Los hermanos Karamazov
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Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
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Pero, para sorpresa suya, Iván Fiodorovitch se echó a reír a carcajadas. Después de cruzar la puerta, aún se reía. Nadie que lo estuviera observando habría atribuido su risa al alborozo. Ni él mismo habría podido explicar lo que sentía. Andaba maquinalmente.
CAPITULO VII
Da gusto conversar con un hombre inteligente
Incluso iba hablando a solas. Al ver a Fiodor Pavlovitch en el salón, le gritó: «¡No entro: me voy a mi habitación! ¡Adiós!» Y pasó de largo, sin mirar a su padre. Sin duda, se habla dejado llevar de la aversión que el viejo le inspiraba, y esta animosidad expresada con tanta insolencia sorprendió a Fiodor Pavlovitch. Éste tenía que decir algo urgente a su hijo, y con esta intención había ido a su encuentro. Ante la inesperada acogida de Iván, se detuvo y le siguió con una mirada irónica hasta que hubo desaparecido.
—¿Qué le pasa? —preguntó a Smerdiakov, que llegó en ese momento.
—Está enojado, Dios sabe por qué —repuso Smerdiakov, evasivo.
—¡Que se vaya al diablo con su enfurruñamiento! Ve a prepararle el samovar y vuelve. ¿Alguna novedad?
Entonces vinieron las preguntas referentes a la visitante esperada, de que Smerdiakov acababa de quejarse a Iván Fiodorovitch. No hace falta que las repitamos.
Media hora después, las puertas estaban cerradas, y el trastornado viejo iba de un lado a otro, con el corazón palpitante, esperando la señal convenida. A veces miraba por las oscuras ventanas, pero sólo veía las sombras de la noche.
Era ya muy tarde a Iván Fiodorovitch aún no se habla dormido. Meditaba y no se acostó hasta las dos. No expondremos aquí sus pensamientos: no ha llegado el momento de penetrar en el alma de este hombre. Ya llegará la ocasión. La empresa no será fácil, pues no eran ideas lo que le inquietaban, sino una especie de vaga agitación. Él era el primero en darse cuenta de que no pisaba terreno firme. Extraños deseos le atormentaban. A medianoche experimentó el de bajar, abrir la puerta, ir al pabellón y dar una paliza a Smerdiakov, y si le hubieran preguntado por qué, no habría podido señalar ningún motivo razonable: solamente el de que odiaba a aquel bellaco como si hubiera recibido de él la más grave ofensa del mundo.
Por otra parte, una timidez inexplicable, humillante, le asaltó varias veces, dejándolo exhausto. La cabeza le daba vueltas, le hostigaba una sensación de odio, un deseo de vengarse de alguien. Detestaba incluso a Aliocha, al acordarse de su reciente conversación con él, y en algunos momentos se odiaba a sí mismo. Se había olvidado de Catalina Ivanovna y se asombraba de ello al recordar que el día anterior, cuando se jactaba ante ella de partir al día siguiente para Moscú, se decía a sí mismo: «¡Qué disparate! No te marcharás: no romperás tan fácilmente con ella, fanfarrón.»
Mucho tiempo después, Iván Fiodorovitch recordó con repugnancia que aquella noche iba sin hacer ruido, como si temiera que lo oyesen, hacia la puerta, la abría, salía al rellano de la escalera y escuchaba cómo su padre iba y venía en la planta baja. Estaba un buen rato escuchando con una extraña curiosidad, conteniendo la respiración y el corazón latiéndole con violencia. Él era el primero en no saber por qué obraba así. Durante toda su vida calificó este proceder de indigno, considerándolo en el fondo de su alma como el acto más vil de que se podía acusar. En aquella ocasión no sentía ningún odio por Fiodor Pavlovitch, sino solamente una viva curiosidad. ¿Qué haría allá abajo? Lo veía mirando por las ventanas oscuras, deteniéndose de pronto en medio de la habitación con el oído atento, por si alguien llamaba.
Iván Fiodorovitch salió dos veces al rellano para acechar. A eso de las dos, cuando todo estaba en calma, se acostó con un ávido deseo de dormirse, pues estaba extenuado. Se durmió profundamente, sin ensueños, y cuando despertó ya era de día. Al abrir los ojos se sorprendió de sentir una energía extraordinaria, se levantó, se vistió rápidamente y empezó a hacer la maleta. Precisamente la lavandera le había traído la ropa lavada. Sonrió al pensar que nada se oponía a su repentina marcha. Bien podía calificarse de repentina. Aunque Iván Fiodorovitch hubiera dicho el día anterior a Catalina Ivanovna, Aliocha y Smerdiakov que saldría al día siguiente para Moscú, recordaba que, al acostarse, no tenía el propósito de partir; por lo menos, no sospechaba que al levantarse empezaría inmediatamente a hacer la maleta. Al fin, tanto ésta como su maletín estuvieron listos. Eran ya las nueve cuando apareció Marta Ignatievna para preguntarle como de costumbre:
—¿Toma usted el té aquí o abajo?
Bajó casi alegremente, aunque sus palabras y sus ademanes denunciaban cierta agitación. Saludó afablemente a su padre, incluso le preguntó por su salud, pero, sin esperar su respuesta, le manifestó que partiría al cabo de una hora para Moscú, y le rogó que hiciera preparar los caballos. El viejo le oyó sin la menor muestra de asombro, sin ni siquiera adoptar, por cumplido, un aire de pesar. En cambio, recordó, no sin placer, cierto importante asunto que podía encargarle.
—¡Qué raro eres! Ayer no me dijiste nada. Pero no importa, todavía hay tiempo. Hazme un gran favor: pasa por Tchermachnia. No tienes más que doblar a la izquierda en la estación de Volovia. Recorres una docena de verstas a lo sumo, y ya estás allí.
—Perdona, pero no puedo. De aquí a la estación hay ochenta verstas; el tren de Moscú sale a las siete; tengo el tiempo justo.
—Tiempo tendrás de ir a Moscú. Hoy ve a Tchermachnia. ¿Qué te cuesta tranquilizar a tu padre? Si yo no estuviera ocupado, habría ido ya, pues el asunto es urgente. Pero... no puedo ausentarme ahora... Óyeme, tengo dos porciones de bosque, una en Begutchev y otra en Diatchkino, en las landas. Los traficantes Maslov, padre a hijo, sólo ofrecen ocho mil rublos por la tala. El año pasado se presentó un comprador que daba doce mil. Pero no era de aquí: observa este detalle. Aquí no hay compradores de bosques. Los Maslov tienen centenares de miles de rublos y son los que hacen la ley. Hay que aceptar sus condiciones: nadie se atreve a pujar sus ofertas. Pues bien, el padre Ilinski me anunció el jueves pasado la llegada de Gorstkine, otro traficante. Lo conozco. Tiene la ventaja de no ser de aquí, sino de Pogrebov, por lo que no teme a los Maslov. Ofrece once mil rublos, ¿comprendes? Estará allí una semana a lo sumo, según me dice el pope en su carta. Tú arreglarás el asunto con él.
—Escribe al pope diciéndole que se encargue de ello.
—No lo haría bien: no entiende de estas cosas. Vale su peso en oro, yo le confiaría veinte mil rublos sin recibo; pero no tiene olfato; se diría que es un niño. Sin embargo, es nada menos que un erudito. El tal Gorstkine tiene el aspecto de un mendigo, lleva una mísera blusa azul; pero es un pícaro redomado. Miente, y a veces hasta tal punto, que no se comprende la razón de tales mentiras. Una vez dijo que su mujer había muerto y que él se había vuelto a casar. Y no había ni una palabra de verdad en esto: su mujer vive todavía y él la zurra regularmente. Ahora la cuestión es averiguar si está verdaderamente dispuesto a dar por la tala once mil rublos.