Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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El Zar había salido de San Petersburgo el 7 de diciembre con el conde Tolstói, el príncipe Volkonski, Arakchéiev y otros personajes de su séquito. El día 11 llegó a Vilna y, en su trineo, se dirigió inmediatamente al castillo. A la entrada, a pesar del frío intenso, lo esperaban casi un centenar de generales y oficiales de Estado Mayor con uniforme da gala, sin contar la guardia de honor del regimiento Semiónovski.
Un correo, que precedía al Zar en un trineo arrastrado por tres caballos sudorosos, anunció la llegada de Alejandro. Konovnitsin corrió al zaguán para avisar a Kutúzov, que aguardaba en una pequeña pieza de la portería.
Unos instantes después la gruesa y alta figura del viejo general, también con uniforme de gala y todas sus condecoraciones en el pecho, con el fajín que le oprimía el vientre, salió, balanceándose, al zaguán. Se puso el sombrero, tomó los guantes y, de lado, con gran dificultad, bajó las escaleras y tomó el informe que debía entregar al Soberano.
Todos los ojos, en medio de aquel ir y venir de susurros, de la carrera desenfrenada de una troika, estaban fijos en un trineo que se acercaba al galope y donde se veían las figuras del Zar y de Volkonski.
Pese a sus cincuenta años de costumbre, todo ello provocó en el viejo general un estado de inquietud física. Preocupado, tanteaba el uniforme con gesto nervioso y se enderezaba el sombrero en el instante preciso en que el Soberano descendía del trineo y miraba hacia él; Kutúzov volvió a ser dueño de sí mismo e irguiéndose avanzó, tendió a Alejandro su informe y habló con su voz de siempre, mesurada y sugestiva.
El Zar lo envolvió en una rápida mirada de pies a cabeza, frunció momentáneamente el ceño pero, dominándose en seguida, se acercó y lo abrazó. Y una vez más, la impresión de esa muestra de afecto relacionada con sus pensamientos más íntimos conmovió como siempre a Kutúzov, que no pudo dominar un sollozo.
Alejandro saludó a los demás oficiales, pasó revista a la guardia de honor del regimiento Semiónovski, volvió a estrechar la mano de Kutúzov y, por último, entró con él en el castillo.
Una vez a solas Alejandro le manifestó su disgusto por la lentitud con que había perseguido al enemigo y los errores cometidos en Krásnoie y el Berezina; a renglón seguido le participó sus puntos de vista sobre la futura campaña, más allá de la frontera. Kutúzov no objetó ni dijo nada. La misma expresión de sumisión inexpresiva con la que siete años antes había escuchado las órdenes del Zar en el campo de Austerlitz reaparecía ahora en su rostro.
Cuando Kutúzov salió del despacho de Su Majestad y atravesaba con sus pasos balanceantes y pesados y con la cabeza baja la sala, lo detuvo una voz.
—Alteza— decía alguien.
Kutúzov alzó la cabeza y contempló largamente los ojos del conde Tolstói, quien, de pie ante él, le presentaba un pequeño objeto en una bandeja de plata. Al parecer, Kutúzov no entendía lo que se pretendía de él.
De pronto pareció recordar; una imperceptible sonrisa vagó por su grueso rostro, e inclinándose profunda y respetuosamente tomó el objeto que le presentaban en la bandeja: era la cruz de primera clase de la Orden de San Jorge.
XI
Al día siguiente el comandante en jefe ofreció un banquete seguido de baile, que fue honrado con la presencia del Zar. Kutúzov había sido condecorado con la cruz de San Jorge de primera clase. El Soberano le tributaba los máximos honores, pero todos sabían que Alejandro estaba disgustado con él. Se observaban las conveniencias y el Zar daba el ejemplo; pero nadie ignoraba que el viejo era culpable y no servía para nada. Cuando Kutúzov, al entrar Alejandro en la sala de baile, ordenó poner a los pies del Soberano (según costumbre en la época de Catalina) las banderas cogidas al enemigo, el Zar frunció el ceño, contrariado, y profirió algunas palabras en las que ciertos cortesanos creyeron entender: “Viejo comediante”.
El descontento del Zar se acrecentó sobre todo en Vilna porque Kutúzov no quería o no podía comprender el sentido de la campaña inminente.
Y cuando Alejandro al día siguiente, delante de los oficiales reunidos en su palacio, dijo: “No habéis salvado sólo a Rusia, habéis salvado a Europa”, todos comprendieron que la guerra no había terminado.
Kutúzov era el único que no quería entenderlo así y manifestaba abiertamente su parecer de que una nueva guerra no podría mejorar la situación ni acrecentar la gloria de Rusia, sino que la situación empeoraría y rebajaría aquella cumbre de gloria a la que Rusia, según él, había llegado. Trataba de hacer comprender al Zar la imposibilidad de reclutar nuevas fuerzas, hablaba del lastimoso estado de la población, de la posibilidad de fracasos, etcétera.
Como es natural, en semejante disposición de ánimo el comandante en jefe no representaba más que un obstáculo y un freno para la guerra inminente.
Para evitar choques con el viejo se halló una solución para quitarlo de en medio, lo mismo que en Austerlitz, y que era el mismo recurso empleado con Barclay al comienzo de la última campaña: sin inquietarlo, sin decirle nada, privarlo del poder que disfrutaba y pasar ese poder al Zar en persona.
Con ese fin, y poco a poco, fue cambiando el Estado Mayor, con lo cual la fuerza principal de Kutúzov quedó deshecha y recompuesta en torno a la figura del Soberano. Toll, Konovnitsin y Ermólov recibieron otros destinos.
Y todos repetían en voz alta que el general en jefe estaba muy débil y su salud era precaria.
Debía de estar débil para ceder su puesto a quien venía a sustituirlo; y lo estaba de verdad.
Con la misma naturalidad pausada y sencilla con que, a su vuelta de Turquía, Kutúzov se había dirigido a la Cámara de Comercio de San Petersburgo para tramitar la leva de reclutas y después, cuando fue imprescindible, se lo nombró generalísimo del ejército, así, ahora, también de manera natural, simple y gradual, cuando su misión quedó cumplida, ocupó su puesto un nuevo personaje, el hombre que requería el momento histórico.
La guerra de 1812, además de estar en el corazón de todos los rusos, debía de tener otro sentido, un sentido europeo.
Al movimiento de los pueblos de Occidente a Oriente debía suceder una marcha de los pueblos de Oriente a Occidente; y para la nueva guerra se necesitaba un hombre nuevo, con calidades y opiniones distintas de las de Kutúzov; un hombre movido por otras razones.
Alejandro I era tan necesario para ese movimiento de los pueblos de oriente hacia occidente y para el restablecimiento de las fronteras nacionales como lo había sido Kutúzov para la salvación y la gloria de Rusia.
Kutúzov no entendía ni podía entender lo que significaban Europa, el equilibrio, Napoleón. Al hombre que representaba al pueblo ruso, una vez que el enemigo fue derrotado, liberada la patria y puesta en el pináculo de la gloria, a ese hombre, como ruso, nada le quedaba por hacer. Al hombre que era la personificación de la guerra nacional no le quedaba más que morir. Y murió.
XII
Como suele ocurrir en la mayoría de los casos, Pierre se resintió de las graves privaciones físicas y de las calamidades soportadas durante el cautiverio cuando tales calamidades y privaciones concluyeron. Después de su liberación se dirigió a Orel y al tercer día de su llegada, cuando se disponía a salir para Kiev, enfermó y hubo de pasar en Orel tres meses, aquejado, según decían los médicos, de una fiebre hepática. Y pese a que los médicos lo trataron, le hicieron repetidas sangrías y lo obligaron a tomar diversas medicinas, se curó.
No había dejado en él casi ninguna huella lo ocurrido desde su liberación hasta caer enfermo. Sólo recordaba el tiempo gris y sombrío, de lluvia y nieve, su interna angustia física, el dolor de los pies y en un costado; recordaba también la impresión general que le producían la desgracia y los sufrimientos de los seres humanos, la curiosidad de los oficiales y generales que lo interrogaban, sus esfuerzos por encontrar un coche y caballos y, sobre todo, la propia incapacidad para pensar y sentir en todo aquel período.