Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Cuando volvió en sí, Natasha, aquella Natasha viva a la que él quería amar con todo el amor puro, divino, que se le había revelado, estaba de rodillas junto a su lecho. Comprendió que era en realidad la verdadera Natasha, pero no se asombró de ello, únicamente sintió una dulce alegría. Natasha, de rodillas (no podía moverse), lo miraba asustada, conteniendo los sollozos. Su cara estaba pálida, inmóvil. Sólo en su parte inferior algo temblaba.
El príncipe Andréi suspiró aliviado. Sonrió y le tendió la mano.
—¿Usted?— dijo. —¡Qué felicidad!
Natasha, con gesto rápido y prudente, se acercó a él de rodillas, tomó con cautela su mano, inclinó sobre ella la cara y empezó a besarla, rozándola apenas con sus labios.
—¡Perdón!— susurró, levantando la cabeza y mirándolo. —¡Perdóneme!
—¡La amo!— dijo el príncipe Andréi.
—¡Perdóneme!...
—¿Perdonarla de qué?— preguntó él.
—Por lo que... hice...— dijo Natasha en un susurro, apenas perceptible y entrecortado.
Y rozándola apenas, volvió a besar repetidas veces su mano.
—Te amo más y mejor que antes— dijo el príncipe Andréi, levantando con la mano el rostro de la joven para ver sus ojos.
Aquellos ojos llenos de lágrimas felices lo miraban con timidez, compasión, alegría y amor. La cara pálida y delgada de Natasha, con los labios hinchados, más que fea era terrible; pero el príncipe Andréi no veía aquel rostro: sólo contemplaba los hermosos ojos resplandecientes.
Detrás se oyeron algunas voces.
Piotr, el ayuda de cámara, ya despierto, llamó al médico. Timojin, que no dormía a causa del dolor de la pierna, había sido testigo de toda la escena y, encogido en el banco, procuraba cubrir con la sábana su cuerpo desnudo.
—¿Qué hace aquí?— preguntó el médico, incorporándose. —Haga el favor de salir, señorita.
Al mismo tiempo, una doncella enviada por la condesa, que había advertido la ausencia de su hija, llamó a la puerta.
Natasha salió de la isba como una sonámbula a la que hubieran despertado en pleno sueño; al volver a su habitación cayó sollozando en su lecho.
Desde aquel día, durante todo el viaje de los Rostov, en todos los altos y escalas, Natasha no se separó de Bolkonski; y el médico hubo de confesar que no esperaba de una señorita tanta firmeza y habilidad para cuidar a un herido.
Por terrible que pudiera parecer a la condesa pensar que el príncipe Andréi muriese durante el viaje (el médico lo consideraba muy probable) en los brazos de su hija, la condesa no se opuso a Natasha. Aunque el acercamiento del príncipe herido y la joven permitía suponer que, en caso de curación, se reanudaría el proyecto de matrimonio, nadie hablaba del asunto; y Natasha y el príncipe Andréi menos que los demás. La alternativa de vida o muerte que pendía no sólo sobre Bolkonski, sino sobre toda Rusia, descartaba cualquier otro pensamiento.
XXXIII
El día 3 de septiembre Pierre se despertó tarde. Le dolía la cabeza, el traje con el que había dormido sin desnudarse le pesaba sobre el cuerpo y sentía la vaga conciencia de que algo vergonzoso había hecho el día anterior. Ese acto vergonzoso era su conversación con el capitán Ramballe.
El reloj señalaba las once, pero el día parecía particularmente sombrío. Pierre se levantó, se frotó los ojos y vio la pistola con la culata tallada que Guerasim había vuelto a dejar sobre la mesa. Pierre recordó dónde se encontraba y lo que debía hacer aquel día.
"¿Me habré retrasado? No; élprobablemente no hará su entrada en Moscú antes de las doce”, se dijo. Pero no se permitió pensar en lo que pensaba hacer. Tenía prisa por cumplir su designio.
Se ajustó el traje, tomó la pistola y se dispuso a salir. Pero entonces se preguntó por primera vez cómo iba a llevar el arma por la calle. En la mano, no, desde luego, y aun bajo el amplio caftán era difícil esconder una pistola tan grande; no podía disimularla ni en el cinturón ni bajo el brazo. Además, estaba descargada y Pierre no había tenido tiempo de cargarla. "Da lo mismo un puñal”, pensó, por más que muchas veces, al meditar en sus propósitos, había pensado que el principal error del estudiante en 1809 consistió en querer matar a Napoleón con un puñal. Se habría dicho que el objetivo principal de Pierre no era realizar su proyecto, sino demostrarse a sí mismo que no renunciaba a él y que estaba dispuesto a poner todos los medios para cumplirlo. Pierre tomó con viveza el puñal mellado, metido en una funda verde, que había comprado en la torre de Sújarev, junto con la pistola, y lo ocultó bajo el chaleco.
Se ciñó el caftán con un cinturón, se hundió el gorro hasta los ojos y, procurando no hacer ruido para evitar al capitán, cruzó el pasillo y salió a la calle.
El incendio, que con tanta indiferencia viera la víspera, se había extendido considerablemente. Moscú ardía ya en diversos puntos: ardían a un mismo tiempo la calle Kariétnaia, Zamoskvorechie, Gostini Dvor, Povárskaia, las barcazas del Moskova y el mercado de leña del puente Dorogomílov.
Pierre se dirigió por varias callejas a Povárskaia y desde allí a la calle de Arbat, cerca de la iglesia de San Nicolás, donde, de acuerdo con sus ideas, debía llevar a cabo su plan. Los portales y ventanas de la mayoría de las casas estaban cerrados. Las calles aparecían desiertas. El aire estaba impregnado de olor a humo y a quemado. De vez en cuando se cruzaba con rusos, de rostros atemorizados e inquietos. También pasaban franceses con su aspecto de gente hecha a la vida de campaña, que iban por el centro de la calzada. Unos y otros miraban a Pierre con asombro. Además de su altura y corpulencia, además de su extraño aspecto sombrío y abstraído y la expresión dolorida de su rostro, llamaba la atención de los rusos porque no comprendían a qué categoría social podía pertenecer. Los franceses se fijaban en él porque Pierre, al revés que los demás rusos (que miraban a los invasores con curiosidad y miedo), no les dedicaba atención alguna. Junto a un portal, tres franceses, que trataban de hacer comprender algo a unos rusos, detuvieron a Pierre para preguntarle si sabía francés.
El sacudió negativamente la cabeza y siguió adelante. En otro callejón, un centinela puesto junto a un armón verde le gritó algo. Sólo después de otro grito de amenaza y del ruido del gatillo montado por el centinela comprendió Pierre que debía pasar a la acera de enfrente. No veía ni oía nada en derredor. Como si todas las cosas le fueran extrañas, con prisa y temor llevaba consigo su propio proyecto, cuidando —dada la experiencia del día anterior— de tenerlo siempre presente. Pero no pudo conservar su estado de ánimo hasta el lugar a que se dirigía. Además, aunque nadie lo detuviera, le habría sido imposible cumplir sus propósitos, porque hacía ya más de cuatro horas que Napoleón había entrado en el Kremlin por el barrio de Dorogomílov y Arbat. A esas horas, de peor humor que nunca, estaba en el gabinete imperial del Kremlin y daba detalladas órdenes acerca de las medidas que debían tomarse para extinguir el incendio, acabar con los merodeadores y dar seguridades a los ciudadanos. Pierre ignoraba todo eso. Absorto en su idea, se atormentaba como todos aquellos que emprenden un acto imposible, no por sus dificultades, sino por la incompatibilidad del proyecto con la naturaleza de su ejecutor. Lo atormentaba el temor de ser débil en el instante decisivo y que eso le hiciera perder la estima por su propia persona.
Aunque no veía ni oía nada en derredor, siguió instintivamente su camino, sin equivocarse en el laberinto de callejas que llevaban a Povárskaia.
A medida que se acercaba allí, el humo se hacía cada vez más denso; la temperatura aumentaba a causa del fuego. De vez en cuando las llamas asomaban sobre las casas. Las calles estaban allí más animadas y la gente daba muestras de mayor inquietud. Pero aunque sentía que algo extraordinario estaba ocurriendo a su alrededor, Pierre no se daba cuenta de que se acercaba al corazón del incendio. Al pasar por unos terrenos sin edificar, entre Povárskaia y los jardines del príncipe Gruzinski, oyó de pronto a su lado un llanto desesperado de mujer. Se detuvo y, como si despertara de un sueño, levantó la cabeza.