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Por Quien Doblan Las Campanas?

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Por Quien Doblan Las Campanas?
Название: Por Quien Doblan Las Campanas?
Дата добавления: 15 январь 2020
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Por Quien Doblan Las Campanas? - читать бесплатно онлайн , автор Хемингуэй Эрнест Миллер

Nadie es una isla, completo en s? mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porci?n de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por qui?n doblan las campanas; doblan por ti.

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- Tengo costumbre -dijo Fernando.

- Desde el momento en que tiene usted costumbre… -había respondido cortésmente Robert Jordan.

- Sí -había dicho Fernando-, y ahora tengo que irme allá arriba. Buenas noches, don Roberto.

- Buenas noches, Fernando.

Luego Robert Jordan se hizo una almohada con la ropa que se había quitado, se metió en el saco y, allí tumbado, se puso a esperar. Sentía la elasticidad de las ramas bajo la cálida suavidad del saco acolchado, y con el corazón palpitándole y los ojos fijos en la entrada de la cueva, más allá de la nieve, esperaba.

La noche era clara y su cabeza estaba tan fría y tan clara como el aire. Respiraba el olor de las ramas de pino bajo su cuerpo, de las agujas de pino aplastadas y el olor más vivo de la resina que rezumaba de las ramas cortadas. Y pensó: «Pilar y el olor de la muerte. A mí, el olor que me agrada es éste. Este y el del trébol recién cortado y el de la salvia con las hojas aplastadas por mi caballo cuando cabalga detrás del ganado, y el olor del humo de la leña y de las hojas que se queman en el otoño. Ese olor, el de las humaredas que se levantan de los montones de hojas alineados a lo largo de las calles de Missoula, en el otoño, debe ser el olor de la nostalgia. ¿Cuál es el que tú prefieres? ¿El de las hierbas tiernas con que los indios tejen sus cestos? ¿El del cuero ahumado? ¿El olor de la tierra en primavera, después de un chubasco? El del mar que se percibe cuando caminas entre los tojos en Galicia? ¿O el del viento que sopla de tierra al acercarse a Cuba en medio de la noche? Ese olor es el de los cactus en flor, el de las mimosas y el de las algas. ¿O preferirías el del tocino, friéndose para el desayuno, por las mañanas, cuando estás hambriento? ¿O el del café? ¿O el de una manzana Jonathan, cuando hincas los dientes en ella? ¿O el de la sidra en el trapiche? ¿O el del pan sacado del horno? Debes de tener hambre.» Así pensó y se tumbó de costado y observó la entrada de la cueva a la luz de las estrellas, que se reflejaban en la nieve.

Alguien salió por debajo de la manta y Jordan pudo ver una silueta que permanecía de pie junto a la entrada de la cueva. Oyó deslizarse a alguien sobre la nieve y pudo ver que la silueta volvía a agacharse y entraba en la cueva.

«Supongo que no vendrá antes que estén todos dormidos. Es una pérdida de tiempo. La mitad de la noche ha pasado ya. ¡Oh, María! Ven pronto, María; nos queda poco tiempo.» Oyó el ruido sordo de la nieve que caía de una rama. Soplaba un viento ligero. Lo sentía sobre su rostro. Una angustia súbita le acometió ante la idea de que pudiera no llegar. El viento que se iba levantando, le recordaba que pronto llegaría la madrugada. Continuaba cayendo nieve de las ramas al mover el viento las copas de los árboles.

«Ven ahora, María. Ven, te lo ruego; ven en seguida. Ven ahora. No esperes. Ya no vale la pena que esperes a que se duerman los demás.»

Entonces la vio llegar, saliendo de debajo de la manta que cubría la entrada de la cueva. Se quedó parada un instante, y aunque estaba seguro de que era la muchacha, no podía ver lo que estaba haciendo. Silbó suavemente. Seguía casi escondida junto a la entrada de la cueva, entre las sombras que proyectaba la roca. Por fin se acercó corriendo, con sus largas piernas sobre la nieve. Y un instante después estaba allí, de rodillas, junto al saco, con la cabeza apretada contra la suya quitándose la nieve de los pies. Le besó y le tendió un paquete.

- Pónlo con tu almohada -le dijo-; me he quitado la ropa para ganar tiempo.

- ¿Has venido descalza por la nieve?

- Sí -dijo ella-; sólo con mi camisón de boda.

La apretó entre sus brazos y ella restregó su cabeza contra su barbilla.

Aparta los pies; los míos están muy fríos, Roberto.

. Ponlos aquí y se te calentarán.

No, no -dijo ella-. Ya se calentarán solos. Pero ahora dime en seguida que me quieres.

- Te quiero.

¡Qué bonito! Dímelo otra vez.

- Te quiero, conejito.

- ¿Te gusta mi camisón de boda?

- Es el mismo de siempre.

- Sí. El de anoche. Es mi camisón de boda.

- Pon tus pies aquí.

- No. Eso sería abusar. Ya se calentarán solos. No tengo frío. La nieve los ha enfriado y tú los sentirás fríos. Dímelo otra vez.

- Te quiero, conejito.

- Yo también te quiero y soy tu mujer.

- ¿Están dormidos?

_No -respondió ella-; pero no pude aguantar más. Y además, ¿qué importa?

- Nada -dijo él. Y sintiendo la proximidad de su cuerpo, esbelto, cálido y largo, añadió-: Nada tiene importancia.

- Ponme las manos sobre la cabeza -dijo ella- y déjame ver si sé besarte.

Preguntó luego:

- ¿Lo he hecho bien?

- Sí -dijo él-; quítate el camisón.

- ¿Crees que tengo que hacerlo? -Sí, si no vas a sentir frío. -¡Qué va! Estoy ardiendo. -Yo también; pero después puedes sentir frío. -No. Después seremos como un animalito en el bosque, y tan cerca el uno del otro, que ninguno podrá decir quién es quién. ¿Sientes mi corazón latiendo contra el tuyo? -Sí. Es uno sólo. -Ahora, siente. Yo soy tú y tú eres yo, y todo lo del uno es del otro. Y yo te quiero; sí, te quiero mucho. ¿No es verdad que no somos más que uno? ¿Te das cuenta?

- Sí -dijo él-. Así es.

- Y ahora, siente. No tienes más corazón que el mío.

- Ni piernas ni pies ni cuerpo que no sean los tuyos.

- Pero somos diferentes -dijo ella-. Quisiera que fuésemos enteramente iguales.

- No digas eso.

- Sí. Lo digo. Era una cosa que quería decirte.

- No has querido decirlo.

- Quizá no -dijo ella, hablando quedamente, con la boca pegada a su hombro-. Pero quizá sí. Ya que somos diferentes, me alegro de que tú seas Roberto y yo María. Pero si tuviera que cambiar alguna vez, a mí me gustaría cambiarme por ti. Quisiera ser tú; porque te quiero mucho.

- Pero yo no quiero cambiar. Es mejor que cada uno sea quien es.

- Pero ahora no seremos más que uno, y nunca existirá el uno separado del otro. -Luego añadió-: Yo seré tú cuando no estés aquí. ¡Ay, cuánto te quiero… y tengo que cuidar de ti!

- María…

- Sí.

- María…

- Sí.

- María…

- Sí, por favor.

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