Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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—¿Qué hace ése delante de la línea?— gritó alguien.
—¡Vete a la derecha! ¡A la izquierda!— gritaron otras voces.
Pierre se dirigió hacia la derecha y se encontró inesperadamente con un ayudante del general Raievski, a quien conocía. El ayudante miró enfadado a Pierre dispuesto a gritarle; pero al reconocerlo lo saludó con un gesto de la cabeza.
—¡Usted! ¿Cómo está aquí?— preguntó, y siguió adelante.
Pierre, que se sentía fuera de lugar e inoportuno y temía molestar una vez más, siguió al ayudante.
—¿Qué sucede aquí? ¿Puedo ir con usted?— preguntó.
—Ahora, ahora— respondió el ayudante, que se había acercado a un grueso coronel de pie en un prado para transmitirle una orden.
Cuando lo hubo hecho, se volvió a Pierre.
—¿Qué hace usted aquí, conde?— le preguntó con una sonrisa. —¿Sigue sintiendo curiosidad?
—Sí, sí— respondió Pierre.
Pero el ayudante giró su caballo y siguió adelante.
—Aquí van las cosas bien, gracias a Dios— dijo después. —Pero en el flanco izquierdo de Bagration la batalla está que arde.
—¿De verdad? ¿Por dónde queda?— preguntó Pierre.
—Venga conmigo al túmulo. Desde allí se ve bien y en la batería la cosa es aún soportable— dijo el ayudante. —¿Viene?
—Voy con usted— dijo Pierre, buscando a su caballerizo.
Sólo entonces vio por primera vez a los heridos que caminaban por sus propios pies o eran transportados en camillas. En aquel mismo pequeño prado con hileras de oloroso heno, por el que había pasado la víspera, yacía inmóvil un soldado con la cabeza torcida en una postura violenta y el chacó caído en el suelo.
—¿Por qué no lo han recogido?— empezó a decir Pierre. Pero al ver el severo rostro del ayudante que miraba hacia el mismo lugar, se calló.
Pierre no encontró a su caballerizo y siguió con el ayudante, por una vaguada, hacia el túmulo donde estaba Raievski. Su caballo seguía con dificultad a su compañero y le hacía dar frecuentes sacudidas.
—Al parecer no está acostumbrado a montar, conde— dijo el ayudante.
—No, es que... pero salta mucho— replicó Pierre, extrañado.
—¡Oh!... ¡Es que está herido— dijo el ayudante —en el brazuelo, encima de la rodilla! Seguramente ha sido un balazo. Lo felicito, conde: le baptême de feu. 431
Después de pasar entre el humo que cubría al sexto cuerpo, por detrás de la artillería que había sido adelantada y ensordecía con sus disparos, llegaron a un pequeño bosque silencioso, fresco, que olía a otoño. Pierre y el ayudante desmontaron y se acercaron al túmulo.
—¿Está aquí el general?— preguntó el ayudante.
—Estaba hace poco. Se ha ido hacia allí— le respondieron indicándole la dirección hacia la derecha.
El ayudante se volvió hacia Pierre como si ahora no supiera qué hacer con él.
—No se preocupe usted. Iré hacia el montículo, si es que se puede— dijo Pierre.
—Sí, vaya; desde allí lo podrá ver todo y sin tanto peligro; después me acercaré a buscarlo.
Pierre se encaminó hacia la batería mientras el ayudante se alejaba. No volvió a verlo y mucho más tarde supo que aquel día el ayudante había perdido un brazo.
El túmulo al que Pierre subió era el célebre lugar (conocido después por los rusos con el nombre de baterías del túmulo o batería de Raievski y por los franceses con los nombres de la grande redoute, la fatale redoute, la redoute du centre) 432en cuyas cercanías cayeron decenas de miles de hombres y que los franceses consideraban la clave de toda la posición.
El reducto constaba de un altozano en tres de cuyos lados se habían excavado zanjas.
En el terreno rodeado por las zanjas había diez cañones que disparaban a través de las aspilleras abiertas en el parapeto.
En la misma línea había otros cañones que disparaban sin descanso. Un poco más atrás se hallaba la infantería.
Cuando Pierre subió no pensó siquiera que semejante sitio, rodeado de pequeñas zanjas desde donde disparaban unos cuantos cañones, era el lugar más importante de la batalla; le pareció, al contrario (precisamente porque se encontraba él allí), que era uno de sus lugares más insignificantes.
Cuando llegó a la cumbre, Pierre se sentó en un extremo de la zanja que rodeaba la batería y con una sonrisa feliz e inconsciente contemplaba lo que ocurría en derredor. De vez en cuando se levantaba, siempre con el mismo gesto sonriente, procuraba no molestar a los soldados que se encargaban de recuperar los cañones y corrían constantemente ante él con cargas y proyectiles y se paseaba por la batería. Los cañones de esa batería, uno tras otro, disparaban sin cesar, ensordeciendo con sus estampidos y cubriendo todo de polvo y humo.
En contraste con la angustia que se percibía entre los soldados de la infantería de cobertura, en la batería, donde trabajaba un pequeño grupo de hombres, aislados de los demás por la zanja, reinaba una animación común y como familiar, que unía a todos.
La aparición de Pierre, con su figura corpulenta y tan poco militar, tocado con aquel sombrero blanco, al principio sorprendió desagradablemente a los artilleros. Los soldados, al pasar delante de él, lo miraban con extrañeza y hasta con cierto temor. El oficial jefe de la batería, un hombre alto, picado de viruelas y con largas piernas, se acercó a Pierre, como si fuera a examinar un cañón situado al borde, y lo miró con curiosidad.
Otro oficial, muy joven, de cara redonda, casi un niño, recién salido, probablemente, de la academia, que ponía toda su alma en atender los dos cañones que se le habían confiado, se acercó con aire severo a Pierre y le dijo:
—Perdone, señor, pero le ruego que deje libre el paso; aquí no se puede estar.
Los soldados, al principio, lo miraban también con desagrado, pero cuando se convencieron de que aquel hombre de sombrero blanco no hacía nada malo y permanecía tranquilamente sentado al borde del terraplén, o con tímida sonrisa dejaba cortésmente pasar a los soldados, iba y venía por la batería al alcance de las balas, con la misma calma como si estuviera en un parque, aquel sentimiento de hostil perplejidad hacia él fue transformándose poco a poco en una cariñosa y burlona simpatía, semejante a la que sienten los soldados hacia los animales, perros, gallos, cabras, etcétera, que viven en las unidades. Admitieron mentalmente a Pierre en su familia y le dieron el sobrenombre de "nuestro señor”. Hablando de él reían cariñosamente y bromeaban a su costa.
Una granada se hundió a dos pasos de Pierre, quien, sacudiéndose la tierra del traje, miró en derredor sonriendo.
—¿Cómo es que no tiene usted miedo, señor?— le preguntó un soldado de anchos hombros y dientes muy blancos y fuertes que brillaban en medio de su rostro colorado.
—¿Acaso lo tienes tú?— preguntó a su vez Pierre.
—¿Y quién no lo tiene?— respondió el soldado. —Las balas no respetan a nadie. Como acierte, te saca las tripas fuera. ¿Cómo no vas a tenerle miedo?— dijo riendo.
Algunos soldados de rostros alegres y cariñosos rodearon a Pierre. Al parecer, no esperaban que hablara como todos, y ese descubrimiento los alegró.
—¡Nosotros somos soldados! Pero es raro ver a un señor aquí. ¡Vaya con el señor!
El oficial jovencito gritó a los soldados que rodeaban a Pierre:
—¡A vuestros puestos!
Era evidente que aquel joven oficial cumplía sus funciones por primera o segunda vez; de ahí su empeño en mostrarse exacto y formulista ante sus subordinados y superiores.
Sobre toda la extensión del campo se intensificaba el tronar de los cañones y las descargas de fusilería, especialmente a la izquierda, en las posiciones defendidas por Bagration. Pero desde el sitio donde estaba Pierre nada se podía distinguir, por la intensa humareda. Además, el interés de Pierre estaba concentrado en observar al grupo de hombres (separado de todos los demás) que estaban en la batería. La primera excitación alegre e inconsciente que le causó el aspecto y los ruidos del campo de batalla dio paso a otros sentimientos, sobre todo desde que viera al solitario soldado muerto en el pequeño prado. Ahora, sentado en el borde de la fortificación, contemplaba las caras de los hombres que lo rodeaban.