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Los hermanos Karamazov

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Los hermanos Karamazov
Название: Los hermanos Karamazov
Дата добавления: 15 январь 2020
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Los hermanos Karamazov - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.

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—¿Qué fuerza?

—La de los Karamazov, la fuerza que nuestra familia extrae de su bajeza.

—Y que consiste en hundirse en la corrupción, en pervertir el alma propia, ¿no es así?

—Tal vez me libre de todo eso hasta los treinta años, y después...

—¿Cómo puedes librarte? Con tus ideas, no podrás.

—Podré obrando como un Karamazov.

—O sea, que «todo está permitido». ¿No es eso?

Iván frunció las cejas y en su rostro apareció una palidez extraña.

—Ya veo que ayer cogiste al vuelo esta expresión que tan profundamente hirió a Miusov y que Dmitri repitió tan ingenuamente. Bien; ya que lo he dicho, no me retracto: «todo está permitido». Además, Mitia ha dejado esto bien sentado.

Aliocha le miró en silencio.

—En vísperas de mi marcha, hermano —continuó Iván—, creía que no tenía en el mundo a nadie más que a ti; pero ahora veo, mi querido hermano, que ni siquiera en tu corazón hay un hueco para mí. Como no reniegue del concepto «todo está permitido», tú renegarás de mí, ¿no es así?

Aliocha fue hacia él y le besó en los labios.

—¡Eso es un plagio! —exclamó Iván—. Ese gesto lo has tomado de mi poema. Sin embargo, te lo agradezco. Ha llegado el momento de marcharnos, Aliocha.

Salieron y se detuvieron en la escalinata.

—Oye, Aliocha —dijo Iván firmemente—, si sigo amando los brotes primaverales, lo deberé a tu recuerdo. Me bastará saber que tú estás aquí, en cualquier parte, para sentir nuevamente la alegría de vivir. ¿Estás contento? Puedes considerar esto, si quieres, como una declaración de amor fraternal. Ahora vamos cada cual por nuestro lado. Y basta ya de este asunto, ¿me entiendes? Quiero decir que si yo no me fuera mañana, cosa que es muy probable, y nos encontráramos de nuevo, ni una palabra sobre esta cuestión. Te lo pido en serio. Y te ruego que no vuelvas a hablarme nunca de Dmitri. El tema está agotado, ¿no? En compensación, te prometo que cuando tenga treinta años y sienta el deseo de arrojar mi copa, vendré a hablar contigo, estés donde estés y aunque yo resida en América. Entonces me interesará mucho saber lo que ha sido de ti. Te hago esta promesa solemne: nos decimos adiós tal vez por diez años. Ve a reunirte con tu seráfico padre; se está muriendo, y si se muriera no estando tú a su lado, me acusarías de haberte retenido. Adiós. Dame otro beso. Ahora, vete.

Iván se marchó sin volverse. Así se había marchado también Dmitri el día anterior, bien es verdad que en condiciones distintas. Esta singular observación atravesó como una flecha el contristado espíritu de Aliocha. El novicio permaneció unos instantes siguiendo con la vista la figura de su hermano que se alejaba. De súbito, observó por primera vez que Iván avanzaba contoneándose y que, visto de espaldas, tenía el hombro derecho más bajo que el izquierdo.

Aliocha dio media vuelta y se dirigió al monasterio. Caía la noche. Le asaltó un presentimiento indefinible. Como el día anterior, se levantó el viento y los pinos centenarios empezaron a zumbar lúgubremente cuando Aliocha entró en el bosque de la ermita.

«Mi seráfico padre... ¿De dónde habrá sacado este nombre?... Iván, mi pobre Iván, ¿cuándo te volveré a ver?... He aquí la ermita... Sí, mi seráfico padre me salvará de él para siempre...»

Más adelante se asombró muchas veces de haberse olvidado por completo de su hermano mayor tras la marcha de Iván, de Dmitri, a quien aquella misma mañana se había prometido buscar y encontrar aunque tuviese que pasar la noche fuera del monasterio.

CAPITULO VI

Todavía reina la oscuridad

Después de haber dejado a Aliocha, Iván Fiodorovitch se dirigió a casa de su padre. De pronto —cosa extraña—, empezó a sentir una viva inquietud que iba en aumento a medida que se acercaba a la casa. Esta sensación le llenaba de estupor, pero no por sí misma, sino por la imposibilidad de definirla. Conocía la ansiedad por experiencia y no le sorprendía sentirla en aquellos momentos en que había roto con todo lo que le ligaba a aquella ciudad e iba a emprender un camino nuevo y desconocido, solo como siempre, lleno de una esperanza indeterminada, de una excesiva confianza en la vida, pero incapaz de precisar lo que de la vida esperaba. Sin embargo, no era la sensación de hallarse frente a lo desconocido lo que le atormentaba... «¿No será el disgusto que me inspira la casa de mi padre?», se dijo. Y añadió: «Es verdad, bien podría ser, hasta tal extremo me repugna, aunque hoy vaya a entrar en ella por última vez... Pero no, no es esto. La causa es los adioses de Aliocha después de nuestra conversación. ¡He estado tanto tiempo callado, sin dignarme hablar, y total para acumular una serie de absurdos...!» En verdad, todo podía deberse al despecho propio de su inexperiencia y de su vanidad juveniles, despecho de no haber revelado su pensamiento ante un ser como Aliocha, del que él, en su fuero interno, esperaba mucho. Sin duda, este despecho existía, tenía que existir, pero había también otra cosa. «Siento una ansiedad que llega a producirme náuseas y no puedo precisar lo que quiero. Tal vez lo mejor es no pensar...»

Iván Fiodorovitch intentó no pensar, pero no consiguió nada. Lo que le irritaba sobre todo era que su ansiedad tenía una causa fortuita, exterior: lo sentía. Algún ser o algún objeto le obsesionaban vagamente, del mismo modo que a veces tenemos ante nuestros ojos, durante un trabajo o una conversación animada, algo que nos está mortificando profundamente hasta que se nos ocurre apartar de nuestra mente el objeto enojoso y que no es sino una bagatela: un pañuelo caído en el suelo, un libro que no está bien colocado, etcétera, etcétera.

Iván llegó a la casa paterna de pésimo humor. Cuando estaba a unos quince pasos de la puerta, levantó la vista y comprendió inmediatamente el motivo de su turbación.

Smerdiakov, el sirviente, tomaba el fresco cerca del portal, sentado en un banco. Iván se dio cuenta en el acto de que aquel hombre le desagradaba hasta el punto de no poder soportarlo. Esto fue para él como un rayo de luz. Hacia un momento, cuando Aliocha le explicó su encuentro con Smerdiakov, había experimentado una sombría repulsión no exenta de animosidad. Después, mientras seguía conversando con su hermano, no volvió a pensar en él, pero cuando quedó solo, la sensación olvidada surgió de su inconsciente.

«¿Es posible que ese miserable me inquiete hasta tal punto?», se dijo, desesperado.

Desde hacía poco, especialmente desde hacía unos días, Iván Fiodorovitch sentía una profunda aversión hacia aquel hombre. Él mismo había terminado por advertir esta antipatía creciente, tal vez agravada por el hecho de que al principio Iván Fiodorovitch sentía por Smerdiakov una especie de simpatía. Éste había empezado por parecerle original y había conversado con frecuencia con él, a pesar de considerarlo como un ser un poco limitado, además de inquieto, y sin comprender lo que podía atormentar continuamente a aquel «contemplador». Hablaban a veces de cuestiones filosóficas, preguntándose incluso cómo era posible que hubiera luz el primer día, cuando el sol, la luna y las estrellas no se crearon hasta el cuarto, y tratando de hallar la solución de este problema. Pero pronto se convenció Iván Fiodorovitch de que Smerdiakov sentía un interés muy limitado por los astros y que tenía otras preocupaciones. Adolecía de un exagerado amor propio de hombre ofendido. Esto desagradó profundamente a Iván y engendró su aversión. Después sobrevinieron incidentes enojosos: la aparición de Gruchegnka, las querellas de Dmitri con su padre, verdaderos escándalos. Aunque Smerdiakov hablaba siempre de ello con agitación, no era posible deducir lo que deseaba para él mismo. Algunos de sus deseos, cuando los exponía involuntariamente, sorprendían por su incoherencia. Consistían siempre en preguntas, en simples alusiones que no explicaba nunca: se callaba o empezaba a hablar de otra cosa en el momento de mayor animación. Pero lo que más molestaba a Iván y había acabado por hacerle ver en Smerdiakov un ser antipático, era la chocante familiaridad con que el sirviente le trataba y que iba en continuo aumento. No era descortés, sino todo lo contrario; pero Smerdiakov había llegado, Dios sabía por qué, a creer que existía cierta solidaridad entre él a Iván Fiodorovitch: se expresaba como si hubiese entre ellos una inteligencia conocida e incomprensible para los que les rodeaban. Iván Fiodorovitch tardó mucho tiempo en comprender la causa de su creciente repulsión: hasta últimamente no la había comprendido.

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