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Guerra y paz

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Guerra y paz
Название: Guerra y paz
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Guerra y paz читать книгу онлайн

Guerra y paz - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.

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A un lado del sendero, sobre la hierba seca y polvorienta, yacían amontonados toda clase de enseres domésticos: un samovar, edredones, iconos y baúles. Una mujer ya de cierta edad, delgada, de largos dientes salientes, vestida con un abrigo negro y tocada con una cofia, estaba sentada en el suelo junto a los baúles, llorando desconsoladamente. Dos chiquillas de diez o doce años, con vestiditos cortos, sucios, y abrigos, miraban a su madre con una expresión de asombro y susto en sus caritas pálidas. Un niño de siete años, el menor, con una blusa y una gorra enorme, lloraba en brazos de su vieja niñera. Sentada en uno de los baúles, una criada sucia y descalza había deshecho su trenza rubia, arrancaba el pelo chamuscado y se lo acercaba a la nariz para olerlo. El marido, un hombre con uniforme de funcionario civil, de mediana estatura, pómulos salientes, pequeñas patillas y sienes lisas, separaba impasible los baúles puestos encima unos de otros y sacaba de debajo de ellos más prendas de vestir.

Cuando la mujer vio a Pierre casi cayó a sus pies.

—¡Padrecito! ¡Hermanos! ¡Socorro! ¡Salvadla! ¡Ayuda os pido!— gritó entre sollozos. —¡Mi pequeña! ¡Que me ayuden! ¡Salvadla! ¡Han dejado dentro a la más pequeña!... ¡Se va a quemar! ¡Oh!... ¡Y para eso tanto te cuidé!... ¡Oh, oh, oh!

—Cálmate, María Nikoláievna— dijo en voz baja el marido, seguramente para justificarse delante del extraño. —Nuestra hermana la habrá sacado. ¡Allí no puede estar!

—¡Monstruo! ¡Canalla!— vociferó furiosa la mujer, dejando repentinamente de llorar. —¡No tienes corazón! ¡No tienes piedad de tu hija! ¡Otro la habría sacado del fuego!— y se volvió a Pierre, sollozando de nuevo. —¡Es un monstruo! ¡No es un hombre ni un padre! Usted es bueno, señor. El incendio comenzó en la casa vecina y las llamas llegaron hasta la nuestra. La criada gritó "¡fuego!”, y tuvimos que sacar deprisa y corriendo algunas cosas. Salimos tal como estábamos: esto es lo que hemos logrado salvar: las imágenes y la ropa de cama de la dote, todo lo demás se ha perdido. Buscamos a nuestros hijos, pero Katia, la pequeña, no estaba... ¡Oh, oh, oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!— y rompió en sollozos más fuertes. —¡Mi niña!... ¡Mi querida hija!... ¡Ha muerto en las llamas!

—Pero, ¿dónde? ¿Dónde ha quedado?— preguntó Pierre.

Por la animada expresión de su rostro, la mujer comprendió que aquel hombre podía ayudarla.

—¡Padrecito! ¡Padrecito!— exclamó abrazándose a sus piernas. —¡Bienhechor mío! ¡Calma mi corazón!... ¡Acompáñalo tú, Aniska, miserable!— gritó airadamente a la criada, mostrando aún más sus largos dientes.

—Llévame, llévame, yo... yo lo haré— dijo Pierre rápidamente, con voz jadeante.

La sucia criada apareció detrás de un baúl, se arregló la trenza, lanzó un suspiro y salió andando descalza por el sendero.

Pierre pareció despertar a la vida después de un profundo desmayo. Levantó la cabeza, los ojos se iluminaron vivamente y con rápidos pasos siguió a la muchacha, la adelantó y salió a la calle Povárskaia. Toda la calle estaba invadida por negras nubes de humo. Aquí y allá, entre la humareda, surgían lenguas de fuego. Una gran muchedumbre se apretujaba delante del incendio. En mitad de la calle un general francés decía algo a los que lo rodeaban.

Pierre, acompañado por la muchacha, trató de acercarse al sitio donde estaba el general, pero unos soldados franceses lo detuvieron.

—On ne passe pas!— gritó una voz.

—Por aquí, venga— dijo la muchacha, —iremos por el callejón, por el patio de los Nikulin.

Pierre la siguió, corriendo de vez en cuando para no quedarse rezagado. La muchacha cruzó la calle, se volvió a la izquierda y tres casas más allá, a la derecha, entró en la puerta cochera.

—Por aquí— dijo. —Ya falta poco.

Atravesó el patio, abrió la puerta de la valla y se detuvo, mostrando a Pierre un pequeño pabellón de madera envuelto en llamas.

Una parte había caído ya; la otra estaba ardiendo y las llamas salían por las ventanas y el tejado.

En la puerta, Pierre se detuvo, ahogado por el calor.

—¿Cuál es la casa? ¿Cuál?— preguntó.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!— chilló la criada, mostrando el pabellón en llamas. —Es aquélla. Se ha quemado nuestra Katia, nuestro tesoro... ¡Mi señorita adorada, oh!— vociferó Aniska que, a la vista del incendio, se creía obligada a exagerar sus sentimientos.

Pierre se acercó al pabellón; pero el calor era tan insoportable que hubo de dar una vuelta, hasta otra casa grande, que no ardía más que por una parte y alrededor de la cual pululaba buen número de franceses. Al principio no se dio cuenta de lo que hacían aquellos hombres, que arrastraban algo, pero al ver a un francés que golpeaba de plano con un machete a un mujik, al que trataban de arrancar un abrigo de piel de zorro, comprendió que estaban saqueando aquella casa. No tenía tiempo de entretenerse en aquel hecho.

Los crujidos y el fragor de las paredes y techos que se venían abajo, el crepitar de las llamas, los gritos excitados de la gente, la visión de aquellas oscilantes nubes de humo, tan pronto densamente negras como aclaradas por salpicaduras de chispas o como lenguas de fuego continuas, rojas, en forma de haces espinosos y dorados que lamían las paredes, el calor y la rapidez de movimientos, acabaron por producir en Pierre la excitación que suele provocar un incendio. Esa influencia fue especialmente intensa en él, porque la visión del fuego pareció liberarlo de las ideas que lo obsesionaban. Se sentía joven, alegre, ágil y enérgico. Trató de acercarse al pabellón por el lado de la casa, y ya se disponía a entrar en la parte que aún se mantenía en pie cuando encima de él resonaron unos gritos, seguidos de un enorme crujido y de la caída de un cuerpo pesado a su lado.

Pierre miró a su alrededor y vio en las ventanas de la casa a algunos franceses que arrojaban el cajón de una cómoda lleno de objetos metálicos. Abajo, otros soldados franceses se acercaron al cajón.

—Eh bien, qu'est-ce qu'il veut, celui-là? 529— gritó uno de los franceses señalando a Pierre.

—Un enfant dans cette maison. N'avez-vous pas vu un enfant?— preguntó Pierre. 530

—Tiens, qu'est-ce qu'il chante, celui-là? 531Va te promenerle gritaron varias voces, y uno de los soldados, con evidente temor de que Pierre quisiera quitarles la plata y el bronce que estaban en el cajón, se adelantó a él con aire amenazador.

—Un enfant?— gritó arriba otro francés. —J'ai entendu piailler quelque chose au jardin. Peut-être c'est son moutard, au bonhomme. Faut être humain, voyez-vous... 532

—Où est-il? Où est-il?— preguntaba Pierre.

—Par ici! Par ici— le contestó desde la ventana el francés, señalando un jardín que estaba detrás de la casa. —Attendez, je vais descendre.

Y, en efecto, un minuto después, el francés, un joven de ojos negros con una mancha en la mejilla y en mangas de camisa, saltó por una ventana de la planta baja y, dando unas palmadas a Pierre en la espalda, corrió con él al jardín.

—Dépêchez-vous, vous autres, il commence à faire chaud 533— gritó a sus camaradas. Llegados al camino enarenado, el francés cogió a Pierre del brazo y le indicó un banco, debajo del cual vio a una niña de tres años con un vestido color de rosa.

—Voilà votre moutard. Ah! une petite, tant mieux. Au revoir, mon gars. Faut être humain. Nous sommes tous mortels, voyez-vous 534— y el francés de la mancha en la mejilla volvió corriendo adonde estaban sus compañeros.

Pierre, rebosante de alegría, se acercó corriendo a la niña y quiso cogerla en brazos. Pero la pequeña, al ver a un desconocido, dio un grito y salió corriendo. Era una niña escrofulosa, feúcha, parecida a su madre. Pierre consiguió alcanzarla y sujetarla. Ella chilló desesperadamente y trató de rechazar con sus manitas el brazo de Pierre; le dio un mordisco y Pierre se sintió invadido por un sentimiento de horror y asco, como si hubiera tocado un animalito repugnante, pero hizo un esfuerzo sobre sí mismo para no abandonar a la pequeña y corrió con ella hacia la casa grande. Ya no se podía volver por el mismo camino; Aniska, la criada, ya no estaba, y Pierre, con una mezcla de repulsión y lástima, abrazaba con la mayor suavidad posible a la niña mojada, que sollozaba lastimeramente mientras él corría por el jardín en busca de otra salida.

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