La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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Dos días después, cada vez más encolerizado y más convencido de su invulnerabilidad, empezó a «maltratar» a sus jueces. Esta segunda carta a su esposa puede dividirse en varios puntos: Primero: Ya te dije en relación con los rumores de mi posible arresto que no estaba mezclado en ningún asunto y que el gobierno tendría que pedirme disculpas si me arrestaba. Segundo: Supuse esto porque sabía que me estaban siguiendo; se jactaban de hacerlo muy bien, y yo confiaba en su jactancia, porque calculaba que al enterarse de cómo vivía y qué hacía, sabrían que sus sospechas eran infundadas. Tercero: Fue un cálculo estúpido, porque también sabía que en nuestro país la gente es incapaz de hacer algo como es debido. Cuarto: Así, con mi arresto han comprometido al gobierno. Quinto: ¿Qué podemos hacer nosotros? ¿Disculparnos? Pero, ¿y si «él» no acepta la disculpa y dice: Usted ha comprometido al gobierno, y mi deber es explicarlo a este mismo gobierno? Sexto: Por consiguiente, aplazaremos este desagradable asunto. Séptimo: Pero el gobierno pregunta de vez en cuando si Chernyshevski es culpable, y, finalmente, el gobierno obtendrá una respuesta. Octavo: Esta respuesta es lo que estoy esperando.
«Se trata de la copia de una curiosa carta de Chernyshevski —añadió Potapov a lápiz—. Pero se equivoca: nadie tendrá que pedir disculpas.»
Pocos días más tarde empezó a escribir su novela, ¿Qué hacer?, y el 15 de enero ya había enviado la primera remesa a Pypin; una semana después mandó la segunda, y Pypin entregó ambas a Nekrasov para El Contemporáneo, que de nuevo tenía permiso para aparecer (a partir de febrero). También lo obtuvo La palabra rusa, tras una suspensión similar de ocho meses; y en la impaciente espera de ganancias periodísticas, el peligroso vecino tocado con un fez ya había mojado su pluma.
Es grato poder afirmar que en esta coyuntura una fuerza misteriosa resolvió tratar de salvar a Chernyshevski, al menos de este apuro. Estaba pasando una temporada muy difícil; ¿cómo evitar un sentimiento de compasión? El día 28, como el gobierno, exasperado por sus ataques, le negó la autorización para ver a su esposa, inició una huelga de hambre: estas huelgas eran entonces una novedad en Rusia y el exponente que encontraban era torpe. Los guardianes advirtieron que adelgazaba, pero al parecer se comía los alimentos... Sin embargo, cuando cuatro días más tarde, alarmados por el fétido olor de la celda, los centinelas la registraron y comprobaron que los alimentos sólidos estaban ocultos tras los libros, mientras la sopa de col había sido vertida por las hendiduras. El domingo, 3 de febrero, alrededor de la una de la tarde, el médico militar de la fortaleza examinó al prisionero y encontró que estaba pálido, tenía la lengua bastante clara y el pulso un poco débil; y aquel mismo día y a la misma hora Nekrasov, de regreso a su casa (en la esquina de las calles Liteynaya y Basseynaya) en un trineo de alquiler, perdió el paquete de papel rosado que contenía dos manuscritos, ambos gastados en los bordes y titulados ¿Qué hacer? Mientras recordaba toda su ruta con la lucidez de la desesperación, olvidó el hecho de que cuando se acercaba a su casa había dejado el paquete junto a sí con objeto de sacar la bolsa del dinero; y justo entonces el trineo había cambiado de dirección... un crujido mientras patinaba... y ¿Qué hacer? cayó rodando sin que nadie lo advirtiera: éste fue el intento de la fuerza misteriosa —en este caso, centrífuga— de confiscar el libro cuyo éxito estaba destinado a causar un efecto tan desastroso en el destino de su autor. Pero el intento falló: el paquete rosado lo recogió de la nieve que rodeaba al hospital Marynski un pobre oficinista, cargado con una familia numerosa. Cuando llegó a su casa, se caló las gafas y examinó su hallazgo... vio que era el principio de cierta clase de obra literaria y, sin un solo temblor, y sin quemarse los perezosos dedos, lo apartó a un lado. «¡Destruyalo!», suplicó una voz indefensa: en vano. La Gaceta Policíaca, de San Petersburgo, publicó el anuncio de su pérdida. El oficinista llevó el paquete a la dirección indicada y recibió la prometida recompensa: cincuenta rublos de plata.
Mientras tanto, los carceleros habían empezado a dar a Nikolai Gavrilovich gotas para estimular el apetito; las tomó dos veces y entonces, con grandes sufrimientos, anunció que no volvería a tomarlas porque no se negaba a comer por falta de apetito sino por capricho. En la mañana del día 6, «debido a falta de experiencia en discernir los síntomas del dolor», puso fin a la huelga de hambre y desayunó. El día 12, Potapov informó al comandante de que la comisión no podía permitir que Chernyshevski viera a su esposa hasta que estuviera completamente restablecido. Al día siguiente, el comandante anunció que Chernyshevski estaba bien y escribía a toda marcha. Olga Sokratovna llegó con grandes lamentaciones —sobre su salud, sobre los Pypin, sobre la escasez de dinero—, y después, entre lágrimas, se echó a reír al fijarse en la incipiente barba de su marido, y, finalmente, reanudó sus quejas y le abrazó.
—Basta ya, basta ya, querida —le decía él con mucha calma, con el tono pausado que mantenía invariablemente en sus relaciones con ella: en realidad, la amaba con pasión y sin esperanza.
—Ni yo ni nadie tiene ninsún motivo para pensar que no me pondrán en libertad —añadió al despedirse, con énfasis especial.
Pasó otro mes. El 23 de marzo tuvo lugar la confrontación con Kostomarov. Vladislav Dmitrievich estaba ceñudo y se enredaba con sus propias mentiras. Chernvshevski, con una lisera sonrisa de repugnancia, le replicó con brusquedad v desdén. Su superioridad era manifiesta. «¡Y pensar —exclama Steklov— que en estos días estaba escribiendo el vigoroso ¿Qué hacer?»
¡Qué lástima! Escribir ¿Qué hacer? en la fortaleza fue menos sorprendente que temerario, incluso por la misma razón de que las autoridades lo incorporaron a su caso. En general, la historia de la aparición de esta novela es muy interesante. La censura permitió que fuera publicado en El Contemporáneo, suponiendo que el hecho de que una novela que era «antiartística en grado máximo» desprestigiaría, sin duda alguna, la autoridad de Chernyshevski, y le convertiría en blanco de todas las burlas. Y, de hecho, ¿qué valor tienen, por ejemplo, las escenas «ligeras» de la novela? «Verochka tenía que beber media copa por su boda, media copa por la tienda y media copa a la salud de Julie (¡prostituta parisiense redimida que ahora es la mejor amiga de una de las protagonistas!) Ella y Julie se pusieron a jugar, con gritos y estrépito... Empezaron a luchar y ambas cayeron sobre el sofá... ya no querían levantarse, por lo que siguieron gritando y riendo hasta quedarse dormidas.» A veces el giro de una frase huele al popular lenguaje de los cuarteles y a veces a... Zoschchenko: «Después del té... fue a su habitación y se echó. Ahí la tenemos, leyendo en el cómodo lecho, pero el libro se evapora ante su vista y ahora Vera Pavlovna piensa: "¿Por qué será que en cierto modo me siento últimamente algo aburrida?"» Hay asimismo muchos solecismos encantadores; valga un ejemplo: cuando uno de los personajes, médico, tiene pulmonía y llama a un colega: «Durante mucho rato se palparon los costados de uno de ellos».
Pero nadie se burló. Ni siquiera los grandes escritores rusos se burlaron. Incluso Herzen, que lo encontraba «abyectamente escrito», lo calificó en seguida de este modo: «Por otro lado, hay muchas cosas buenas y sanas.» Pese a ello, no pudo evitar la observación de que la novela no termina sencillamente con un falansterio, sino con «un falansterio en un burdel». Pero, naturalmente, ocurrió lo inevitable: Chernvshevski, con su gran pureza (no había estado nunca en un burdel), con su ineenua aspiración de dotar al amor comunal de atavíos de especial belleza, involuntaria e inconscientemente, debido a la sencillez de su imaginación, había conseguido encontrar aquellos mismos ideales desarrollados por la tradición y la rutina en las casas de mala reputación; su alegre «velada de baile», basada en la libertad e igualdad en las relaciones entre ambos sexos (primero desaparece una. pareja y luego otra y vuelven otra vez), recuerda muchísimo los bailes del final de la Casa de Madame Tellier.