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Por Quien Doblan Las Campanas?

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Por Quien Doblan Las Campanas?
Название: Por Quien Doblan Las Campanas?
Дата добавления: 15 январь 2020
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Por Quien Doblan Las Campanas? - читать бесплатно онлайн , автор Хемингуэй Эрнест Миллер

Nadie es una isla, completo en s? mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porci?n de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por qui?n doblan las campanas; doblan por ti.

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- ¿No tienes frío?

- No. Tápate los hombros con la manta.

- María…

- No puedo hablar.

- Oh, María, María, María.

Volvieron a encontrarse más tarde, uno junto al otro, con la noche fría a su alrededor, sumergidos en el calor del saco y la cabeza de María rozando la mejilla de Robert Jordan. La muchacha yacía tranquila, dichosa, apretada contra él. Entonces ella le dijo suavemente:

- ¿Y tú?

Como tú -dijo él.

Sí -convino ella-; pero no ha sido como esta tarde.

- No.

Pero me gustó más. No hace falta morir.

- Ojalá -dijo él-. Confío en que no.

- No quise decir eso.

- Lo sé. Sé lo que quisiste decir. Los dos queremos decir lo mismo.

- Entonces, ¿por qué has dicho eso en vez de lo que yo decía?

- Porque para un hombre es distinto.

- Entonces me alegro mucho de que seamos diferentes.

- Y yo también -dijo él-; pero he entendido lo que querías decir con eso de morirse. Hablé como hombre por la costumbre. He sentido lo mismo que tú.

- Hables como hables y seas como seas, es así como te quiero.

- Y yo te quiero a ti y adoro tu nombre, María.

- Es un nombre vulgar.

- No -dijo él-. No es vulgar.

- ¿Dormimos ahora? -preguntó ella-. Yo me dormiría en seguida.

- Durmamos -dijo él sintiendo la cercanía del cuerpo esbelto y cálido junto a sí, reconfortante, sintiendo que desaparecía la soledad mágicamente, por el simple contacto de costados, espaldas y pies, como si todo aquello fuese una alianza contra la muerte. Y susurró-: Duerme a gusto, conejito.

Y ella:

- Ya estoy dormida.

- Yo también voy a dormirme -dijo él-. Duerme a gusto, cariño.

Luego se quedó dormido, feliz en su sueño.

Pero se despertó durante la noche y la apretó contra sí como si ella fuera toda la vida y se la estuviesen arrebatando. La abrazaba y sentía que ella era toda la vida y que era verdad. Pero ella dormía tan plácida y profundamente, que no se despertó.

Así es que él se volvió de costado y le cubrió la cabeza con la manta, besándola en el cuello. Tiró de la correa que sujetaba la pistola en la muñeca, de modo que pudiera alcanzarla fácilmente, y se quedó allí pensando en la quietud de la noche.

Capítulo veintiuno

Con la luz del día se levantó un viento cálido; podía oírse el rumor de la nieve derritiéndose en las ramas de los árboles y el pesado golpe de su caída. Era una mañana de finales de primavera. Con la primera bocanada de aire que respiró Jordan se dio cuenta de que había sido una tormenta pasajera de la montaña de la que no quedaría ni el recuerdo para el mediodía. En ese momento oyó el trote de un caballo que se acercaba y el ruido de los cascos amortiguado por la nieve. Oyó el golpeteo de la funda de la carabina y el crujido del cuero de la silla.

- María -dijo en voz baja, sacudiendo a la muchacha por los hombros para despertarla-, métete debajo de la manta.

Se abrochó la camisa con una mano, mientras empuñaba con la otra la pistola automática, a la que había descorrido el seguro con el pulgar. Vio que la rapada cabeza de la muchacha desaparecía debajo de la manta con una ligera sacudida. En ese momento apareció el jinete por entre los árboles. Robert Jordan se acurrucó debajo de la manta y con la pistola sujeta con ambas manos apuntó al hombre que se acercaba. No le había visto nunca.

El jinete estaba casi frente a él. Montaba un gran caballo tordo y llevaba una gorra de color caqui, un capote parecido a un poncho y pesadas botas negras. A la derecha de la montura, saliendo de la funda, se veían la culata y el largo cerrojo de un pequeño fusil automático. Tenía un rostro juvenil de rasgos duros, y en ese instante vio a Robert Jordan.

El jinete echó mano a la carabina, y al inclinarse hacia un costado, mientras tiraba de la culata, Jordan vio la mancha escarlata de la insignia que llevaba en el lado izquierdo del pecho, sobre el capote. Apuntando al centro del pecho, un poco más abajo de la insignia, disparó.

El pistoletazo retumbó entre los árboles nevados.

El caballo dio un salto, como si le hubieran clavado las espuelas, y el jinete, asido todavía a la carabina, se deslizó hacia el suelo, con el pie derecho enganchado en el estribo.

El caballo tordo comenzó a galopar por entre los árboles, arrastrando al jinete boca abajo, dando tumbos. Robert Jordan se incorporó empuñando la pistola con una sola mano.

El gran caballo gris galopaba entre los pinos. Había una ancha huella en la nieve, por donde el cuerpo del jinete había sido arrastrado, con un hilo rojo corriendo paralelo a uno de los lados. La gente empezó a salir de la cueva. Robert Jordan se inclinó, desenrolló el pantalón, que le había servido de almohada, y comenzó a ponérselo.

- Vístete -le dijo a María.

Sobre su cabeza oyó el ruido de un avión que volaba muy alto. Entre los árboles distinguió el caballo gris, parado, y el jinete, pendiente siempre del estribo, colgando boca abajo.

- Ve y atrapa a ese caballo -gritó a Primitivo, que se dirigía hacia él. Luego preguntó-: ¿Quién estaba de guardia arriba?

- Rafael -dijo Pilar desde la entrada de la cueva. Se había quedado parada allí, con el cabello peinado en trenzas que le colgaba por la espalda.

- Ha salido la caballería -dijo Robert Jordan-. Sacad esa maldita ametralladora, en seguida.

Oyó a Pilar que dentro de la cueva gritaba a Agustín. Lúego la vio meterse dentro y que dos hombres salían corriendo, uno con el fusil automático y el trípode colgando sobre su hombro; el otro con un saco lleno de municiones.

- Suba con ellos -dijo Jordan a Anselmo-. Échese al lado del fusil y sujete las patas.

Los tres hombres subieron por el sendero corriendo por entre los árboles.

El sol no había alcanzado la cima de las montañas. Robert Jordan, de pie, se abrochó el pantalón y se ajustó el cinturón. Aún tenía la pistola colgando de la correa de la muñeca. La metió en la funda, una vez asegurado el cinturón, y, corriendo el nudo de la correa, la pasó por encima de su cabeza.

«Alguien te estrangulará un día con esa correa -se dijo-. Bueno, menos mal que la tenías a mano.» Sacó la pistola, quitó el cargador, metió una nueva bala y volvió a colocarlo en su sitio.

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