatamente Porfirio Petrovitch—, he tenido un caso análogo, un caso morboso. Un hombre se acusó de un asesinato que no había cometido. Era juguete de una verdadera alucinación. Exponía hechos, los refería, confundía a todo el mundo. Y todo esto, ¿por qué? Porque indirectamente y sin conocimiento de causa había facilitado la perpetración de un crimen. Cuando se dio cuenta de ello, se sintió tan apenado, se apoderó de él tal angustia, que se imaginó que era el asesino. Al fin, el Senado aclaró el asunto y el infeliz fue puesto en libertad, pero, de no haber intervenido el Senado, no habría habido salvación para él. Pues bien, amigo mío, también a usted se le puede trastornar el juicio si pone sus nervios en tensión yendo a tirar del cordón de una campanilla al anochecer y haciendo preguntas sobre manchas de sangre... En la práctica de mi profesión me ha sido posible estudiar estos fenómenos psicológicos. Lo que nuestro hombre siente es un vértigo parecido al que impulsa a ciertas personas a arrojarse por una ventana o desde lo alto de un campanario; una especie de atracción irresistible; una enfermedad, Rodion Romanovitch, una enfermedad y nada más que una enfermedad. Usted descuida la suya demasiado. Debe consultar a un buen médico y no a ese tipo rollizo que lo visita... Usted delira a veces, y ese mal no tiene más origen que el delirio...
Momentáneamente, Raskolnikof creyó ver que todo daba vueltas.
«¿Es posible que esté fingiendo? ¡No, no es posible!», se dijo, rechazando con todas sus fuerzas un pensamiento que —se daba perfecta cuenta de ello— amenazaba hacerle enloquecer de furor.
—En aquellos momentos, yo no estaba bajo los efectos del delirio, procedía con plena conciencia de mis actos —exclamó, pendiente de las reacciones de Porfirio Petrovitch, en su deseo de descubrir sus intenciones—. Conservaba toda mi razón, toda mi razón, ¿oye usted?
—Sí, lo oigo y lo comprendo. Ya lo dijo usted ayer, e insistió sobre este punto. Yo comprendo anticipadamente todo lo que usted puede decir. Óigame, Rodion Romanovitch, mi querido amigo: permítame hacerle una nueva observación. Si usted fuese el culpable o estuviese mezclado en este maldito asunto, ¿habría dicho que conservaba plenamente la razón? Yo creo que, por el contrario, usted habría afirmado, y se habría aferrado a su afirmación, que usted no se daba cuenta de lo que hacía. ¿No tengo razón? Dígame, ¿no la tengo?
El tono de la pregunta dejaba entrever una celada. Raskolnikof se recostó en el respaldo del sofá para apartarse de Porfirio, cuyo rostro se había acercado al suyo, y le observó en silencio, con una mirada fija y llena de asombro.
—Algo parecido puede decirse de la visita de Rasumikhine. Si usted fuese el culpable, habría dicho que él había venido a mi casa por impulso propio y habría ocultado que usted le había incitado a hacerlo. Sin embargo, usted ha dicho que Rasumikhine vino a verme porque usted lo envió.
Raskolnikof se estremeció. El no había hecho afirmación semejante.
—Sigue usted mintiendo —dijo, esbozando una sonrisa de hastío y con voz lenta y débil—. Usted quiere demostrarme que lee en mi pensamiento, que puede predecir todas mis respuestas —añadió, dándose cuenta de que ya era incapaz de medir sus palabras—. Usted quiere asustarme; usted se está burlando de mí, sencillamente.
Mientras decía esto no apartaba la vista del juez de instrucción. De súbito, un terrible furor fulguró en sus ojos.
—Está diciendo una mentira tras otra —exclamó—. Usted sabe muy bien que la mejor táctica que puede seguir un culpable es sujetarse a la verdad tanto como sea posible..., declarar todo aquello que no pueda ocultarse. ¡No le creo a usted!
—¡Qué veleta es usted! —dijo Porfirio con una risita mordaz—. No hay medio de entenderse con usted. Está dominado por una idea fija. ¿No me cree? Pues yo creo que empieza usted a creerme. Con diez centímetros de fe me bastará para conseguir que llegue al metro y me crea del todo. Porque le tengo verdadero afecto y sólo deseo su bien.
