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Crimen y castigo

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Crimen y castigo
Название: Crimen y castigo
Дата добавления: 15 январь 2020
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Crimen y castigo - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.

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Esta última queja era tan propia del carácter de Lujine, que Raskolnikof, pese a la cólera que le dominaba, no pudo contenerse y se echó a reír.

En cambio, a Pulqueria Alejandrovna la hirió profundamente el reproche de Lujine.

—¿Gastos? ¿Qué gastos? ¿Se refiere usted, quizás, a la maleta que se encargó de enviar aquí? ¡Pero si consiguió usted que la transportaran gratuitamente! ¡Señor! ¡Pretender que nosotras le hemos atado! Mida bien sus palabras, Piotr Petrovitch. ¡Es usted el que nos ha tenido a su merced, atadas de pies y manos!

—Basta, mamá, basta —dijo Dunia en tono suplicante—. Piotr Petrovitch, tenga la bondad de marcharse.

—Ya me voy —repuso Lujine, ciego de cólera—. Pero permítame unas palabras, las últimas. Su madre parece haber olvidado que yo pedí la mano de usted cuando era el blanco de las murmuraciones de toda la comarca. Por usted desafié a la opinión pública y conseguí restablecer su reputación. Esto me hizo creer que podía contar con su agradecimiento. Pero ustedes me han abierto los ojos y ahora me doy cuenta de que tal vez fui un imprudente al despreciar a la opinión pública.

—¡Este hombre se ha empeñado en que le rompan la cabeza! —exclamó Rasumikhine, levantándose de un salto y disponiéndose a castigar al insolente.

—¡Es usted un hombre vil y malvado! —;lijo Dunia.

—¡Quieto! —exclamó Raskolnikof reteniendo a Rasumikhine.

Después se acercó a Lujine, tanto que sus cuerpos casi se tocaban, y le dijo en voz baja pero con toda claridad:

—¡Salga de aquí, y ni una palabra más!

Piotr Petrovitch, cuyo rostro estaba pálido y contraído por la cólera, le miró un instante en silencio. Después giró sobre sus talones y se fue, sintiendo un odio mortal contra Raskolnikof, al que achacaba la culpa de su desgracia.

Pero mientras bajaba la escalera se imaginaba —cosa notable— que no estaba todo definitivamente perdido y que bien podía esperar reconciliarse con las dos damas.

III

Lo más importante era que Lujine no había podido prever semejante desenlace. Sus jactancias se debían a que en ningún momento se había imaginado que dos mujeres solas y pobres pudieran desprenderse de su dominio. Este convencimiento estaba reforzado por su vanidad y por una ciega confianza en sí mismo. Piotr Petrovitch, salido de la nada, había adquirido la costumbre casi enfermiza de admirarse a sí mismo profundamente. Tenía una alta opinión de su inteligencia, de su capacidad, y, a veces, cuando estaba solo, llegaba incluso a admirar su propia cara en un espejo. Pero lo que más quería en el mundo era su dinero, adquirido por su trabajo y también por otros medios. A su juicio, esta fortuna le colocaba en un plano de igualdad con todas las personas superiores a él. Había sido sincero al recordar amargamente a Dunia que había pedido su mano a pesar de los rumores desfavorables que circulaban sobre ella. Y al pensar en lo ocurrido sentía una profunda indignación por lo que calificaba mentalmente de «negra ingratitud. Sin embargo, cuando contrajo el compromiso estaba completamente seguro de que aquellos rumores eran absurdos y calumniosos, pues ya los había desmentido públicamente Marfa Petrovna, eso sin contar con que hacía tiempo que el vecindario, en su mayoría, había rehabilitado a Dunia. Lujine no habría negado que sabía todo esto en el momento de contraer el compromiso matrimonial, pero, aun así, seguía considerando como un acto heroico la decisión de elevar a Dunia hasta él. Cuando entró, días antes, en el aposento de Raskolnikof, lo hizo como un bienhechor dispuesto a recoger los frutos de su magnanimidad y esperando oír las palabras más dulces y aduladoras. Huelga decir que ahora bajaba la escalera con la sensación de hombre ofendido e incomprendido.

Dunia le parecía ya algo indispensable para su vida y no podía admitir la idea de renunciar a ella. Hacía ya mucho tiempo, años, que soñaba voluptuosamente con el matrimonio, pero se limitaba a reunir dinero y esperar. Su ideal, en el que pensaba con secreta delicia, era una muchacha pura y pobre (la pobreza era un requisito indispensable), bonita, instruida y noble, que conociera los contratiempos de una vida difícil, pues la práctica del sufrimiento la llevaría a renunciar a su voluntad ante él; y le miraría durante toda su vida como a un salvador, le veneraría, se sometería a él, le admiraría, vería en él el único hombre. ¡Qué deliciosas escenas concebía su imaginación en las horas de asueto sobre este anhelo aureolado de voluptuosidad! Y al fin vio que el sueño acariciado durante tantos años estaba a punto de realizarse. La belleza y la educación de Avdotia Romanovna le habían cautivado, y la difícil situación en que se hallaba había colmado sus ilusiones. Dunia incluso rebasaba el límite de lo que él había soñado. Veía en ella una muchacha altiva, noble, enérgica, incluso más culta que él (lo reconocía), y esta criatura iba a profesarle un reconocimiento de esclava, profundo, eterno, por su acto heroico; iba a rendirle una veneración apasionada, y él ejercería sobre ella un dominio absoluto y sin límites... Precisamente poco antes de pedir la mano de Dunia había decidido ampliar sus actividades, trasladándose a un campo de acción más vasto, y así poder ir introduciéndose poco a poco en un mundo superior, cosa que ambicionaba apasionadamente desde hacía largo tiempo. En una palabra, había decidido probar suerte en Petersburgo. Sabía que las mujeres pueden ser una ayuda para conseguir muchas cosas. El encanto de una esposa adorable, culta y virtuosa al mismo tiempo podía adornar su vida maravillosamente, atraerle simpatías, crearle una especie de aureola... Y todo esto se había venido abajo. Aquella ruptura, tan inesperada como espantosa, le había producido el efecto de un rayo. Le parecía algo absurdo, una broma monstruosa. Él no había tenido tiempo para decir lo que quería; sólo había podido alardear un poco. Primero no había tomado la cosa en serio, después se había dejado llevar de su indignación, y todo había terminado en una gran ruptura. Amaba ya a Dunia a su modo, la gobernaba y la dominaba en su imaginación, y, de improviso... No, era preciso poner remedio al mal, conseguir un arreglo al mismo día siguiente y, sobre todo, aniquilar a aquel jovenzuelo, a aquel granuja que había sido el causante del mal. Pensó también, involuntariamente y con una especie de excitación enfermiza, en Rasumikhine, pero la inquietud que éste le produjo fue pasajera.

—¡Compararme con semejante individuo...!

Al que más temía era a Svidrigailof... En resumidas cuentas, que tenía en perspectiva no pocas preocupaciones.

—No, he sido yo la principal culpable —decía Dunia, acariciando a su madre—. Me dejé tentar por su dinero, pero yo te juro, Rodia, que no creía que pudiera ser tan indigno. Si lo hubiese sabido, jamás me habría dejado tentar. No me lo reproches, Rodia.

—¡Dios nos ha librado de él, Dios nos ha librado de él! —murmuró Pulqueria Alejandrovna, casi inconscientemente. Parecía no darse bien cuenta de lo que acababa de suceder.

Todos estaban contentos, y cinco minutos después charlaban entre risas. Sólo Dunetchka palidecía a veces, frunciendo las cejas, ante el recuerdo de la escena que se acababa de desarrollar. Pulqueria Alejandrovna no podía imaginarse que se sintiera feliz por una ruptura que aquella misma mañana le parecía una desgracia horrible. Rasumikhine estaba encantado; no osaba manifestar su alegría, pero temblaba febrilmente como si le hubieran quitado de encima un gran peso. Ahora era muy dueño de entregarse por entero a las dos mujeres, de servirlas... Además, sabía Dios lo que podría suceder... Sin embargo, rechazaba, acobardado, estos pensamientos y temía dar libre curso a su imaginación. Raskolnikof era el único que permanecía impasible, distraído, incluso un tanto huraño. Él, que tanto había insistido en la ruptura con Lujine, ahora que se había producido, parecía menos interesado en el asunto que los demás. Dunia no pudo menos de creer que seguía disgustado con ella, y Pulqueria Alejandrovna lo miraba con inquietud.

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