Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Era imposible, además, porque para frenar la fuerza de la inercia con que se retiraba el ejército napoleónico habría sido preciso contar con muchas más tropas de las que tenían los rusos.
Por otra parte, era imposible pues la expresión militar “cortar” no tiene ningún sentido. Se puede cortar un pedazo de pan, pero no se puede cortar un ejército. Cortar un ejército —cerrarle el paso— es absolutamente imposible, puesto que siempre queda mucho espacio alrededor que se puede rebasar y siempre está la noche, cuando no se ve nada, de lo cual podrían convencerse los sabios militares con los ejemplos de Krásnoie y el Berezina. Tampoco se puede capturar a nadie a menos que el interesado consienta en que lo capturen, igual que no podemos atrapar una golondrina a no ser que ella se pose en nuestra mano. Puede capturarse a quien se rinde, como los alemanes, según todas las reglas de la estrategia y la táctica. Pero, con toda razón, los franceses no lo hallaban oportuno, puesto que la misma muerte por hambre y frío les esperaba tanto en la prisión como en la fuga.
Y sobre todo, era imposible el proyecto porque, desde que el mundo es mundo, nunca existieron guerras en condiciones tan terribles como la de 1812, y los rusos, que para perseguir a los franceses pusieron en juego todas sus fuerzas, no podían hacer más sin aniquilarse a sí mismos.
Durante la marcha del ejército ruso de Tarútino a Krásnoie se perdieron, entre enfermos y rezagados, cincuenta mil hombres: es decir, la población de una gran capital de provincia. La mitad del ejército desapareció sin entrar en combate.
Y es precisamente al hablar de ese período de la campaña cuando las tropas, sin calzado y sin ropa de invierno, con provisiones insuficientes, sin vodka, pernoctando meses enteros en la nieve a temperaturas de quince grados bajo cero, con sólo siete u ocho horas de luz diurna y noches largas; cuando no puede mantenerse la disciplina, cuando los hombres permanecen en los dominios de la muerte no unas pocas horas, como en la batalla, sino meses enteros, en lucha continua con el hambre y el frío, cuando cada mes perece la mitad del ejército, es precisamente en ese tiempo, al hablar de ese período, cuando los historiadores dicen que Milorádovich debía haber realizado una marcha oblicua, que Tormásov debía haber ido a tal sitio, que Chichágov habría tenido que desplazarse a otro (con la nieve por encima de la rodilla) y que Fulano habría abatido e interceptado... etcétera, etcétera.
Los rusos, reducidos a la mitad, hacían cuanto podían y debían hacer para alcanzar un objetivo digno de un pueblo; y no son culpables de que otros rusos, bien apoltronados en sus tibias viviendas, propusieran planes imposibles.
Todas esas extrañas y ahora incomprensibles contradicciones entre los hechos y los relatos de los historiadores se deben a que quienes describen esos acontecimientos hicieron historia de las hermosas palabras y los bellos sentimientos de uno u otro general, en vez de atenerse a los hechos.
Las palabras de Milorádovich, las recompensas recibidas por este o aquel general, sus mismos proyectos, les parecen harto interesantes; pero los cincuenta mil hombres que fueron quedando en los hospitales o en los cementerios ni siquiera les interesan, porque no constituyen el objeto de sus estudios.
Y, sin embargo, basta con apartarse de los informes y planes generales, basta con estudiar el movimiento de aquellos cientos de miles de hombres que tomaron parte directa e inmediata en los sucesos, para que todos esos problemas que parecen insolubles encuentren fácil y sencillamente una solución indiscutible.
El objetivo de cortar el paso a Napoleón, impedir que se uniese a su ejército, no existió nunca sino en la imaginación de una docena de hombres. No podía existir, porque era insensato e irrealizable.
Lo único que el pueblo pretendía era liberar a su patria de la invasión. Esto se logró, en primer lugar, por sí mismo, puesto que los franceses huían y no quedaba más que dejarles el camino libre; en segundo lugar, por las acciones de las guerrillas, que diezmaban al enemigo; y, en tercer lugar, porque un gran ejército ruso seguía los pasos de los franceses, dispuesto al combate en caso de que se detuvieran.
El ejército ruso debía actuar como un látigo sobre el animal que corre. Y el buen mayoral sabe que el látigo en alto, como una amenaza, es mejor que golpear la cabeza del animal que huye.
Cuarta parte
I
Cuando el hombre ve morir a un animal se apodera de él el terror. Eso mismo que él es, su propia esencia, desaparece ante sus ojos y deja de existir; pero si en vez de un animal se trata de un semejante, y de un ser al que se ama, entonces, además del terror que inspira la extinción de la vida, se produce un desgarramiento, una herida moral que, como la física, puede llegar a matar y puede curarse, pero siempre resulta dolorosa, sensible a cualquier contacto exterior inoportuno.
Natasha y la princesa María lo sintieron por igual a la muerte del príncipe Andréi. Abrumadas moralmente, entornaban los ojos para no ver suspendida sobre ellas la espantosa nube de la muerte, no se atrevían a mirar la vida frente a frente. Protegían sus abiertas heridas de todo contacto ofensivo y doloroso. Todo, un coche que pasara velozmente por la calle, la mención de la comida, la pregunta de una doncella sobre el vestido que debía preparar y, peor aún, la expresión poco sentida y falsa de condolencia, removía dolorosamente sus heridas, les parecía una ofensa y turbaba aquel necesario silencio en el que ambas intentaban escuchar el grave y terrible coro que aún seguía resonando en sus imaginaciones, impidiéndoles ahondar en el lejano y misterioso infinito que, por un instante, se había abierto ante ellas.
Mientras estaban solas no sufrían ni sentían ofensa alguna. Hablaban poco entre sí, y cuando lo hacían era sobre cosas insignificantes. Una y otra rehuían por igual todo cuanto tuviese relación con el porvenir.
Admitir la posibilidad de un futuro les parecía una ofensa a su memoria. Con mayor cuidado aún evitaban en sus conversaciones cuanto se relacionaba con el difunto. Se les figuraba que lo vivido y sentido por ellas no podía expresarse con palabras y que cualquier mención detallada de la vida de Andréi violaba la grandeza y la santidad del misterio que, por un instante, se les había revelado.
La constante reserva que a sí mismas se imponían en sus conversaciones, la omisión sobre cuanto pudiera referirse a su persona, las perpetuas interrupciones al acercarse al límite de lo que no se podía decir, evocaban, en su mente, con mayor claridad y pureza, lo que sentían.
Pero la tristeza pura y plena es tan imposible como la plena y pura alegría. Convertida en dueña única de su suerte y en tutora y educadora de su sobrino, la princesa María fue la primera en abandonar, por el imperativo de la vida, aquel mundo de dolor que había vivido durante las dos primeras semanas. Había recibido cartas de sus familiares a las que debía contestar, la habitación de Nikóleñka era húmeda y el niño comenzaba a toser; Alpátich llegó a Yaroslavl con un informe sobre diversos asuntos y el consejo de volver a Moscú, a su casa de Vozdvíshenka, que había quedado intacta y no exigía más que ligeras reparaciones. La vida no se detenía y era necesario vivir. Por penoso que le fuera salir de aquel estado de aislamiento místico en que había vivido hasta entonces, por mucho que sintiera y la avergonzara tener que dejar sola a Natasha, los quehaceres de la vida reclamaban su colaboración y, aun sin quererlo, se entregó a ellos. Comprobaba las cuentas con Alpátich, pedía consejo a Dessalles sobre la educación de su sobrino, daba órdenes y preparaba el regreso a Moscú.