Palido Fuego
Palido Fuego читать книгу онлайн
Esto me recuerda el grotesco relato que le hizo al Sr. Langton del estado lamentable de un joven de buena familia. "Se?or, lo ?ltimo que he sabido de ?l es que andaba por la ciudad matando gatos a tiros". Y entonces, en una especie de dulce fantaseo, pens? en su gato favorito y dijo: "Pero a Hodge no lo matar?n, a Hodge no lo matar?n". James Boswell, Vida de Samuel Johnson
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Al joven Príncipe se le ocurrió desenterrar una colección de juguetes preciosos (regalo de un potentado extranjero recientemente asesinado con que se habían divertido Oleg y él durante una Pascua anterior, y luego quedaron abandonados como sucede con esos juguetes artísticos especiales que producen su burbuja de placer y sueltan de golpe todo su sabor antes de desaparecer en un olvido de museo. Lo que deseaba especialmente encontrar ahora era un circo de juguete muy complicado, metido en una caja grande como el estuche de un juego de croquet. Se moría de ganas de verlo; sus ojos, su cerebro y dentro del cerebro esa parte que correspondía a la yema del pulgar, recordaba vívidamente los jóvenes acróbatas morenos con sus nalgas de lentejuelas, un elegante y melancólico payaso con una golilla y sobre todo tres elefantes de madera pulida, grandes como perritos, con coyunturas tan flexibles que se podía hacer parar sobre una pata delantera al jumbo elegantemente vestido o mantenerlo firme en la tapa de un barrilito blanco bordeado de rojo. Habían pasado apenas quince días desde la última visita de Oleg, cuando por primera vez les había sido permitido a los dos muchachos compartir el mismo lecho, y el acicate de su inconducta y la perspectiva de otra noche parecida se mezclaban ahora en nuestro joven Príncipe con una perturbación que sugería el refugio en juegos más antiguos y más inocentes.
Su preceptor inglés, que estaba en cama por haberse torcido un tobillo durante una merienda en el bosque de Mandevil, no sabía dónde podía estar ese circo; le aconsejó que lo buscara en el cuarto de trastos viejos que había al final de la Galería Oeste. Allí se dirigió el Príncipe. ¿Ese baúl negro y polvoriento? Parecía lúgubremente negativo. La lluvia era más perceptible aquí debido a la proximidad de una prolija gotera. ¿Y la alacena? Su llave dorada giró con dificultad. Los tres estantes y el espacio inferior estaban atiborrados de objetos dispares: una paleta con las heces de muchos atardeceres; una taza llena de cospeles; un rascaespaldas; una edición in-treinta y dosde Timón de Atenastraducida al zemblano por su tío Conmal, el hermano de la Reina; una sítala de playa (cubo de juguete); y un diamante azul de sesenta y cinco quilates, accidentalmente añadido durante su infancia a los guijarros y conchillas del cubo, y procedente de la colección de chucherías de su difunto padre; un trozo de tiza y un tablero cuadrado con un dibujo de figuras entrelazadas destinado a un juego olvidado hacía mucho tiempo. Estaba a punto de buscar en otra parte de la alacena cuando al tratar de soltar un pedazo de terciopelo negro, una de cuyas puntas se había enganchado de una manera inexplicable detrás del estante, algo cedió, el estante se movió, resultó desmontable y reveló justo debajo de su borde interno, en el fondo de la alacena, el agujero de una cerradura a la cual se adaptaba la misma llave dorada.
Con impaciencia despejó los otros dos estantes de todo lo que contenían (sobre todo ropas y zapatos viejos), lo retiró como había hecho con el del medio y abrió la puerta corrediza que había en el fondo de la alacena. Los elefantes habían sido olvidados, el Príncipe estaba de pie en el umbral de un pasadizo secreto. Las tinieblas eran totales, pero algo en la cavernosa acústica del pasadizo, que se aclaraba la garganta con un sonido hueco, le anunció grandes cosas y volvió corriendo a sus habitaciones en busca de un par de linternas y un pedómetro. Cuando volvía, llegó Oleg. Traía un tulipán. Desde la última visita al palacio se había cortado las suaves guedejas rubias, y el joven Príncipe pensó: Sí, yo sabía que iba a ser diferente. Pero cuando Oleg frunció las doradas cejas y se acercó inclinado para enterarse del descubrimiento, el joven Príncipe supo por el aterciopelado calor de aquella oreja carmesí y por el vivaz gesto con que asintió a la investigación propuesta, que no había habido ningún cambio en su querido compañero de lecho.
No bien MonsieurBeauchamp se hubo sentado para una partida de ajedrez a la cabecera de la cama del Sr. Campbell y hubo presentado sus puños cerrados para la elección, el joven Príncipe se llevó a Oleg a la alacena mágica. Los cautelosos y callados peldaños alfombrados de verde de un escalier dérobéconducían a un pasadizo subterráneo empedrado. A decir verdad, era "subterráneo" sólo en breves tramos cuando, después de excavarse paso debajo del vestíbulo sudoeste contiguo al cuarto de trastos viejos, pasaba debajo de una serie de terrazas, debajo de la avenida de abedules del parque real y luego debajo de las tres calles transversales, el bulevar de la Academia, la calle Coriolano y el pasaje Timón, que aún lo separaban de su destino final. Por lo demás, en su curso angular y críptico se ajustaba a las diversas estructuras que iba siguiendo, aquí aprovechando de un contrafuerte para adaptarse a él como un lápiz al estuche de una agenda de bolsillo, allá atravesando los sótanos de una gran casa demasiado abundante en pasillos oscuros como para notar la furtiva intrusión. Posiblemente en el curso de los años las ocasionales repercusiones de las obras de albañilería en los alrededores o las ciegas incursiones del tiempo mismo habían establecido ciertas arcanas conexiones entre el pasadizo abandonado y el mundo exterior, pues aquí y allá, de un charco de agua estancada dulce y fétida anunciadora de un foso, o de un oscuro olor a tierra y hierba que denotaba la proximidad de un glacis, podían deducirse aperturas y penetraciones mágicas, tan estrechas y profundas como para hacer perder la razón; y en un lugar donde el pasadizo se deslizaba a través del subsuelo de una inmensa villa ducal cuyos invernaderos eran famosos por sus colecciones de flora del desierto, una ligera capa de arena cambió por un momento el sonido de las pisadas. Oleg iba adelante; sus nalgas bien formadas, ceñidas por ajustado algodón ín digo, se movían con vivacidad, y su propio resplandor erguido, más que su antorcha, parecía iluminar con chorro de luz el techo bajo las paredes muy juntas. Detrás de él la antorcha del joven Príncipe jugaba en el suelo y ponía una capa de harina en los muslos desnudos de Oleg. El aire estaba mohoso y frío. La fantástica madriguera seguía y seguía. Empezaba una ligera cuesta ascendente. El pedómetro marcaba 1800 metros cuando llegaron por fin al término. La mágica llave del cuarto de trastos viejos se introdujo con agradable facilidad en la cerradura de la puerta verde que tenían delante, y hubieran cumplido el acto prometido por su fácil introducción de no haber sido por la explosión de sonidos extraños que venían del otro lado de la puerta y que detuvieron a nuestros dos exploradores. Dos voces terribles, una de hombre y otra de mujer que de pronto subían a un tono apasionado, después se hundían en roncos murmullos, cambiaban insultos en gutnish tal como lo hablan los pescadores de Zembla occidental. Una abominable amenaza hizo chillar a la mujer de terror. Siguió un repentino silencio, roto ahora por la voz del hombre que murmuraba una frase breve de natural aprobación ("Perfecto, querida", o "No podía ser mejor") más espeluznante aún que lo que había precedido.
Sin consultarse, el joven Príncipe y su amigo dieron media vuelta en un pánico absurdo y con el pedómetro girando enloquecido, volvieron a la carrera por el camino que habían recorrido. -¡Uf! -dijo Oleg, una vez restituido a su sitio el último estante-. Estás todo blanco por detrás -dijo el joven Príncipe mientras subían saltando las escaleras. Encontraron a Beauchamp y a Campbell que terminaban su partida en tablas. Era casi la hora de la cena. Los dos muchachos recibieron la orden de lavarse las manos. El estremecimiento reciente de la aventura había sido sustituido ya por otra clase de excitación. Se encerraron. El agua corría inútilmente por el grifo. Los dos se hallaban en un estado viril y gemían como palomas.