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Por Quien Doblan Las Campanas?

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Por Quien Doblan Las Campanas?
Название: Por Quien Doblan Las Campanas?
Дата добавления: 15 январь 2020
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Por Quien Doblan Las Campanas? - читать бесплатно онлайн , автор Хемингуэй Эрнест Миллер

Nadie es una isla, completo en s? mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porci?n de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por qui?n doblan las campanas; doblan por ti.

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- Muy bien -dijo Robert Jordan-. ¿Y dices que Kashkin olía a todo eso cuando estuvo aquí?

- Sí.

- Bueno -exclamó Robert Jordan, gravemente-; si todo eso es verdad, hice bien en pegarle un tiro.

- ¡Ole! -exclamó el gitano. Los otros soltaron la carcajada.

- Muy bien -aprobó Primitivo-. Eso la mantendrá callada un buen rato.

- Pero, Pilar -observó Fernando-, no esperarás que nadie con la educación de don Roberto vaya a hacer unas cosas tan feas.

- No -reconoció Pilar.

- Todo eso es absolutamente repugnante.

- Sí -asintió ella.

- No esperarás que realice esos actos degradantes, ¿verdad?

- No -contestó Pilar-. Anda, vete a la cama, ¿quieres?

- Pero, Pilar… -siguió Fernando.

- Calla la boca. ¿Quieres? -exclamó Pilar, agriamente. De pronto se había enfadado-. No hagas el idiota y yo aprenderé a no hacer el idiota otra vez, poniéndome a hablar con gente que no es capaz de entender lo que una está diciendo.

- Confieso que no lo entiendo -reconoció Fernando.

- No confieses nada y no trates de comprender -dijo Pilar-. ¿Está nevando todavía?

Robert Jordan se acercó a la boca de la cueva y, levantando la manta, echó una ojeada al exterior. La noche estaba clara y fría y la nieve había dejado de caer. Miró a través de los troncos de los árboles, vio la nieve caída entre ellos, formando un manto blanco, y, elevando los ojos, vio por entre las ramas el cielo claro y límpido. El aire áspero y frío llenaba sus pulmones al respirar.

«El Sordo va a dejar muchas huellas si ha robado los caballos esta noche», pensó. Y dejando caer la manta, volvió a entrar en la cueva llena de humo.

- Ha aclarado -dijo-. La tormenta ha terminado.

Capítulo veinte

Estaba tumbado en la oscuridad esperando que llegase la muchacha. No soplaba el viento y los pinos estaban inmóviles en la noche. Los troncos oscuros surgían de la nieve que cubría el suelo y él estaba allí, tendido en el saco de dormir, sintiendo bajo su cuerpo la elasticidad del lecho que se había fabricado, con las piernas estiradas para gozar de todo el calor del saco, el aire vivo y frío acariciándole la cabeza y penetrando por las narices. Bajo la cabeza, tumbado como estaba de costado, tenía el envoltorio hecho con su pantalón y su chaqueta enrollados alrededor de sus zapatos, a guisa de almohada, y, junto a la cadera, el contacto frío y metálico de la pistola, que había sacado de su funda al desnudarse y había atado con una correa a su muñeca derecha. Apartó la pistola y se dejó caer más adentro en el saco, con los ojos fijos más allá de la nieve en la hendidura negra que marcaba la entrada de la cueva. El cielo estaba claro y la nieve reflejaba la suficiente luz como para poder distinguir los troncos de los árboles y las masas de las rocas en el lugar donde se abría la cueva.

Poco antes de acostarse había cogido un hacha, había salido de la cueva y, pisando la nieve recién caída, había ido hasta la linde del claro y derribado un pequeño abeto. Había arrastrado el abeto en la oscuridad hasta la pared del muro rocoso. Allí lo había puesto de pie, y, sosteniendo con una mano el tronco, le había ido despojando de todas las ramas. Luego, dejando éstas amontonadas, depositó el tronco desnudo sobre la nieve y volvió a la cueva para coger una tabla que había visto apoyada contra la pared. Con esa tabla había escarbado en la nieve al pie de la muralla rocosa y, sacudiendo las ramas para despojarlas de la nieve, las había dispuesto en filas, como si fueran las plumas de un colchón, unas encima de otras, hasta formar un lecho. Colocó luego el tronco a los pies de ese lecho de ramas, para mantenerlas en su sitio, y lo sujetó con dos cuñas puntiagudas, cortadas de la misma tabla.

Luego volvió a la cueva, inclinándose bajo la manta para pasar y dejó el hacha y la tabla contra la pared.

- ¿Qué estabas haciendo afuera?-preguntó Pilar.

- Estaba haciéndome una cama.

- No cortes pedazos de mi alacena para hacerte una cama.

- Siento haberlo hecho.

- No tiene importancia; hay más tablones en el aserradero. ¿Qué clase de cama te has hecho?

- Al estilo de mi país.

- Entonces, que duermas bien -dijo ella.

Robert Jordan había abierto una de las mochilas, había sacado el saco de dormir, había puesto en su sitio los objetos que estaban envueltos en el saco y salió de la cueva con el envoltorio en la mano, agachándose luego para pasar por debajo de la manta. Extendió el saco sobre las ramas de manera que los pies estuviesen contra el tronco y la cabeza descansara sobre la muralla rocosa. Luego volvió a entrar en la cueva para recoger sus mochilas; pero Pilar le dijo:

- Esas pueden dormir conmigo como anoche.

- ¿No se van a poner centinelas? -preguntó Jordan-. La noche está clara y la tormenta ha pasado.

- Irá Fernando -había dicho Pilar.

María estaba en el fondo de la cueva y Robert Jordan no podía verla.

- Buenas noches a todo el mundo -había dicho-. Voy a dormir.

De los que estaban ocupados extendiendo las mantas y los bultos en el suelo, frente al hogar, echando atrás mesas y asientos de cuero, para dejar espacio y acomodarse, sólo Primitivo y Andrés levantaron la cabeza para decir:

- Buenas noches.

Anselmo estaba ya dormido en un rincón, tan bien envuelto en su capa y en su manta, que ni siquiera se le veía la punta de la nariz. Pablo dormía en su sitio.

- ¿Quieres una piel de cordero para tu cama? -preguntó Pilar en voz baja a Robert Jordan.

- No. Muchas gracias. No me hace falta.

- Que duermas a gusto -dijo ella-. Yo respondo de tu material.

Fernando había salido con él. Se había detenido un instante en el lugar donde Jordan había extendido el saco de dormir.

- ¡Qué idea más rara la de dormir al sereno, don Roberto!

había dicho, de pie, en la oscuridad, envuelto en su capote hasta las cejas y con la carabina sobresaliendo por detrás de la espalda.

- Tengo costumbre de hacerlo así. Buenas noches.

- Desde el momento en que tiene usted la costumbre…

- ¿Cuándo es el relevo?

- A las cuatro.

- Va a pasar usted mucho frío de aquí a entonces.

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