Las aventuras de Huckleberry Finn
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La historia se desarrolla a lo largo del r?o Misisipi, el cual recorren Huck y el esclavo pr?fugo Jim, huyendo del pasado que han sufrido con el prop?sito de llegar a Ohio. Detalles idiosincr?ticos de la sociedad sure?a como el racismo y la superstici?n de los esclavos, as? como la amistad son algunos de los temas centrales de la novela. Esta obra supone para Mark Twain un punto y aparte respecto de sus obras anteriores. Aqu? comienza una mirada pesimista sobre la humanidad que lejos de diluirse se acrecienta en siguientes creaciones como El forastero misterioso.
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Eso fue lo que hizo, y se quedó convencido, y se puso tan contento de volver a verme que no sabía que hacer. Quería enterarse de todo inmediatamente, porque era una gran aventura misteriosa, de manera que era lo que le gustaba. Pero yo le dije que dejara todo aquello para más tarde y le dije a su cochero que esperase, y nos apartamos algo y le conté el problema que tenía y le pregunté qué le parecía mejor hacer. Dijo que se lo dejara pensar un momento y no le dijera nada. Así que se quedó pensando y pensando, y al cabo de un momento va y dice:
—Está bien; ya lo tengo. Pon mi baúl en tu carreta y di que es el tuyo; y vuelve despacito, para llegar a la casa hacia la hora calculada; yo voy a deshacer un poco de camino para volver a empezar y llegar un cuarto de hora o media hora después que tú, y al principio no tienes que decir que me conoces.
Respondí:
—Muy bien, pero espera un momento. Queda algo más: algo que no sabe nadie más que yo, y es que ahí hay un negro que quiero robar para liberarlo, y se llama Jim; el Jim de la vieja señorita Watson.
Y él va y dice:
—¡Cómo! pero si Jim ya…
Se paró y siguió pensándolo, y luego voy yo y digo:
—Ya sé lo que vas a decir. Vas a decir que es un asunto sucio y ruin, pero, ¿qué me importa a mí? Yo soy ruin y voy a robarlo y quiero que te quedes callado y no digas nada. ¿Quieres?
Se le iluminó la mirada y dijo:
—¡Te voy a ayudar a robarlo!
Me quedé como de piedra, como si me hubieran pegado un tiro. Aquello era lo más asombroso que había oído en mi vida, y tengo que decir que Tom Sawyer decayó mucho en mi estima. Sólo que no podía creérmelo. ¡Tom convertido en un ladrón de negros!
—¡Bueno, vamos! —dije—. Estás de broma.
—De broma, nada.
—Bueno, pues —dije yo—, bromas o no, si oyes decir algo de un negro fugitivo no olvides que tú no sabes nada de él y yo tampoco.
Entonces él sacó su baúl y lo puso en mi carreta, y se marchó por su camino y yo por el mío. Pero, naturalmente, se me olvidó que tenía que ir despacio de lo contento y lo lleno de ideas que estaba, así que llegué a casa demasiado temprano para un viaje tan largo. El viejo estaba en la puerta y dice:
—¡Hombre, qué maravilla! ¡Quién habría pensado que esa yegua era capaz de correr tanto! Ojalá le hubiéramos tomado el tiempo. Y no ha sudado ni una gota, ni un gota. Es una maravilla. Hombre, ahora no aceptaría ni cien dólares por esa yegua, de verdad que no, y sin embargo antes la habría vendido por quince y me habría quedado tan contento.
No dijo nada más. Era la persona más inocente y más buena que he visto en mi vida. Pero no era de sorprender, porque no sólo era agricultor, sino también predicador, y tenía una iglesita de troncos en la trasera de la plantación que había construido él de su propio bolsillo para que sirviera de iglesia y de escuela, y nunca cobraba nada por predicar, y la verdad era que lo hacía muy bien. Allá en el Sur había muchos agricultores—predicadores, como él, que también hacían lo mismo.
Al cabo de una media hora apareció la carreta de Tom en la puerta principal y la tía Sally la vio por la ventana, porque sólo estaba a unas cincuenta yardas, y dijo:
—¡Vaya, ha venido alguien! ¿Quién será? Pues parece que es un desconocido. Jimmy —que era uno de sus hijos—, ve corriendo a decirle a Lize que ponga otro plato para la comida.
Todo el mundo echó a correr a la puerta principal porque, naturalmente, no llegan desconocidos todos los años, así que resultan más interesantes que la fiebre amarilla. Tom ya había cruzado la puerta e iba hacia la casa; la carreta se volvía hacia el pueblo y todos estábamos amontonados a la entrada. Tom llevaba la ropa comprada en la tienda y tenía un público, que era lo que más le gustaba en el mundo a Tom Sawyer. En circunstancias así no le resultaba nada difícil darse todos los aires que hiciera falta. No era un chico para llegar manso como una oveja; no, llegaba con calma y con aires de importancia, como un carnero. Cuando llegó delante de nosotros se quitó el sombrero muy elegante y muy fino, como si fuera la tapadera de una caja dentro de la que hubiera mariposas durmiendo y no quisiera molestarlas, y va y dice:
—¿El señor Archibald Nichols, supongo?
—No, muchacho —dijo el anciano—. Siento decirte que tu conductor te ha engañado; la casa de Nichols está unas tres millas más allá. Pasa, pasa.
Tom echó una mirada por encima del hombro y dice:
—Demasiado tarde, ya no se ve.
—Sí, se ha ido, hijo mío, y debes entrar y comer con nosotros, y después engancharemos la yegua y te llevamos a casa de Nichols.
—Ah, no puedo causarles tanta molestia; ni pensarlo. Iré a pie… No me importa la distancia.
—Pero no te vamos a dejar que vayas a pie; eso no sería la hospitalidad del Sur. Pasa sin más.
—Sí, por favor —dijo la tía Sally—; no es ninguna molestia. Debes quedarte. Son tres millas largas y hay mucho polvo; no podemos dejar que vayas a pie. Y, además ya les he dicho que pongan otro plato cuando te vi llegar, así que no debes desilusionarnos. Pasa adentro, que estás en tu casa.
Así que Tom les dio las gracias con mucha animación y cortesía y se dejó persuadir; una vez dentro dijo que era de Hicksville, Ohio, y que se llamaba William Thompson, e hizo otra reverencia.
Bueno, no dejó de hablar y de hablar y de hablar inventándose cosas de Hicksville y de toda clase de gente que se le iba ocurriendo, y yo me iba poniendo nervioso y preguntándome cómo me iba a ayudar aquello a salir del apuro; por fin, mientras seguía hablando, se levantó y le dio a tía Sally un beso en plena boca y después volvió a sentarse en su silla tan tranquilo e iba a seguir hablando; pero la tía Sally dio un salto, se limpió la boca con el dorso de la mano y dijo:
—¡Atrevido, maleducado!
Él pareció dolerse, y va y dice:
—Me sorprende, señora.
—Te sorpre… Pero, ¿quién te crees que soy? Me dan buenas ganas de agarrar y… Pero, ¿qué es eso de darme un beso?
Él pareció encogerse, y dijo:
—No era con mala intención, señora. No quería disgustarla, yo … yo… Creí que le gustaría.
—¡Menudo idiota! —agarró el huso de la rueca y pareció que iba a darle un golpe con él—. ¿Por qué iba a gustarme?
—Bueno, no sé. Es que… Es que… Me dijeron que así sería.
—Te dijeron que así sería. Pues el que te lo dijera es otro lunático. Nunca he oído nada igual. ¿Quiénes te lo dijeron?
—Bueno, todo el mundo. Eso fue lo que dijeron, señora.
Ella apenas podía aguantarse, echaba fuego por los ojos y movía los dedos como si quisiera arañarlo, y dijo: