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La dadiva

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La dadiva
Название: La dadiva
Дата добавления: 15 январь 2020
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La dadiva - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.

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Tenemos tres puntos: C, K, P. Se dibuja un cateto, CK. Para dar realce a Chernyshevski las autoridades eligieron a un corneta ulano retirado, Vladislav Dmitrievich Kostomarov, quien el pasado agosto había sido degradado a soldado raso por imprimir publicaciones subversivas —hombre algo loco y con una pizca de pechorinismo que, además, escribía versos: dejó una huella de escolopendra en la literatura como traductor de poetas extranjeros. Se dibuja otro cateto, KP. El crítico Pisarev escribe sobre estas traducciones en el periódico La palabra rusa: reprende al autor por «El fulgor de la magnífica tiara, como un faro» (de Hugo), alaba su versión «sencilla y sentida» de algunos versos de Burns (que rezaban así: «Y ante todo, ante todo / Que los hombres sean honrados / roguemos para que sean entre sí / hermanos ante todo...», etcétera), y en relación con el informe de Kostomarov a sus lectores de que Heine había muerto impenitente, el crítico aconseja con picardía al denunciante que «eche una buena ojeada a sus propias actividades públicas». El trastorno mental de Kostomarov se pone de manifiesto en su florida grafomanía, en la insensata composición sonámbula (aunque sea hecha a medida) de ciertas cartas falsificadas, rebosantes de frases en francés; y, en fin, en su humor macabro: firmaba sus informes a Putilin (el detective): Veo jan Otchenashenko (Teofanes Padrecitonuestro) o Ventseslav Lyutyy (Wenceslao El Fiero). Y era, en efecto, fiero en su taciturnidad, funesto y falso, jactancioso y servil. Dotado de curiosas habilidades, sabía escribir con caligrafía femenina, lo cual explicaba con el hecho de que «bajo la luna llena le visitaba el espíritu de la reina Tamara». La pluralidad de caligrafías que sabía imitar, además de la circunstancia (otra de las bromas del destino) de que su escritura normal recordaba la de Chernyshevski, incrementó considerablemente el valor de este traidor hipnótico. Como prueba indirecta de que Chernyshevski había escrito la proclama «A los siervos de los terratenientes», la primera tarea que confiaron a Kostomarov fue fabricar una nota, supuestamente de Chernyshevski, que contuviera el encargo de alterar una palabra de la proclama; la segunda fue preparar una carta (a «Alexei Nikolayevich») que suministraría la prueba de la participación activa de Chernyshevski en el movimiento revolucionario. Tanto lo uno como lo otro Kostomarov lo confeccionó en un momento. La falsificación de la escritura es evidente: al principio su autor se esmeró, pero al parecer no tardó en encontrar tedioso el trabajo y lo continuó a toda prisa: tomemos como ejemplo la palabra «yo», ya (formada en escritura rusa de modo algo parecido al dele de un corrector de galeradas). En los manuscritos auténticos de Shernyshevski termina con una trazo hacia fuera, recto y enérgico —e incluso se curva un poco hacia la derecha—, mientras que en la falsificación este trazo se curva con una especie de extraño garbo hacia la izquierda superior, como si el ya estuviera saludando militarmente.

Durante estos preparativos, Nikolai Gavrilovich permaneció encerrado en el revellín Alekseyevski de la Fortaleza de Pedro y Pablo, muy cercano a Pisarev, que tenía veintiún años y había sido encarcelado cuatro días antes que él: ya está dibujada la hipotenusa, CP, y el fatídico triángulo CPK ha quedado consolidado. Al principio, la vida en la prisión no agobió a Chernyshevski; la ausencia de visitantes inoportunos parecía incluso placentera... pero el silencio de lo desconocido pronto empezó a exacerbarle. Una «profunda» estera se tragaba sin dejar huella los pasos de los centinelas que recorrían los pasillos... El único sonido procedente del exterior tara el clásico carillón de un reloj, que vibraba largamente en los oídos... Era una vida cuya descripción exige a un escritor una abundancia de puntos suspensivos... Se trataba de aquel maligno aislamiento ruso del que procedía el sueño ruso de una multitud benigna. Levantando una esquina de la cortina de bayeta verde, el centinela podía mirar al prisionero por la mirilla de la puerta; éste se hallaba sentado en su catre de madera verde o en una silla también verde, vestido con una bata de paño y una gorra de visera —estaba permitido llevar el propio tocado siempre que no fuera un sombrero de copa—, lo cual habla a favor del sentido de la armonía del gobierno pero crea, por la ley de los negativos, una imagen bastante tenaz (en cuanto a Pisarev, se cubría con un fez). También le permitían una pluma de ganso, y podía escribir sobre una mesita verde provista de un cajón corredizo, «cuyo fondo, como el talón de Aquiles, no había sido pintado» (Strannolyubski).

Pasó el otoño. Un retoño de serbal crecía en el patio de la prisión. Al prisionero número nueve no le gustaba pasear; sin embargo, al principio salía todos los días, pues suponía (tipo de suposición muy característico de él) que durante este tiempo registrarían su celda, y en consecuencia, una negativa a salir de paseo haría sospechar a la administración que ocultaba algo en ella; pero cuando se hubo convencido de que no era así (dejando hilos en varios sitios como marcas), se sentaba a escribir sin temores: en invierno ya había terminado la traducción de Schlosser y empezado a traducir a Gervinus y T. B. Macaulay. También escribió una o dos cosas suyas. Recordemos el «Diario» —y de uno de nuestros párrafos muy anteriores elijamos los cabos sueltos de algunas frases que trataban por anticipado de sus escritos en la fortaleza... o no —retrocedamos, si no tienen inconveniente, todavía más lejos, al «tema lacrimógeno» que empezó sus rotaciones en las páginas iniciales de nuestra historia tan misteriosamente giratoria.

Tenemos ante nosotros la famosa carta a su esposa, fechada el 5 de diciembre de 1862: un diamante amarillo entre el polvo de sus numerosas obras. Examinamos esta escritura de aspecto tosco y feo, pero asombrosamente legible, con los resueltos trazos al final de las palabras, con enroscadas erres y pes, y las amplias y fervorosas cruces de los «signos duros», y nuestros pulmones se dilatan con una emoción pura que no hemos sentido desde hace mucho tiempo. Strannolyubski califica, con justicia, a esta carta como el principio del breve florecimiento de Chernyshevski. Todo el fuego, todo el poder de la mente y la voluntad, todo cuanto tenía que estallar por fuerza en la hora de un levantamiento nacional, estallar y empuñar con potencia, aunque fuera por poco tiempo, el poder supremo... tirar violentamente de las riendas y tal vez enrojecer de sangre el labio de Rusia, el corcel encabritado; todo esto encontraba ahora una salida malsana en su correspondencia. Puede decirse de hecho que aquí estaba el objetivo y la corona de la dialéctica de toda su vida, que durante mucho tiempo se había ido acumulando en profundidades ahogadas; estas epístolas férreas, impulsadas por la furia, a la comisión que examinaba su caso, las cuales incluía en las cartas a su esposa, la rabia exultante de sus argumentos y esta megalomanía con rumor de cadenas. «La gente nos recordará con gratitud», escribió a Olga Sokratovna, y la razón le asistió: fue precisamente este sonido lo que encontró eco y se extendió por toda la restante parte del siglo, haciendo latir los corazones de millones de intelectuales de provincias con una ternura noble y sincera. Ya nos hemos referido a aquella parte de la carta en que habla de sus planes para compilar diccionarios. Después de las palabras «igual que Aristóteles», siguen éstas: «Sin embargo, ya he empezado a hablar de mis pensamientos; son secretos; no debes contar a nadie lo que digo sólo para ti.» «Aquí —comenta Steklov—, sobre estas dos líneas, cayó una lágrima, y Chernyshevski tuvo que escribir de nuevo las letras emborronadas.» Esto no es del todo cierto. La lágrima cayó (cerca del doblez de la hoja) antes de escribir estas dos líneas; Chernyshevski sólo tuvo que repetir dos palabras, «secretos» y «lo que» (una al principio de la primera línea, y la otra al principio de la segunda), palabras que cada vez empezó a trazar sobre el trozo húmedo y que, por tanto, quedaron inacabadas.

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