Los hermanos Karamazov

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Los hermanos Karamazov
Название: Los hermanos Karamazov
Дата добавления: 15 январь 2020
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Los hermanos Karamazov - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.

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Ahora, su propósito era pasar por el lado de Smerdiakov con gesto huraño y desdeñoso, sin decirle nada; pero Smerdiakov se puso en pie de un modo que hizo comprender a Iván Fiodorovitch que el criado deseaba hablarle confidencialmente. Iván le miró y se detuvo. Y el hecho de proceder así en vez de pasar de largo como era su propósito le produjo gran turbación. Dirigió una mirada llena de repulsión y cólera a aquella figura de eunuco, con el cabello recogido sobre las sienes y un enhiesto mechón central. Guiñaba el ojo izquierdo como diciendo:

«No pasarás. Sabes muy bien que nosotros, personas inteligentes, tenemos que hablar.»

Iván Fiodorovitch se estremeció.

«¡Atrás, miserable! ¿Qué hay de común entre tú y yo, imbécil?», quiso decirle. Pero en vez de esto, y para asombro suyo, dijo otra cosa completamente distinta.

—¿Está durmiendo mi padre todavía? —preguntó en un tono resignado, y, sin darse apenas cuenta, se sentó en el banco. Hubo un momento en que casi sintió miedo: se acordó de ello más tarde. Smerdiakov, con las manos en la espalda, le miraba con un gesto de seguridad en sí mismo, casi severamente.

—Sí, todavía está durmiendo —repuso con parsimonia, mientras pensaba: «Ha sido él el primero en hablar»—. Me asombra usted —añadió tras una pausa, bajando la vista con un gesto de afectación, avanzando el pie derecho y jugueteando con la punta de su lustrado borceguí.

—¿Qué es lo que te asombra? —preguntó secamente Iván Fiodorovitch, esforzándose por contenerse e indignado contra sí mismo al notar que sentía una viva curiosidad y la quería satisfacer a toda costa.

—¿Por qué no va usted a Tchermachnia? —preguntó Smerdiakov con una sonrisa llena de familiaridad. Y su ojo izquierdo parecía decir: «Si eres un hombre inteligente, comprenderás esta sonrisa.»

—¿A santo de qué tengo que ir a Tchermachnia? —preguntó asombrado Iván Fiodorovitch.

Hubo un silencio.

—Fiodor Pavlovitch se lo ha rogado encarecidamente —dijo Smerdiakov al fin, sin apresurarse, como si no diese ninguna importancia a su respuesta, algo así como si dijese: «Te indico un motivo de tercer orden, solamente por decir algo.»

—¡Habla con claridad, demonio! ¿Qué es lo que quieres? —exclamó Iván Fiodorovitch, que cuando se irritaba era grosero.

Smerdiakov volvió a poner el pie derecho al lado del izquierdo y levantó la cabeza, conservando su flemática sonrisa.

—No tiene importancia: he hablado por hablar.

Nuevo silencio. Iván Fiodorovitch comprendía que debía levantarse, enfadarse. Smerdiakov permanecía ante él en actitud de espera. «Bueno, ¿te vas a enfadar o no?», parecía decir. Por lo menos, esta impresión le producía a Iván. Éste se dispuso al fin a levantarse. Smerdiakov aprovechó la situación para decir:

—¡Horrible situación la mía! No sé cómo salir del apuro.

Dijo esto resueltamente. Luego suspiró. Iván no terminó de levantarse.

—Los dos parecen haber perdido la cabeza —añadió Smerdiakov—. Parecen niños. Me refiero a su padre y a su hermano Dmitri Fiodorovitch. Fiodor Pavlovitch se levantará dentro de un momento y empezará a preguntarme: «¿Por qué no ha venido?» Y no parará de hacerme esta pregunta hasta medianoche e incluso hasta más tarde. Si Agrafena Alejandrovna no viene (y yo creo que no tiene el propósito de venir), mañana por la mañana volverá a atosigarme. «¿Por qué no ha venido? ¿Cuándo vendrá?» ¡Cómo si yo tuviera la culpa! Por el otro lado, la misma historia. Al caer la noche, a veces antes, se presenta su hermano, siempre armado. «¡Mucho ojo, granuja, marmitón: si la dejas pasar sin advertirme, te mataré!» Y por la mañana sigue martirizándome, de tal modo, que se diría que, como Fiodor Pavlovitch, me considera culpable de que su dama no haya venido. Su cólera aumenta de día en día, y esto me tiene tan atemorizado, que a veces pienso incluso en quitarme la vida. No espero nada bueno.

—¿Por qué te has mezclado en esto? ¿Por qué espías a Dmitri?

—No he tenido más remedio. Yo no me mezclé en nada por mi gusto, sépalo. Al principio callaba: no me atrevía ni siquiera a responder. Dmitri Fiodorovitch me ha convertido en un criado suyo. Además, no ha cesado de amenazarme. «¡Te mataré, bribón, si la dejas pasar!» Estoy seguro de que mañana me dará un largo ataque.

—¿Un ataque?

—Sí, un largo ataque. Me durará varias horas, tal vez un día o dos. Uno me duró tres días, y los tres estuve sin conocimiento. Caí de lo alto del granero. Fiodor Pavlovitch envió a buscar a Herzenstube, que me prescribió hielo en la cabeza y otra cosa. Estuve a dos dedos de la muerte.

—Dicen que es imposible prever los ataques de epilepsia. ¿Cómo puedes saber que tendrás uno mañana? —preguntó Iván Fiodorovitch con una curiosidad en la que había algo de cólera.

—Tiene usted razón.

—Además, aquella vez caíste desde el granero.

—También puedo caer mañana, pues subo a él todos los días. Y si no es en el granero, puede ser en el sótano, pues también bajo al sótano todos los días.

Iván lo observó largamente.

—Tú estás tramando algo que no acabo de comprender —dijo en voz baja y en tono amenazador—. ¿Te propones acaso simular un ataque de tres días?

—Si lo hiciera..., esto es un juego de niños cuando uno tiene experiencia..., si lo hiciera, tendría perfecto derecho a recurrir a este medio de salvar la vida. Hallándome en ese estado, su hermano no me pediría cuentas en el caso de que Agrafena Alejandrovna viniese, pues no se pueden pedir cuentas a un enfermo. Se avergonzaría de hacer una cosa así.

Iván Fiodorovitch exclamó, con las facciones contraídas por la cólera:

—¿Por qué demonio has de estar temiendo siempre por tu vida? Las amenazas de Dmitri son las de un hombre enfurecido y nada más. Es posible que mate a alguien, pero no a ti.

—Me matará a mí antes que a nadie, como se mata a una mosca... Pero aún me gustaría menos que me creyeran su cómplice si atacara como un loco a su padre.

—¿Por qué te han de acusar de complicidad?

—Porque yo le he revelado en secreto las contraseñas.

—¿Qué contraseñas? ¿Quieres hablar claro, demonio?

—Sepa usted —silabeó Smerdiakov con acento doctoral— que Fiodor Pavlovitch y yo tenemos un secreto. Usted sabe sin duda que, desde hace unos días, se encierra apenas llega la noche. Usted acostumbra regresar pronto y sube enseguida a su habitación. Ayer ni siquiera salió. Así, usted tal vez ignore el cuidado con que se atrinchera. Si viniera Grigori Vasilievitch, él no le abriría hasta que reconociera su voz. Pero Grigori Vasilievitch no viene ya, porque ahora estoy yo solo a su servicio en su departamento. Así lo ha decidido desde que tiene ese enredo con Agrafena Alejandrovna. Cumpliendo sus instrucciones, paso la noche en el pabellón. Hasta medianoche he de estar de guardia, vigilando el patio, por si ella viene. Después de varios días de espera, esta inquietud lo tiene loco. He aquí cómo razona: «Dicen que ella le tiene miedo (a Dmitri Fiodorovitch, se entiende); por lo tanto, vendrá de noche y entrará en el patio. Acecha hasta pasada medianoche. Apenas la veas, corre a golpear la puerta o la ventana que da al jardín, dos veces despacito, así, y después tres veces más deprisa: pam, pam, pam. Entonces yo comprenderé que es ella y te abriré la puerta sin ruido.» Me ha dado otra contraseña para los casos extraordinarios: primero dos golpes rápidos, pam, pam; después, tras una pausa, un golpe fuerte. Así comprenderá que hay novedades y me abrirá. Y yo le explicaré lo que haya. Esta llamada la reservamos para el caso de que venga alguien de parte de Agrafena Alejandrovna o de que se acerque Dmitri Fiodorovitch. Fiodor Pavlovitch tiene mucho miedo a su hermano, y me ha ordenado que le informe de su proximidad aun en el caso de que esté encerrado con Agrafena Alejandrovna. Cuando esto ocurra habré de dar tres golpes. O sea que la primera contraseña, consistente en cinco golpes, quiere decir: «Ha llegado Agrafena Alejandrovna.» La segunda, tres golpes: «Noticia urgente.» Me ha hecho la demostración varias veces. Y como nadie en el mundo, excepto él y yo, conoce estas contraseñas, cuando las oiga abrirá sin vacilar ni preguntar: sin preguntar, porque no quiere hacer el menor ruido... Pues bien, Dmitri Fiodorovitch está al corriente de estas señales convenidas.

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