Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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—No, no lo aprobaría— continuó Pierre, después de haberlo pensado. —Lo que sí le gustaría es nuestra vida familiar. Deseaba ver en todo felicidad, calma, dignidad, y yo me sentiría orgulloso de que nos viera. Tú hablas de nuestras separaciones, y no creerías lo que siento hacia ti después de una separación...
—Y además...— comenzó Natasha.
—No, no es eso, jamás dejo de amarte. No se puede amar más. Pero se trata de otra cosa... Bueno, si...
Y no terminó, porque la mirada que cambiaron lo decía todo.
—Es una tontería eso de que la luna de miel y el período más feliz es al principio— dijo de pronto Natasha. —Al contrario, ahora es la época mejor. ¡Si al menos no tuvieras que irte! ¿Te acuerdas cómo reñíamos? Siempre era yo la culpable. Siempre yo. ¿Por qué eran las disputas? Ni lo recuerdo siquiera.
—Siempre por lo mismo— sonrió Pierre. —Los celos...
—No lo digas. ¡No lo puedo soportar!— exclamó Natasha, y en sus ojos brilló una mirada fría y rencorosa. —¿La has visto?— añadió después de un breve silencio.
—No; y aunque la hubiera visto, no la habría reconocido.
Callaron.
—¡Ah!, ¿sabes? Mientras hablabas en el despacho, estuve observándole— comenzó rápidamente Natasha, para apartar, seguramente, aquella nube. —El chiquillo— así llamaba a su hijo —se parece a ti como una gota de agua a otra. ¡Ah, ya es hora de darle el pecho! ¡Me da pena irme!
Callaron unos segundos; después, de pronto y simultáneamente, se volvieron el uno al otro y empezaron a hablar: Pierre, satisfecho y animado; Natasha, con una sonrisa apacible y feliz. Al advertirlo, los dos se detuvieron cediéndose la palabra mutuamente.
—No, habla tú... ¿qué ibas a decir?
—Nada, nada..., habla tú— dijo Natasha.
Pierre comenzó. Era la continuación de su relato sobre el éxito de San Petersburgo, que tan satisfecho lo tenía. En aquel instante le parecía ser llamado a dar una nueva orientación a toda la sociedad rusa y a todo el universo.
—Quería decir solamente que todas las ideas que tienen grandes consecuencias suelen ser muy sencillas. Mi idea es que si todos los hombres corruptos se han aliado y eso les da fuerza, los honestos deben hacer lo mismo. ¿Ves qué sencillo?
—Sí.
—Y tú, ¿qué ibas a decir?
—¡Bah! Tonterías.
—Dilo.
—Nada— dijo Natasha, sonriendo de nuevo. —Quería hablar de Petia. Hoy, cuando la niñera ha venido a llevarlo, se ha reído, ha cerrado los ojos y se ha apretado más a mí; pensaría, seguramente, que se había escondido. ¡Es una delicia! Mira; ya está gritando. Bueno, adiós.
Y salió de la habitación.
Entretanto, en el dormitorio de Nikóleñka Bolkonski, situado en la planta baja, ardía la lamparilla de noche (el muchacho tenía miedo a la oscuridad y no había manera de subsanar ese defecto). Dessalles dormía con la cabeza alta sobre cuatro almohadas y su nariz romana resoplaba regularmente. Nikóleñka acababa de despertar envuelto en sudor frío, estaba sentado en su cama, con los ojos muy abiertos y fijos. Lo había despertado una pesadilla espantosa. Había soñado que Pierre y él, con unos cascos en la cabeza, como podían verse en las ilustraciones de Plutarco, estaban al frente de un enorme ejército, compuesto de líneas blancas y oblicuas que llenaban el espacio, como los hilos de las telarañas que durante el otoño vuelan en el aire, a las que Dessalles llamaba le fil de la Vierge. Delante iba la gloria, representada por hilos de la misma clase, pero algo más compactos. Pierre y él avanzaban ligeros y alegres, cada vez más próximos a la meta. De pronto, los hilos que los movían comenzaron a debilitarse, a enmarañarse, la situación empeoraba. El tío Nikolái Ilich se detuvo frente a ellos con gesto severo y amenazador.
“¿Lo habéis hecho vosotros? —decía señalando el lacre y las plumas rotas—. Os tenía cariño, pero Arakchéiev me lo ha ordenado, y estoy dispuesto a matar al primero que dé un paso.” Nikóleñka se volvió a Pierre, pero él había desaparecido. Pierre era su padre, el príncipe Andréi. Y su padre no tenía ni rostro ni figura; pero era él, y al verlo Nikólushka se sintió desfallecer de amor: se iba haciendo cada vez más débil, más etéreo, como diluido. Su padre lo acariciaba y lo compadecía, pero el tío Nikolái Ilich estaba cada vez más cerca de ellos. El espanto se adueñó de Nikólushka y se despertó.
“Era mi padre —pensó—. Mi padre.”
Aunque en la casa había dos retratos muy parecidos a como había sido su padre, Nikóleñka nunca pudo representarse al príncipe Andréi en figura humana. “Mi padre —siguió pensando— estaba conmigo; me acariciaba; le parece bien como yo pienso, también estaba de acuerdo con el tío Pierre. Diga lo que diga, yo lo haré. Mucio Scévola quemó su mano. ¿Por qué no voy a hacer yo lo mismo? Ya lo sé: quieren que estudie y estudiaré. Pero algún día dejaré de estudiar y entonces lo haré. Sólo pido a Dios una cosa, que me suceda lo que les sucedió a los héroes de Plutarco; haré como ellos y aún mejor; todos lo sabrán, me querrán y admirarán.” Y de pronto, Nikóleñka sintió que el pecho le estallaba en sollozos y comenzó a llorar.
—Êtes-vous indisposé?— preguntó Dessalles. 636
—Non— contestó Nikóleñka; y se recostó sobre la almohada.
“Es bueno y lo quiero —se dijo pensando en Dessalles—. ¡Y el tío Pierre! ¡Qué hombre tan extraordinario! ¡Y mi padre! ¡Mi padre! ¡Mi padre! Sí, haré de tal manera que hasta élestará contento de mí...”
Segunda parte
I
El objeto de la historia es la vida de los pueblos y de la humanidad. Pero es imposible abarcar y describir con palabras la vida, no ya de la humanidad entera, sino de un solo pueblo.
Para descubrir y captar la vida de un pueblo —que parece inasequible— los historiadores de antes utilizaban frecuentemente un recurso sencillo: la actividad de los individuos que dirigían el pueblo representaba para ellos la actividad de todo el pueblo.
Los historiadores debían responder a dos preguntas: la primera trataba de saber cómo conseguían algunos individuos que los pueblos obedeciesen su voluntad. Lo explicaban atribuyendo a la voluntad divina la elección de un guía que sometía a los pueblos a su voluntad; respondían a la segunda pregunta recurriendo a la misma divinidad que orientaba la voluntad del elegido hacia el objetivo predestinado.
Es decir, la fe en la participación directa de la divinidad en las obras humanas explicaba esos problemas.
Pero la historia moderna rechaza, en teoría, ambas afirmaciones.
Parecería lógico que, al rechazar la creencia de los pueblos antiguos en la subordinación del hombre a la divinidad y en objetivos determinados hacia los cuales son conducidos, la nueva ciencia debería estudiar no las manifestaciones del poder, sino las causas que lo originan. Pero no lo hizo. Aun rechazando, en teoría, las viejas concepciones de los historiadores, las sigue en la práctica.
En lugar de hombres dotados de un poder divino y guiados directamente por la voluntad divina, la historia moderna ha introducido bien a héroes provistos de cualidades extraordinarias y sobrehumanas o sencillamente a hombres dotados de las más diversas propiedades, desde monarcas hasta periodistas, puestos al frente de las masas. En lugar de los fines señalados por la divinidad a ciertos pueblos —hebreo, griego, romano— que los antiguos equiparaban a los fines de la humanidad, la historia moderna sitúa sus propios fines: el bien del pueblo francés, inglés o alemán; y en su máxima abstracción, el bien de la civilización humana, concepto con el cual habitualmente entienden a los pueblos que ocupan el pequeño rincón noroccidental de un gran continente.
La historia moderna ha rechazado las creencias de antes sin hallar una nueva concepción; y la lógica ha obligado a ciertos historiadores que niegan, en apariencia, el poder divino de los reyes y el fatumde los antiguos a llegar por otros caminos a la misma conclusión: al reconocimiento de que 1) los hombres están dirigidos por individuos singulares, y 2) que existe una determinada meta, a la cual tienden los pueblos y la humanidad.