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Guerra y paz

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Guerra y paz
Название: Guerra y paz
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Guerra y paz читать книгу онлайн

Guerra y paz - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.

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XXXVIII

El aspecto aterrador del campo de batalla, cubierto de cadáveres y heridos, unido a su pesadez de cabeza, a la noticia de que veinte de sus generales, a los que conocía, habían resultado heridos o muertos y la conciencia de la debilidad de su brazo, antes poderoso, produjeron una inesperada impresión en Napoleón, que se complacía habitualmente en contemplar los muertos y heridos para medir su propia fuerza de ánimo (así pensaba él). Aquel día el aspecto espantoso del campo de batalla había vencido la fuerza moral en la cual cifraba el Emperador todo su mérito y grandeza: se retiró rápidamente del campo y volvió al túmulo de Shevardinó.

Amarillento, grueso y pesado, con ojos turbios, la nariz colorada y la voz enronquecida, permanecía sentado en una silla plegable y escuchaba, sin querer y sin levantar los ojos, el estruendo de los cañonazos. Con enfermiza angustia esperaba el término de aquella acción, de la cual se consideraba partícipe pero que ya no podía detener. El sentimiento humano personal prevaleció por un instante sobre la imagen artificial de la vida a cuyo servicio había estado tanto tiempo. Pesaban sobre él los sufrimientos y la muerte que había visto en el campo de batalla.

La pesadez de la cabeza y del cuerpo le recordaban la posibilidad del dolor y de la muerte también para él. En aquel momento ya no deseaba Moscú, ni la victoria ni la gloria (¿qué más gloria podía apetecer aún?); no deseaba sino una cosa: reposo, tranquilidad, libertad. Pero cuando se vio en la cota de Semiónovskoie, el jefe de la Artillería le propuso emplazar algunas baterías en aquel lugar para intensificar el fuego sobre las tropas rusas concentradas ante la aldea de Kniazkovo. Napoleón consintió y ordenó que se le informara sobre el efecto producido por dichas baterías.

Un ayudante lo comunicó que, siguiendo sus órdenes imperiales, habían sido emplazados contra los rusos doscientos cañones, pero que el enemigo seguía resistiendo.

—Nuestro fuego destruye sus filas, pero resisten— explicó el ayudante.

—Ils en veulent encore!... 446— dijo Napoleón con voz ronca.

—Sire?— preguntó el ayudante, que no lo había entendido bien.

—Ils en veulent encore. Donnez-leur-en 447— repitió Napoleón, con voz ronca y fruncidas las cejas.

Aunque no diera órdenes, se hacía lo que él deseaba; las daba porque pensaba que los demás esperaban que las diera. Y de nuevo se trasladó a su mundo anterior, artificial, poblado de imágenes de quimérica grandeza; y de nuevo (como el caballo que hace dar vueltas a la noria e imagina que hace algo para sí mismo) se prestó dócilmente a representar el papel triste, cruel, penoso e inhumano a que estaba destinado.

La inteligencia y la conciencia de aquel hombre se vieron entenebrecidas —no sólo en aquella hora y día— mucho más que las de todos los demás actores del drama; pero jamás, hasta el fin de su vida, pudo comprender ni el bien, ni la belleza, ni la verdad, ni el significado de sus actos, demasiado contrarios al bien y a la verdad, demasiado apartados de todo sentimiento humano para poder entender su sentido. No podía renegar de sus actos, ensalzados por medio mundo, y por eso debía renunciar a la verdad, al bien y a todo lo humano.

No sólo aquel día, cuando recorría el campo de batalla lleno de muertos y mutilados (por su voluntad, según pensaba) y calculaba cuántos rusos habían caído por cada francés y, engañándose a sí mismo, se alegraba de que por un francés hubiera cinco rusos; no sólo aquel día escribió en una carta a París que le champ de bataille a été superbe, 448porque había en él cincuenta mil cadáveres; hasta en la isla de Santa Elena escribió, en el silencio de la soledad, que pensaba aprovechar su tiempo libre para contar sus grandes hechos de armas:

La guerra de Rusia debió de ser la más popular de los tiempos modernos; era la guerra del buen sentido y de los intereses verdaderos, del descanso y de la tranquilidad de todos: una guerra puramente pacífica y conservadora.

Se hacía por la gran causa, por el fin de todo riesgo y el comienzo de la seguridad. Aparecía un nuevo horizonte, iban a desarrollarse nuevos trabajos por el bienestar y la prosperidad de todos. El sistema europeo se había fundado y ya no quedaba más que organizarlo.

Satisfecho acerca de estos grandes puntos y en todo tranquilo, también yo habría tenido mi Congreso y mi Santa Alianza. Son ideas que me han robado. En esa reunión de grandes soberanos, habríamos discutido nuestros intereses en familia, y habríamos contado, como el servidor al dueño, con todos los pueblos.

No habría tardado Europa en ser una sola nación y cada cual, viajando por todas partes, se habría hallado siempre en la patria común.

Yo habría pedido la libertad de navegación por todos los ríos, la comunidad de los mares y la reducción de todos los ejércitos permanentes a la custodia de los soberanos.

Al volver a Francia, a la patria grande, fuerte, magnífica, tranquila y gloriosa, habría proclamado sus límites inmutables, porque las guerras ulteriores no serían más que puramente defensivas, cualquier nuevo engrandecimiento resultaría antinacional. Habría asociado a mi hijo al Imperio; mi dictadura habría terminado para dar comienzo a su reinado constitucional.

¡París habría sido la capital del mundo y los franceses la envidia de las naciones!

Los días de mi vejez y mi descanso habrían sido dedicados, en compañía de la Emperatriz y mientras duraba la educación real de mi hijo, a visitar lentamente, como verdadera pareja de campesinos, con nuestros caballos, los rincones del Imperio, perdonando culpas, escuchando querellas y sembrando por todas partes monumentos y obras buenas.

Ese hombre, destinado por la Providencia al triste y servil papel de verdugo de pueblos, estaba convencido de que el objetivo de sus actos era el bienestar de las naciones, de que era capaz de dirigir millones de destinos humanos y, mediante el poder, darles la felicidad.

De los cuatrocientos mil hombres que pasaron el Vístula la mitad eran austríacos, prusianos, sajones, polacos, bávaros würtembergueses, mecklemburgueses, españoles, italianos y napolitanos. Un tercio del ejército imperial propiamente dicho estaba compuesto de holandeses, belgas, habitantes de las orillas del Rin, piamonteses, suizos, genoveses, toscanos, romanos, habitantes de la 32.ªdivisión militar, Bremen, Hamburgo, etcétera; apenas llegaban a ciento cuarenta mil los hombres que hablaban francés. La expedición de Rusia costó menos de cincuenta mil hombres a la Francia actual; el ejército ruso, en las diferentes batallas de su retirada de Vilna a Moscú, perdió cuatro veces más que el francés, el incendio de Moscú costó la vida a cien mil rusos, muertos en los bosques, de frío y de miseria y, por último, en su marcha de Moscú al Oder, también el ejército ruso fue diezmado por las inclemencias del invierno; al llegar a Vilna sólo contaba con cincuenta mil hombres, y en Kalich no llegaban a dieciocho mil.

Se imaginaba que la guerra contra Rusia se había hecho por su voluntad, y el horror de lo ocurrido no impresionaba su espíritu. Aceptaba sin temor la responsabilidad del acontecimiento y su nublado espíritu hallaba una justificación en el hecho de que, entre los cientos de miles de hombres que habían sucumbido, había menos franceses que bávaros y de otras nacionalidades.

XXXIX

Varias decenas de miles de hombres, vestidos con los más diversos uniformes, yacían muertos en las más distintas posturas sobre los campos y prados pertenecientes a los señores Davídov y a campesinos de la Corona; en aquellos campos y prados los mujiks de Borodinó, Gorki, Shevardinó y Semiónovskoie habían recogido durante largos siglos sus cosechas y apacentado los rebaños. En torno a las ambulancias, en el espacio de una hectárea, la hierba y la tierra estaban empapadas de sangre. Una gran multitud de heridos y no heridos de diversas unidades marchaban, por una parte, hacia Mozhaisk, y otros, igual de numerosos, retrocedían hacia Valúievo. El miedo se reflejaba en todos los rostros. Otros, agotados y hambrientos, conducidos por sus jefes, iban hacia adelante. Y otros, por último, permanecían en sus puestos y continuaban disparando.

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