Palido Fuego
Palido Fuego читать книгу онлайн
Esto me recuerda el grotesco relato que le hizo al Sr. Langton del estado lamentable de un joven de buena familia. "Se?or, lo ?ltimo que he sabido de ?l es que andaba por la ciudad matando gatos a tiros". Y entonces, en una especie de dulce fantaseo, pens? en su gato favorito y dijo: "Pero a Hodge no lo matar?n, a Hodge no lo matar?n". James Boswell, Vida de Samuel Johnson
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Este recuerdo detallado cuya estructura y mácula ha llevado cierto tiempo describir en esta nota, atravesó la memoria del Rey en un instante. Ciertas criaturas del pasado, y era una de ellas, pueden permanecer latentes durante treinta años como ésta, mientras su habitat natural sufre calamitosos cambios. Poco después del descubrimiento del pasaje secreto, el joven Príncipe estuvo a punto de morir de neumonía. En su delirio luchaba un momento por seguir un disco luminoso que escudriñaba un túnel interminable, y al siguiente trataba de abrazar las caderas fundentes de su bello camarada. Para reponerse lo enviaron un par de temporadas al sur de Europa. La muerte de Oleg a los quince años en un accidente de tobogán, contribuyó a obliterar la realidad de su aventura. Se necesitaba una revolución nacional para que aquel pasaje secreto volviera a ser real.
Después de comprobar que los pasos crujientes del guardia se alejaban a cierta distancia, el Rey abrió la alacena. Ahora estaba vacía, salvo el minúsculo volumen de Timon Afinskenque aún yacía en un rincón y algunas viejas ropas deportivas y zapatillas metidas en el compartimiento del fondo. Las pisadas se acercaban de vuelta. No se atrevió a continuar su exploración y volvió a cerrar con llave la puerta de la alacena.
Era evidente que necesitaría algunos instantes de perfecta seguridad para cumplir con un mínimo de ruido una serie de pequeños gestos: entrar en la alacena, cerrarla desde adentro, quitar los estantes, abrir la puerta secreta, volver a poner los estantes, deslizarse en la boca abierta de la oscuridad y cerrar con llave la puerta secreta. Digamos noventa segundos.
Salió a la galería y el guardia, un extremista bastante apuesto pero increíblemente estúpido, se le acercó en seguida. -Tengo cierto deseo urgente -dijo el Rey-. Quiero tocar el piano, Hal, antes de irme a dormir -Hal (si es que se llamaba así) abrió la marcha hacia la sala de música donde, como el Rey sabía, Odón montaba guardia junto al arpa enfundada. Era un fornido irlandés de cejas rojizas, con una cabeza rosada cubierta ahora por una requintada gorra de obrero ruso. El Rey se sentó al Bechstein y en cuanto se quedaron solos, explicó en pocas palabras la situación, mientras sacaba unas notas tintineantes con una mano: -Nunca he oído hablar de ningún pasadizo -murmuró Odón con el fastidio de un jugador de ajedrez a quien se le muestra cómo hubiera podido salvar la partida que ha perdido. ¿Estaba Su Majestad absolutamente seguro? Su Majestad lo estaba. ¿Suponía que llevaba fuera del Palacio? Seguramente fuera del Palacio.
De todos modos, Odón tenía que irse pocos momentos después, porque actuaba esa noche en El Tritón, un viejo y buen melodrama que no se había representado, dijo, por lo menos durante tres décadas. -Estoy muy satisfecho con mi propio melodrama -señaló el Rey-. Ay -dijo Odón. Frunciendo el entrecejo, se puso lentamente la chaqueta de cuero. No se podía hacer nada esa noche. Si le pedía al comandante que lo dejara de guardia, sólo provocaría sospechas, y la menor de ellas podía ser fatal. Mañana encontraría alguna oportunidad de inspeccionar esa nueva vía de evasión, si es que lo era y no una vía muerta. ¿Prometería Charlie (Su Majestad) no intentar nada hasta entonces? -Pero se están acercando cada vez más -dijo el Rey, aludiendo el ruido de golpes y desgarraduras que venía de la Galería de Cuadros. -No tanto -dijo Odón- una pulgada por hora, quizá dos. Ahora tengo que irme -añadió indicando con un guiño al solemne y corpulento guardia que venía a relevarlo.
En la creencia inconmovible pero absolutamente errónea de que las joyas de la corona estaban escondidas en algún lugar del Palacio, la nueva administración había contratado a un par de expertos extranjeros (véase nota al verso 681) para que las ubicara. Durante un mes se había estado haciendo un buen trabajo. Los dos rusos, después de desmantelar prácticamente la Cámara del Consejo y varias otras habitaciones de recepción, habían trasladado sus actividades a aquella parte de la galería donde los enormes óleos de Eystein habían fascinado a varias generaciones de príncipes y princesas zemblanos. Incapaz de conseguir un parecido y limitándose por lo tanto a un estilo convencional de retrato de homenaje, Eystein demostró ser un prodigioso maestro del trompe l'oeilen la pintura de diversos objetos que rodeaban a sus dignos modelos difuntos, haciéndolos parecer aún más muertos por contraste con el pétalo caído o el pulido artesonado tratados con tanto amor y destreza. Pero en algunos de esos retratos Eystein había recurrido también a una forma extraña de la superchería: entre sus ornamentaciones de madera o lana, de oro o terciopelo, insertaba una realmente hecha del material que imitaba en otros lugares con la pintura. Esta estratagema cuyo objetivo aparente era realzar el efecto de sus valores táctiles y tonales tenía, sin embargo, algo de innoble y revelaba no sólo una falla esencial en el talento de Eystein, sino el hecho básico de que la "realidad" no es ni el sujeto ni el objeto del arte verdadero, el mal crea su propia realidad especial que nada tiene que ver con la "realidad" media percibida por el ojo del común de los mortales. Pero volvamos a nuestros técnicos cuyos golpes secos van acercándose por la galería hacia el codo donde están por separarse el Rey y Odón. En ese punto colgaba un retrato que representa a un antiguo Guardián del Tesoro, el decrépito Conde Kernel, pintado con los dedos ligeramente posados en un cofre repujado y blasonado cuya superficie externa, de frente al espectador, consistía en un medallón oblongo hecho de bronce verdadero, en tanto que sobre la tapa del cofre, en perspectiva, el artista había representado en un plato el interior de una nuez dividida en dos, bellamente pintada, con dos lóbulos, como un cerebro.
- Van a tener una sorpresa -murmuró Odón en su lengua materna, mientras en un rincón el guardián gordo, cumpliendo por deber algunas formalidades más bien solitarias, daba culatazos con el rifle.
Se podía disculpar que los dos profesionales soviéticos hubiesen supuesto que encontrarían un receptáculo real detrás del metal real. En ese preciso momento estaban por decidir si arrancarían la placa o bajarían el cuadro; pero podemos anticiparnos un poco y asegurar al lector que el receptáculo, un agujero redondo en la pared, estaba efectivamente allí, pero no contenía nada, salvo los pedazos de una cáscara de nuez.
Una cortina de hierro se había levantado en alguna parte, descubriendo otra pintada, con ninfas y nenúfares. -Mañana le traeré su flauta -exclamó Odón significativamente en la lengua vernácula y sonrió, agitó la mano desapareciendo ya, hundiéndose ya en su lejano mundo de Tespis.
El guardián gordo llevó al Rey de vuelta a su cuarto y lo dejó en manos del bello Hal. Eran las nueve y media. El Rey se acostó. El ayuda de cámara, un bribón taciturno, le sirvió su vaso habitual de leche y coñac y se llevó las pantuflas y la bata. El hombre estaba prácticamente fuera de la habitación cuando el Rey le ordenó que apagara la luz; un brazo volvió a meterse y una mano enguantada buscó el conmutador y lo hizo girar. Relámpagos distantes aún latían de vez en cuando en la ventana. El Rey terminó de beber en la oscuridad y puso el vaso vacío en la mesa de luz donde chocó repicando sordamente contra una linterna de acero preparada por las solícitas autoridades para el caso de que hubiera un corte de electricidad como últimamente solía suceder.
No podía dormir. Volviendo la cabeza, observaba la línea de luz debajo de la puerta. En ese momento se abrió suavemente y apareció su apuesto y joven carcelero. Una idea extraña danzó en la cabeza del Rey; pero todo lo que el joven quería era avisar al prisionero que tenía intención de juntarse con su compañero en el patio de al lado y que la puerta quedaría cerrada con llave hasta que volviera. Pero si el ex Rey necesitaba algo, podía llamarlo por la ventana. -¿Cuánto tiempo estarás ausente? -preguntó el Rey. - Yeg ved ik(no sé) -respondió el guardia. -Buenas noches, picarón -dijo el Rey.