Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Cuando todos se levantaron para ir a cenar, Nikóleñka Bolkonski se acercó a Pierre. Estaba muy pálido y le brillaban los ojos.
—Tío Pierre... usted... no... Si papá viviera, ¿estaría de acuerdo con usted?
Pierre comprendió de pronto el complejo choque de ideas y sentimientos peculiares y profundos que había originado en el muchacho la conversación reciente y, recordando todo lo dicho, lamentó que él lo hubiera escuchado. Pero había que contestar.
—Creo que sí— dijo con desgana, y salió del despacho.
Nikólushka bajó la cabeza y entonces se dio cuenta de lo que había hecho en la mesa. Ruborizado, se acercó a Nikolái, mostrando el lacre y las plumas rotas.
—Tío, perdóneme, lo hice sin querer— dijo.
Nikolái tuvo un gesto de contrariedad.
—Bueno, bueno— dijo, arrojando debajo de la mesa los pedazos de lacre y las plumas; y dominando, al parecer, con esfuerzo, su cólera, se apartó del muchacho. —No debías haberte quedado aquí— le dijo.
XV
Durante la cena no se habló ni de política ni de sociedades; la conversación giró sobre los recuerdos de 1812, tema especialmente agradable para Nikolái, suscitado por Denísov, en el que Pierre se mostró especialmente divertido y simpático. Al separarse eran los mejores amigos del mundo.
Nikolái pasó a su despacho, se puso el batín, dio las últimas instrucciones al administrador, que estaba esperándolo, y entró en la alcoba. Su mujer permanecía sentada ante el escritorio y escribía algo.
—¿Qué escribes, Marie?— preguntó.
La condesa se ruborizó. Temía que lo escrito no fuera comprendido y aprobado por su marido.
Habría querido esconderlo, pero, al mismo tiempo, estaba contenta de haber sido sorprendida y obligada a decírselo.
—Es mi diario, Nicolás— dijo tendiéndole un pequeño cuaderno azul, lleno de su caligrafía grande y firme.
—¿Un diario?— preguntó él con cierto deje irónico.
Tomó en sus manos el cuaderno. En francés había escrito lo siguiente:
4 de diciembre. Hoy Andriusha (el hijo mayor) no quería vestirse por la mañana y mademoiselle Luisa me ha hecho llamar. El niño se había puesto caprichoso y terco. Traté de amenazarlo, pero eso hizo que se enfadara aún más. Entonces decidí dejarlo y, con la niñera, empecé a vestir a los otros. A él le dije que no lo quería. Quedó callado largo rato, como si esto le causase asombro. Después se precipitó hacia mí, en camisón, y rompió a llorar de tal modo que me costó mucho serenarlo. Era evidente, lloraba sobre todo por haberme disgustado. Después, cuando por la tarde le di su nota, se echó a llorar de nuevo al besarme. Con ternura se puede conseguir todo de él.
—¿Qué es eso de la nota?— preguntó Nikolái.
—He comenzado a dar todas las noches una nota a los mayores calificando su conducta.
Nikolái fijó la mirada en los ojos luminosos vueltos hacia él y siguió hojeando y leyendo el cuaderno. El diario registraba los más pequeños detalles de la vida de los niños, todo aquello que a la madre parecía indicio de sus caracteres o ideas generales sobre la manera de educarlos. Eran, en general, detalles mínimos; pero no lo parecían así ni a la madre ni al padre, cuando ahora leyó por primera vez el diario.
Con fecha del 5 de diciembre había escrito:
Mitia se ha portado mal en la mesa. Su padre ordenó que no le diesen postre, y así se hizo; y mientras los demás comían, él los miraba con tanta tristeza y avidez, que, a mi juicio, un castigo semejante, privar a un niño del postre, sólo desarrolla en él la glotonería. Tengo que decírselo a Nicolás.
Nikolái dejó el diario sobre la mesa y contempló a su mujer. Los ojos luminosos interrogaban, le preguntaban si lo aprobaba o no. Nikolái lo aprobaba, desde luego, y admiraba a su mujer.
“Tal vez no debería hacerlo en forma tan pedante, tal vez tampoco sea necesario." Pero ese trabajo espiritual incansable y continuo, que no tenía otra finalidad que el bien moral de los niños, la llenaba de entusiasmo. Si Nikolái hubiera sido capaz de analizar sus propios sentimientos, habría comprendido que la principal razón de su amor firme, profundo y tierno por su mujer se asentaba, principalmente, en la admiración y el asombro ante su espíritu y el mundo moral en que ella vivía y que era casi inaccesible para él.
Estaba orgulloso de su inteligencia y reconocía su inferioridad, en comparación con ella, desde el punto de vista espiritual y se mostraba tanto más feliz de que esa mujer, con semejante espíritu, no sólo le perteneciese sino que formase parte de él mismo.
—Me parece bien, me parece muy bien todo, querida— dijo con aire importante; y tras un breve silencio añadió: —Pues yo, hoy, me he portado muy mal. Tú no estabas en el despacho. Discutí con Pierre y me acaloré. Era imposible reaccionar de otra manera. Es un niño. No sé qué sería de él si Natasha no lo sujetase de las bridas. ¿Te imaginas para qué fue a San Petersburgo? Han organizado allí...
—Lo sé, lo sé por Natasha— dijo la condesa María.
—Entonces sabrás— prosiguió Nikolái, cada vez más enardecido por el recuerdo de la pasada discusión —que Pierre quiso convencerme de que el deber de todo hombre de bien consiste en ir contra el gobierno, y que el juramento y el deber... Siento que no hayas estado allí. Todos se volvieron contra mí; Denísov y Natasha... lo de Natasha es de risa. Lo tiene bien sujeto, pero cuando se trata de razonar, no tiene personalidad alguna, no hace más que repetir lo que dice su marido— concluyó, sin resistir a ese íntimo deseo de censurar a las personas cercanas más queridas. Olvidaba que de sus relaciones con su esposa se hubiera podido decir lo mismo que estaba afirmando de Natasha y Pierre.
—Sí, ya lo he notado— dijo la condesa María.
—Cuando le dije que el deber y el juramento de lealtad están por encima de todo, trató de demostrar Dios sabe qué; siento que no estuvieras allí. ¿Qué habrías dicho?
—Creo que tienes toda la razón. Así se lo dije a Natasha. Pierre asegura que todos sufren, padecen y se corrompen, y que nuestra obligación consiste en ayudar al prójimo. Tiene razón, sin duda, pero olvida que existen otros deberes, más inmediatos, indicados por el mismo Dios, y que nosotros podemos arriesgar nuestra vida, pero no la de nuestros hijos.
—Eso es precisamente lo que yo le decía— afirmó Nikolái, que creía sinceramente haberlo dicho. —Pero ellos siguieron insistiendo: el amor al prójimo y el cristianismo, todo en presencia de Nikóleñka, que se había metido en el despacho y ha roto todo en mi mesa.
—¡Ah, Nicolás! ¿Sabes?, Nikólushka me hace sufrir a menudo. Es un muchacho extraordinario y tengo miedo de que pensando en los nuestros no lo atiendo bastante. Todos tenemos hijos; cada uno tiene a sus padres, pero él no tiene a nadie. Siempre está solo con sus pensamientos.
—Me parece que no hay motivo para que te reproches nada. Has hecho y haces por él lo que la madre más cariñosa haría por su hijo, y a mí, naturalmente, me alegra que seas así. Es un excelente muchacho. Hoy escuchaba a Pierre como en una especie de éxtasis. Cuando nos disponíamos a cenar me di cuenta de que había hecho trizas todo cuanto tenía sobre mi mesa, y él mismo me lo dijo en seguida. Nunca lo he oído mentir. ¡Sí, es un chico excelente!— repitió Nikolái, a quien, en el fondo, no le gustaba Nikóleñka, pero siempre se empeñaba en reconocer que era un excelente muchacho.
—Sin embargo, una madre es otra cosa— dijo la condesa María. —Me doy cuenta de que no es lo mismo, y eso me hace sufrir. Es un chiquillo maravilloso pero temo mucho por él. Le vendría bien tener amigos.
—Pues no habrá que esperar mucho. Lo llevaré este mismo verano a San Petersburgo— dijo Nikolái. —Sí, Pierre fue siempre un soñador y lo sigue siendo— volvió a la conversación del despacho, que evidentemente le había producido inquietud. —¿Qué puede importarme a mí que Arakchéiev no sea bueno? ¿Qué podía importarme todo esto cuando me casé, agobiado por las deudas y a punto de ser metido en la cárcel y con una madre que no lo veía ni comprendía? Y además, estás tú, y los niños, y la dirección de las fincas. ¿Acaso es para mí un placer estar ocupado desde la mañana hasta la noche en el campo y en la oficina? Nada de eso; pero sé que debo trabajar para que mi madre esté tranquila, para estar contigo y para que mis hijos no pasen las miserias que he pasado yo.