Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Lo que sorprendió especialmente al capitán fue el hecho de que Pierre fuese muy rico, dueño de dos palacios en Moscú, y que lo hubiera abandonado todo y, sin salir de la capital, permaneciera en ella ocultando su propio nombre.
Ya avanzada la noche salieron juntos a la calle. Era una noche templada y clara. A la izquierda de la casa se advertía ya el resplandor del primer incendio, que se había declarado en la calle Petrovka. A la derecha se levantaba la luna creciente y enfrente se veía el luminoso cometa que Pierre, dentro de su alma, relacionaba con su amor. Guerasim, la cocinera y dos soldados franceses estaban en el patio. Se oían sus risas y conversaciones en idiomas mutuamente incomprensibles. También ellos contemplaban el resplandor del incendio en la ciudad.
Nada terrible había en aquel pequeño y lejano incendio en medio del inmenso Moscú.
Al mirar el alto cielo estrellado, la luna, el cometa y el resplandor del incendio, Pierre experimentó una gozosa emoción. “¡Qué bello es todo! ¿Qué más puede desearse todavía?", pensó. Y en aquel momento, al recordar sus propósitos, la cabeza empezó a darle vueltas; se sintió indispuesto y hubo de apoyarse en la valla para no caer. Sin decir adiós a su nuevo amigo, con paso vacilante, se alejó del patio, volvió a su habitación, se echó en el diván y se durmió al momento.
XXX
Los habitantes que se alejaban de la ciudad y las tropas que retrocedían contemplaban desde distintos lugares y con sentimientos diversos el resplandor del primer incendio, que tuvo lugar el 2 de septiembre.
Aquella noche, el convoy de los Rostov se encontraba en Mitischi, a veinte kilómetros de Moscú. Habían salido tarde el día 1, el camino estaba tan lleno de carros y de tropas, habían olvidado tantas cosas por las que tuvieron que mandar a los criados, que decidieron pernoctar a cinco kilómetros de la capital.
A la mañana siguiente despertaron tarde y de nuevo hubo tantas paradas que sólo llegaron hasta Mitischi. A las diez, los Rostov y los heridos, que habían salido con ellos, se instalaron en los patios y las isbas de la gran aldea. Los criados y cocheros de los Rostov y los asistentes de los heridos salieron fuera, cenaron, una vez atendidos los señores, encerrados y alimentados los caballos.
En la isba vecina yacía un ayudante de Raievski, que tenía la muñeca rota. Los horribles dolores le hacían gemir lastimeramente, sin tregua, y sus gemidos resonaban lúgubres en la oscuridad otoñal. La primera noche, aquel herido pernoctó en el mismo patio que los Rostov. La condesa se lamentaba de no haber podido cerrar los ojos a causa de esos lamentos, y en Mitischi se la instaló en una isba peor para alejarla del herido.
Por encima de la alta carroza, detenida junto al porche, uno de los criados vio en la oscuridad de la noche el débil resplandor de un incendio.
Ya se veía otro hacía tiempo y todos sabían que Málie-Mitischi estaba ardiendo, incendiado por los cosacos de Mámonov.
—Pero, hermanos, aquél es otro incendio— dijo un asistente.
Todos miraron hacia aquel otro resplandor.
—Pero ya se sabía que los cosacos de Mámonov prendieron fuego a Málie-Mitischi.
—Sí, pero eso no es Málie-Mitischi... Está más lejos.
—Mirad, parece que es Moscú.
Dos criados salieron del porche y se sentaron en el estribo del coche.
—Es más a la izquierda. ¡Cómo va a ser Mitischi! El incendio es en otra parte.
Algunos se unieron a ellos.
—¡Mirad qué llamas!— dijo uno. —El incendio, señores, es en Moscú; bien en Suschévskaia o en Rogozhskaia.
Nadie contestó, y durante bastante tiempo contemplaron en silencio las llamas lejanas del nuevo incendio.
El viejo ayuda de cámara del conde, Danilo Teréntich, se acercó al grupo y llamó a Mishka.
—¿Qué haces ahí mirando, bribón?... El conde puede llamar y no hay nadie. Ve a recoger la ropa.
—Sólo había venido a buscar agua— contestó Mishka.
—¿Y qué piensa usted, Danilo Teréntich? Parece que aquel resplandor viene de Moscú— dijo uno de los criados.
Danilo Teréntich no contestó, y todos guardaron un largo silencio. El resplandor crecía y se extendía cada vez más.
—¡Que Dios nos proteja!... Hace viento, todo está seco...— dijo una voz.
—¡Fíjate cómo avanza! ¡Oh, Dios mío! ¡Hasta se ven las chovas! ¡Oh, Señor, ten compasión de estos pecadores!
—Lo apagarán, seguramente.
—¿Quién lo va a apagar?— dijo Danilo Teréntich, hasta entonces silencioso. Su voz era lenta y serena. —Es Moscú la que está ardiendo, hermanos. Es nuestra madrecita... la de muros blan...
Su voz se interrumpió en un sollozo senil. Parecía que todos esperaban eso para poder comprender el significado que para ellos tenía aquel resplandor. Se oyeron suspiros, oraciones y sollozos del viejo ayuda de cámara del conde.
XXXI
Danilo Teréntich fue a la casa para informar al conde de que Moscú estaba ardiendo. El conde se puso un batín y salió a ver el incendio. Con él salieron Sonia, que aún no se había desvestido, y Mme Schoss. Natasha y la condesa se quedaron en la habitación (Petia ya no estaba con los suyos; se había adelantado para unirse a su regimiento, destinado a Troitsa).
Al oír la noticia del incendio de Moscú la condesa se echó a llorar. Natasha, pálida y con los ojos fijos, seguía sentada en un banco debajo de los iconos (en el mismo lugar que ocupó al llegar allí). Sin prestar atención a las palabras de su padre, escuchaba los gemidos del ayudante, que se oían tres casas más allá.
—¡Qué espanto!— exclamó Sonia aterida y asustada al volver del patio. —Parece que está ardiendo todo Moscú. ¡El resplandor es horrible! Natasha, mira desde aquí; se ve desde la ventana— dijo a su prima con visible deseo de distraerla.
Pero Natasha la miró como si no entendiera lo que decía y de nuevo volvió a fijar sus ojos en el rincón de la estufa. Natasha estaba en aquel estado de aturdimiento y estupor desde la mañana, cuando Sonia, con gran asombro e indignación de la condesa, creyó necesario (quién sabe por qué) revelar a su prima la presencia del príncipe Andréi herido y decirle que iba con ellos.
La condesa se había enfadado con Sonia de manera poco frecuente en ella; Sonia lloró y pidió perdón. Y ahora, como para enmendar su propia falta, se preocupaba incesantemente de Natasha.
—Mira, Natasha, qué incendio tan violento.
—¿Qué es lo que arde?— preguntó Natasha. —¡Ah, sí, Moscú!
Y para no ofender a Sonia y librarse de ella, levantó la cabeza hacia la ventana, miró de tal modo que nada podía ver y volvió a su actitud de antes.
—¡Pero si no has visto nada!
—Sí, sí que lo he visto— dijo Natasha con una voz que parecía suplicar que la dejaran tranquila.
Sonia y la condesa comprendieron que ni Moscú ni su incendio tenían importancia para ella.
El conde se retiró detrás del biombo y se acostó. La condesa se acercó a Natasha, tocó su frente con el dorso de la mano, como hacía cuando su hija estaba enferma, la besó y dijo:
—¿Tienes frío? Estás temblando. Harías bien en acostarte.
—¿Acostarme? Sí, está bien. Ahora me acuesto— dijo Natasha.
Cuando Natasha supo aquella mañana que el príncipe Andréi, gravemente herido, viajaba con ellos, hizo numerosas preguntas: “¿Dónde está herido? ¿Cómo? ¿Está en peligro? ¿Puedo verlo?”. Y cuando le contestaron que no podía verlo, que estaba gravemente herido, aunque no en peligro de muerte, no les creyó. Convencida de que siempre le responderían lo mismo, dejó de preguntar y de hablar. Durante todo el viaje, con aquella mirada que la condesa conocía tan bien y cuya expresión temía, Natasha permaneció inmóvil en un rincón del coche. Con el mismo semblante estaba sentada ahora en la isba. Algo pensaba, algo había decidido en su interior. La condesa lo sabía, pero no podía adivinarlo, y eso la tenía asustada e inquieta.