Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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El día de su liberación había visto el cadáver de Petia Rostov. Aquel mismo día supo que el príncipe Andréi Bolkonski había sobrevivido un mes después de la batalla de Borodinó y que había muerto hacía poco en Yaroslavl, en casa de los Rostov. Y al mismo tiempo que Denísov le contaba todo eso, hizo alusión a la muerte de Elena, suponiendo que Pierre estaba enterado de ella hacía tiempo. Tal cúmulo de acontecimientos pareció entonces a Pierre simplemente extraño. Se sentía incapaz de comprender todo el significado de aquellas noticias; su único afán era salir lo antes posible de aquellos lugares donde los hombres se mataban, llegar a un refugio tranquilo donde pudiera recobrarse, descansar y reflexionar sobre tantas cosas extrañas y nuevas que había aprendido aquellos días. Pero en cuanto llegó a Orel, cayó enfermo. Recobrado de la enfermedad, Pierre vio en torno a su lecho a dos de sus criados venidos de Moscú —Terenti y Vaska— y a la mayor de las princesas, que vivía en Elets, en una hacienda de Pierre, y quien, al enterarse de su liberación y enfermedad, había acudido a cuidarlo.
Durante la convalecencia Pierre fue olvidando poco a poco las impresiones de los últimos meses, habituándose a la idea de que al día siguiente nadie lo obligaría a ir quién sabe adonde, que nadie lo echaría de su tibio lecho, ni le faltaría la comida, ni el té, ni la cena. Pero en sueños siguió durante largo tiempo viéndose en las mismas condiciones del cautiverio. Con gran lentitud fue comprendiendo las novedades que supo al ser liberado: la muerte del príncipe Andréi, la de su mujer y la derrota total de los franceses.
Un jubiloso sentimiento de libertad —de esa libertad plena, inalienable, connatural al hombre, de la que por primera vez tuvo conciencia a la salida de Moscú— colmaba el espíritu de Pierre durante su convalecencia. Lo asombraba que su libertad interna, independiente de las condiciones exteriores, rodease de un lujo, a todas luces excesivo, su libertad externa. Se encontraba solo, en una ciudad desconocida, sin amigos. Nadie exigía nada de él; nadie lo hacía ir a lugares desconocidos; poseía todo cuanto deseaba; lo que pensaba antes de su mujer y lo había atormentado tanto ya no existía puesto que ella tampoco existía.
“¡Ah, qué bien! ¡Qué maravilla!”, se decía cuando le acercaban la mesa cubierta de un mantel limpio, sobre el cual habían puesto una taza de oloroso caldo; o cuando para dormir se echaba en un lecho blando, o cuando se acordaba de que todo había acabado, lo de su mujer y lo de los franceses. “¡Qué bien! ¡Qué maravilla!”
Siguiendo su vieja costumbre, solía preguntarse: “¿Y después, qué voy a hacer?”. Y en seguida se respondía: “Nada: viviré... ¡también eso es maravilloso!”.
Ya no existía aquel objetivo vital por el que había sufrido tanto y que siempre buscaba. Y no se debía a una simple casualidad si ese objetivo había dejado de existir en aquellos momentos, se daba cuenta de que no existía ni podía existir. Y esa ausencia de un fin determinado le proporcionaba esa conciencia perfecta y alegre de libertad, que entonces lo hacía tan feliz.
No podía tener un objetivo, porque ahora poseía la fe: no la fe en determinadas normas o palabras, ni la fe en unas ideas, sino la fe en un Dios vivo siempre presente. Hasta entonces lo había buscado en los objetivos que se planteaba; porque aquella búsqueda de un fin no era más que la búsqueda de Dios. Y de súbito, en el cautiverio, había conocido, sin necesidad de palabras ni de razonamientos sino por sentimiento directo, lo que su niñera le había dicho muchos años atrás: Dios está aquí, en todas partes. Pierre había aprendido que el Dios de Karatáiev era más grande, infinito e inconcebible que el Arquitecto del Universo reconocido por los masones. Y experimentaba el sentimiento de un hombre que ha encontrado de pronto bajo sus pies lo que había buscado durante mucho tiempo, mientras dirigía la vista a lo lejano. Durante toda su vida Pierre había mirado a un punto distante por encima de las cabezas de los hombres que lo rodeaban. Y ahora sabía que no era necesario fijar la vista allí, sino mirar sencillamente ante sí.
Hasta entonces no había sabido ver en nada lo grande, lo inconcebible e infinito. Sabía que estaba en alguna parte y lo buscaba. En todo lo cercano, comprensible, veía únicamente la limitación, lo mezquino, la vulgaridad, lo absurdo; procuraba, utilizando mentalmente una especie de anteojo, ver a lo lejos, allí donde lo mezquino y vulgar se perdían de vista en medio de una bruma difusa, pareciéndole por ello grande e infinita. Así veía la vida europea, la política, la masonería, la filosofía, la filantropía. No obstante, también entonces, en los instantes que él consideraba como una debilidad suya, su mente superaba aquella lejanía y veía, también allí, lo mezquino, lo vulgar y lo absurdo. Ahora, en cambio, había aprendido a ver lo grande, infinito y eterno en cada cosa; y como algo lógico, para verlo bien, para gozar de su vista, apartó de sí el anteojo con el que había mirado por encima de sus semejantes y contempló alegremente la vida eternamente mudable, eternamente grande, inconcebible e infinita que lo rodeaba. Y cuanto más de cerca la miraba, tanto más tranquilo y feliz se sentía. Aquella terrible pregunta del “¿por qué?”, que echaba abajo todas sus construcciones mentales, había dejado de existir para él. En su alma había desde entonces una simple respuesta; porque existe Dios, ese Dios sin cuya voluntad no cae ni un solo cabello de la cabeza del hombre.
XIII
Pierre no había cambiado apenas en su manera de ser. Seguía siendo, aparentemente, el mismo de antes: distraído, ocupado, al parecer, no en lo que tenía delante sino en algo peculiar y suyo. La diferencia entre su estado anterior y el de ahora consistía en que antes, cuando olvidaba lo que tenía delante o lo que le decían, dolorosas arrugas surcaban su frente, como si tratara de ver y no consiguiera distinguir algo demasiado alejado de él. Ahora olvidaba también lo que tenía delante o le decían; pero fijaba su atención en lo que le decían con una imperceptible sonrisa irónica, aunque era evidente que veía y escuchaba algo absolutamente distinto. Antes parecía una buena persona, pero desgraciada; por ello la gente se alejaba de él aun sin darse cuenta. Ahora, su rostro estaba siempre iluminado por una sonrisa jubilosa y en sus ojos se transparentaba la simpatía por los hombres, la pregunta de si estaban todos tan a gusto como lo estaba él. Y los demás se encontraban siempre bien en su presencia.
Antes hablaba mucho; se acaloraba en las discusiones y escuchaba poco; ahora rara vez se apasionaba y sabía escuchar de tal manera que todos le confiaban de buen grado sus más íntimos secretos.
La princesa, su prima, que nunca había manifestado afecto por él, afecto convertido en hostilidad después de la muerte del viejo conde, pues se sentía en deuda con Pierre, ahora, después de una breve estancia en Orel a donde había ido para demostrar que, pese a su ingratitud, consideraba como un deber suyo cuidarlo, sintió con asombro que lo quería. Pierre no hacía nada para ganarse su simpatía; se limitaba a observarla con curiosidad. Hasta entonces, la princesa siempre había notado que Pierre no sentía por ella más que una burlona indiferencia a la cual oponía la faceta defensiva de su carácter, encerrada en sí misma, lo mismo que hacía con otras personas; ahora, en cambio, le parecía que él trataba de comprenderla, de escuchar atentamente cuanto le decía, y —al principio con desconfianza, después con gratitud— no ocultaba ante él las íntimas y excelentes cualidades de su alma.
El hombre más astuto no habría logrado ganar más hábilmente la confianza de la princesa; Pierre lo consiguió reanimando los recuerdos del mejor período de su juventud y mostrando por ellos profunda simpatía. Pero toda la sabiduría de Pierre se reducía a buscar su propia satisfacción, despertando en la seca princesa, orgullosa a su manera, sentimientos humanos.