Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Adelantándose a los heridos sin vendar, el príncipe Andréi, como jefe de regimiento, fue acercado a una de las tiendas y sus porteadores se detuvieron, esperando órdenes.
El príncipe Andréi abrió los ojos y durante largo tiempo no comprendió lo que ocurría a su alrededor. Volvía a recordar el prado, las matas de ajenjo, los campos, la negra pelota que giraba humeante y su apasionado anhelo de vivir. A dos pasos de él un arrogante y corpulento suboficial de cabellos negros, de pie y apoyado en un palo, con la cabeza vendada, hablaba en voz alta y atraía la atención de todos. Estaba herido en la cabeza y la pierna. Alrededor, un grupo de heridos y camilleros escuchaban ávidamente sus palabras.
—Cuando los echamos de allí, lo abandonaron todo... ¡y hemos hecho prisionero hasta el rey!— gritaba, brillantes sus ojos negros, mirando en derredor. —Si en aquel momento hubieran llegado las reservas, os aseguro, hermanos, que no habríamos dejado ni rastro de ellos. Es cierto lo que os digo...
El príncipe Andréi miró como los demás al narrador de los ojos brillantes y, mirándolo, experimentó un sentimiento de consuelo. “¿No es lo mismo ahora? —pensó—. ¿Qué me ocurrirá allí, y qué hubo aquí? ¿Por qué siento tanto dejar la vida? Había algo en esta vida que nunca comprendí y que no comprendo aún.”
XXXVII
Uno de los doctores, con el delantal y las manos más bien pequeñas manchadas de sangre, salió de la tienda. Sujetaba el cigarro con el pulgar y el meñique, para no ensuciarlo. Levantó la cabeza y se puso a mirar a los lados, por encima de los heridos. Era evidente que deseaba descansar un poco. Movió la cabeza varias veces a derecha e izquierda, suspiró y bajó los ojos.
—¡En seguida!— contestó a las palabras del practicante que le señalaba al príncipe Andréi, y ordenó que lo introdujeran en la tienda.
De la multitud de heridos que esperaban salió un sordo rumor.
—Hasta en el otro mundo sólo vivirán los señores— dijo alguien.
Llevaron a la tienda al príncipe Andréi y lo colocaron en una mesa recién desocupada, de la cual un practicante limpiaba algo. El príncipe Andréi no podía darse cuenta de lo que allí ocurría: los penosos gemidos procedían de todas partes; los insoportables dolores de la cadera, la espalda y el vientre le impedían prestar atención. Cuanto veía en derredor se fundía en una impresión general de cuerpos humanos desnudos, sanguinolentos, que llenaban toda la baja tienda, haciéndole recordar cómo, unas semanas antes, en un cálido día de agosto, esos mismos cuerpos llenaban el estanque fangoso del camino de Smolensk. Sí, eran los mismos cuerpos, aquella misma chair à canoncuya vista, ya entonces, parecía predecir lo de ahora y que tanto horror le había inspirado.
En la tienda había tres mesas; dos estaban ocupadas y al príncipe Andréi lo colocaron en la tercera. Lo dejaron solo un momento y pudo ver, involuntariamente, lo que ocurría en las otras mesas. En la más próxima estaba tendido un tártaro, seguramente un cosaco, a juzgar por el uniforme tirado en el suelo. Entre cuatro soldados sujetaban al herido. Un médico con lentes cortaba algo en su espalda morena y musculosa.
—¡Uf! ¡Uf! ¡Uf!— parecía gruñir el tártaro, y, de pronto, alzó el rostro, negro, de pómulos salientes y chata nariz.
Enseñando sus blancos dientes, se esforzó por liberarse, dando tirones y lanzando gritos agudos, estridentes y prolongados. En la otra mesa, rodeada de mucha gente, había un hombre alto y corpulento, con la cabeza echada hacia atrás (el color de su cabello rizado y la forma de la cabeza parecieron al príncipe Andréi extrañamente conocidos). Algunos enfermeros lo sujetaban echados sobre su pecho. Una de sus largas, blancas y gruesas piernas se contraía continuamente con un temblor febril. Aquel hombre lloraba convulsivamente y parecía ahogarse. Dos médicos, silenciosos —uno de ellos estaba muy pálido y temblaba—, hacían algo con la otra pierna, cubierta de sangre.
Cuando hubo terminado con el tártaro, sobre el que echaron un capote, el médico de los lentes se acercó al príncipe Andréi secándose las manos.
Miró su rostro y se volvió rápidamente.
—¡Desnudadlo! ¿Qué hacéis ahí parados?— dijo con enfado a los enfermeros.
Acudieron a la memoria del príncipe Andréi los primeros recuerdos de su infancia, cuando, con mano presurosa y las mangas recogidas, el enfermero desabrochó su uniforme y le quitó la ropa.
El médico se inclinó sobre la herida, la tocó, lanzó un suspiro y llamó a alguien con un signo. El terrible dolor del vientre hizo perder el sentido al príncipe Andréi. Al volver en sí le habían extraído huesos de la cadera rota, le habían cortado la carne desgarrada y le habían vendado la herida. Le rociaron la cara con agua fría; cuando abrió los ojos, el médico se inclinó sobre él, sin decir nada lo besó en la boca y se alejó rápidamente.
Después de tanto sufrimiento pasado el príncipe Andréi experimentaba un bienestar como hacía tiempo no sentía. Todos los mejores momentos de su vida, los más felices, acudieron a su memoria no como algo pasado, sino como una realidad: especialmente los de la lejana infancia, cuando lo desnudaban y lo metían en la camita, cuando su vieja niñera le cantaba para hacerlo dormir, cuando con la cabeza hundida en las almohadas se sentía feliz por la sola conciencia de vivir.
Alrededor de aquel herido cuya cabeza le había parecido conocida se movían aún los médicos. Lo levantaban y trataban de calmarlo.
—Dejádmela ver... ¡oh, oh, oh!— se oía, entre sollozos, su gemido asustado sometiéndose al sufrimiento.
Al escuchar esos gemidos, el príncipe Andréi sintió deseos de llorar. Fuera porque moría sin gloria, o porque lamentaba separarse de la vida, o a causa de sus recuerdos de infancia, desaparecidos para siempre, o porque sufría con el dolor de los demás, o por los lastimeros gemidos del hombre que estaba a su lado, el hecho era que sentía deseos de llorar con las lágrimas bondadosas casi alegres de los niños.
Mostraron al herido la pierna cortada, aún calzada y con un coágulo de sangre.
—¡Oh! ¡Oooooh!...— rompió en sollozos como una mujer.
Un médico, que estaba delante del herido tapándole el rostro, se hizo a un lado.
“¡Dios mío! ¿Cómo es posible? ¿Por qué está aquí?”, pensó el príncipe Andréi.
En el desventurado que sollozaba y a quien habían amputado una pierna acababa de reconocer a Anatole Kuraguin. Lo sostenían por debajo de los brazos y le ofrecían un vaso de agua, cuyo borde no podía alcanzar con los labios, hinchados y temblorosos. Sollozaba angustiosamente.
“¡Es él! Sí. Ese hombre está relacionado conmigo por algo íntimo y doloroso —pensó el príncipe Andréi, sin reconocer aún claramente a quien tenía delante—. ¿Qué relación hay entre ese hombre y mi infancia y mi vida?”, se preguntaba sin hallar respuesta. De pronto, un nuevo e inesperado recuerdo que no pertenecía al mundo de la infancia pura y amorosa acudió a la mente del príncipe Andréi. Recordó a Natasha tal como la había visto por primera vez en el baile de 1810, con su cuello grácil, los brazos delgados, el rostro radiante, asustado y pronto al entusiasmo. Y su amor y ternura por ella se despertaron en su alma con más fuerza que nunca. Ahora recordaba bien el vínculo existente con aquel hombre que, a través de las lágrimas que brotaban de sus ojos hinchados, lo miraba turbiamente.
El príncipe Andréi lo recordó ahora todo: y una exaltada piedad y amor hacia aquel hombre llenó su corazón feliz.
El príncipe Andréi no pudo contenerse más y lloró dulces lágrimas de amor y ternura por el prójimo, por sí mismo; lloró también por errores ajenos y propios.
"La misericordia, el amor al prójimo, a los que nos aman, y a los que nos odian, el amor a nuestros enemigos. Sí, ese amor que Dios predicó sobre la tierra, el que me enseñaba la princesa María y yo no comprendía. Por eso sentía abandonar la vida, eso sería lo que permanecería en mí si viviese. Pero ahora ya es tarde, lo sé.”