Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Sobre todos aquellos campos, antes tan bellos y alegres con las brillantes bayonetas y el humo de las hogueras bajo el sol de la mañana, se esparcía ahora la niebla y se sentía la humedad y el olor acre y extraño a salitre y a sangre. Se habían acumulado las nubes y una fina llovizna comenzaba a caer sobre los muertos y heridos y sobre aquellos hombres asustados, agotados y vacilantes, que comenzaban a dudar. Aquella tenue lluvia parecía decir: “¡Basta! ¡Basta! ¡Hombres, cesad!... ¡Reflexionad!... ¡Qué estáis haciendo!”.
Los hombres de uno y otro bando, hambrientos y cansados, comenzaban a dudar si era todavía necesario exterminarse unos a otros; en todas las caras se notaba la vacilación, y cada uno se hacía la misma pregunta: “¿Por qué? ¿Para qué tengo que matar y ser muerto? Matad vosotros si queréis, haced lo que os plazca. Yo no quiero más”. Hacia el atardecer esa idea había madurado por igual en todas las mentes. Aquellos hombres podían, en cualquier momento, horrorizarse de lo que hacían, abandonarlo todo y huir adonde fuera.
Pero aunque al final de la batalla todos sintieran ya el horror de lo hecho, aunque les habría gustado poner fin a todo, una fuerza incomprensible y misteriosa seguía rigiendo sus actos; los artilleros, cubiertos de sudor, de polvo y de sangre, reducidos a la tercera parte, rotos y deshechos por el cansancio, seguían acercando las cargas, apuntando y encendiendo las mechas; y los proyectiles, con la misma rapidez y crueldad, volaban de una a otra parte, destrozando los cuerpos humanos. Y así seguía cumpliéndose aquella obra terrible, no debida a la voluntad de los hombres sino a la voluntad de aquel que rige a los hombres y a los mundos.
Quien hubiese visto la desorganizada retaguardia rusa habría dicho que los franceses no tenían que hacer más que un esfuerzo mínimo y el ejército ruso habría desaparecido. Quien hubiese visto la retaguardia de los franceses habría afirmado que los rusos no necesitaban más que un pequeño esfuerzo para acabar con ellos. Pero ni rusos ni franceses hicieron ese esfuerzo, y las llamas de la batalla se iban extinguiendo lentamente.
Los rusos no hicieron ese esfuerzo porque no habían sido ellos los que habían iniciado el ataque. Al principio del combate se hallaban en el camino de Moscú para impedir el paso al enemigo; y cuando terminó el encuentro continuaban como al principio.
Pero aunque el objetivo de los rusos hubiera sido arrojar de sus posiciones a los franceses, no habrían podido hacer aquel último esfuerzo, porque todas sus tropas estaban destrozadas; no había una sola unidad que no hubiese sufrido grandes pérdidas en la batalla; sin haber retrocedido un paso, los rusos habían perdido la mitad de sus efectivos.
Los franceses, con el recuerdo de quince años de victorias, seguros de que Napoleón era invencible, con la conciencia de haber conquistado una parte del campo y no haber perdido más que un cuarto de sus fuerzas y de que los veinte mil hombres de la Guardia permanecían intactos, habrían podido hacer fácilmente tal esfuerzo. Los franceses, que atacaron al ejército ruso para desalojarlo de sus posiciones, debían haber hecho aquel esfuerzo, porque mientras los rusos obstaculizaran como al principio el camino de Moscú, el objetivo de los franceses no se habría realizado y todos sus empeños y pérdidas habrían sido inútiles. Pero los franceses tampoco hicieron ese esfuerzo. Algunos historiadores aseguran que Napoleón no tenía más que hacer entrar en acción a su vieja Guardia para que la batalla fuese ganada. Hablar de lo que habría ocurrido si Napoleón lo hubiera hecho es lo mismo que hablar sobre lo que ocurriría si el otoño se convirtiera en primavera. Eso no podía suceder. Napoleón no utilizó su Guardia porque no podía hacerlo y no por falta de ganas. Todos los generales y oficiales y hasta los soldados del ejército francés sabían que no era posible hacerlo porque no lo permitía la desfalleciente moral del ejército.
No era Napoleón el único que experimentaba ese sentimiento, semejante a un sueño, del brazo levantado que cae inerte; todos los generales, todos los soldados del ejército francés, participantes o no en la batalla, con la experiencia de combates precedentes (en los que con un esfuerzo diez veces menor el enemigo había huido), tenían la misma sensación de horror ante ese enemigo que, después de haber perdido la mitad de sus efectivos, seguía tan amenazador al final de la batalla como al principio. La fuerza moral del ejército francés, que era el atacante, estaba agotada. Los rusos no alcanzaron en Borodinó una de esas victorias que se miden con pedazos de tela atados a unos palos, a los que llaman banderas, o por el espacio que ocupaban y ocupan las tropas; consiguieron una victoria moral, la que convence al enemigo de la superioridad moral de su adversario y de la debilidad propia. La invasión francesa, como una bestia feroz que recibe en plena carrera una herida mortal, sentía su fracaso. Pero no podía detenerse, lo mismo que el ejército ruso, dos veces más débil, no podía dejar de ceder. Tras el golpe recibido, el ejército francés podía aún arrastrarse hasta Moscú. Pero allí, sin nuevos esfuerzos por parte de las armas rusas, debía perecer desangrándose por la mortal herida recibida en Borodinó. Resultado directo de la batalla de Borodinó fue la inmotivada huida de Napoleón de Moscú, la retirada por el viejo camino de Smolensk, la pérdida de un ejército de quinientos mil hombres y la caída de la Francia napoleónica, sobre la cual, por primera vez en Borodinó, se había alzado la mano de un adversario que la superaba por sus cualidades morales.
Tercera parte
I
La mente humana no puede comprender la continuidad absoluta del movimiento. Las leyes de cualquier clase de movimiento son comprensibles para el hombre a condición de que examine, separando arbitrariamente, las unidades de que se compone. Pero, al mismo tiempo, ese fraccionamiento arbitrario del movimiento continuo en unidades discontinuas origina la mayoría de los errores humanos.
Bien conocido es el sofisma de los antiguos: Aquiles no alcanzará nunca a la tortuga que marcha delante de él aunque camine diez veces más rápido que ella. Cuando Aquiles haya recorrido el espacio que lo separa de la tortuga, ésta habrá avanzado la décima parte de ese espacio; cuando Aquiles cubra esa décima parte, la tortuga habrá avanzado la centésima parte, y así hasta el infinito. Semejante problema parecía insoluble a los antiguos. Lo absurdo de esa solución (que Aquiles nunca alcanzara a la tortuga) provenía de haber admitido arbitrariamente unidades discontinuas del movimiento, cuando la verdad es que los movimientos de Aquiles y la tortuga son continuos.
Tomando unidades de movimiento cada vez más pequeñas, no hacemos sino acercarnos cada vez más a la solución del problema, pero sin llegar a resolverlo nunca. Esto se obtiene admitiendo, tan sólo, las magnitudes infinitesimales y su progresión ascendente hasta una décima y sumando esa progresión geométrica. Una nueva rama de las matemáticas, el empleo de los infinitesimales, resuelve actualmente problemas que en otro tiempo parecieron insolubles.
Esta nueva rama de las matemáticas, desconocida por los antiguos, aplicada hoy para estudiar el movimiento de magnitudes infinitamente pequeñas, es decir, de aquellas que restablecen su condición principal (su continuidad absoluta), corrige así el inevitable error que la mente humana no puede eludir al estudiar en lugar del movimiento continuo algunas de sus unidades.
Lo mismo ocurre cuando estudiamos leyes del desarrollo histórico. El avance de la humanidad, producido por un número infinito de arbitrariedades humanas, es un proceso continuo.
La comprensión de las leyes de ese movimiento es el objetivo de la historia. Mas para comprender las leyes del movimiento continuo resultante de todas las arbitrariedades humanas, la mente humana admite, además de unidades arbitrarias, también las discontinuas. El primer método histórico consiste en tomar de modo arbitrario una serie de acontecimientos continuos y estudiarlos separadamente de otros, cuando no hay ni puede haber un acontecimiento aislado puesto que unos proceden de los otros, sin interrupción. El segundo método consiste en examinar los actos de un individuo, rey o jefe militar, como una suma de arbitrariedades humanas, que nunca se manifiestan en la actuación de un personaje histórico.