Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Al observar en el rostro de Bálashov la desagradable impresión que aquella acogida le producía, levantó la cabeza y preguntó con frialdad qué deseaba.
Bálashov, suponiendo que tal recibimiento se debía tan sólo a que ignoraba su calidad de general ayudante de campo del emperador Alejandro y aun de representante suyo ante Napoleón, se apresuró a informarlo de quién era. Pero contrariamente a lo que esperaba, Davout se manifestó aún más hosco y grosero después de haberlo escuchado.
—¿Dónde está el pliego?— dijo. —Donnez-le-moi, je l'enverrai à l'Empereur. 352
Bálashov contestó que tenía órdenes de entregarlo personalmente al Emperador.
—Las órdenes de su Emperador se cumplen en su ejército; aquí debe hacer lo que se le diga— dijo Davout.
Y, para dar a entender mejor al general ruso que estaba a merced de la fuerza bruta, Davout envió al ayudante en busca del oficial de servicio.
Bálashov sacó el pliego que contenía el mensaje imperial y lo puso sobre la mesa (que no era más que el batiente de una puerta, todavía con sus bisagras, apoyado sobre dos barriles). Davout tomó el pliego y leyó la dirección.
—Es usted muy dueño de concederme o no los respetos que se me deben— dijo Bálashov, —pero me permito recordarle que tengo el honor de ser general ayudante de campo de Su Majestad...
Davout lo miró en silencio y sintió un visible placer ante la inquietud y confusión que reflejaba el rostro del general ruso.
—Se lo tratará como se merece— dijo, y guardándose la carta en el bolsillo salió del cobertizo.
Unos minutos después, el ayudante de campo del mariscal, señor de Castres, condujo a Bálashov al alojamiento que se le había preparado.
Bálashov comió aquel día con el mariscal en el cobertizo, utilizando por mesa la puerta sobre dos barriles.
A la mañana siguiente Davout se marchó muy temprano, no sin antes llamar a Bálashov y decirle con aire significativo que le rogaba permanecer allí y, en el caso de recibir la orden de moverse, hacerlo con los convoyes; le dijo también que no podía hablar con nadie a excepción del señor de Castres.
Después de cuatro días de aburrimiento y soledad, consciente de no ser dueño de sus actos y de su propia insignificancia, tanto más sensible después del ambiente de poder al que estaba habituado a moverse hacía tan poco, Bálashov regresó a Vilna tras varias etapas de marcha con los convoyes del mariscal, entre tropas francesas que ocupaban todo aquel territorio. Bálashov entró en Vilna, ahora en poder de los franceses, por la misma puerta por la cual había salido cuatro días antes.
Al día siguiente, el chambelán imperial, monsieur de Tourenne, se presentó a Bálashov y le comunicó el deseo del emperador Napoleón de concederle el honor de una audiencia.
Cuatro días antes, frente a la misma casa a la que ahora lo habían conducido, montaban guardia los centinelas del regimiento Preobrazhenski; ahora, en cambio, dos granaderos franceses, con uniforme azul y gorro afelpado, una escolta de húsares y ulanos y un brillante séquito de ayudantes de campo, pajes y generales aguardaban la salida de Napoleón; en el centro del grupo se destacaba un caballo ensillado, cuyas riendas tenía el mameluco Roustan. Napoleón recibía en Vilna a Bálashov en la misma casa desde la cual lo había enviado cuatro días antes el emperador Alejandro.
VI
Aunque Bálashov estaba acostumbrado a la magnificencia de la Corte rusa, el lujo fastuoso de la de Napoleón lo sorprendió y asombró.
El conde de Tourenne lo introdujo en la gran sala de espera, donde aguardaban numerosos generales, chambelanes y magnates polacos, a muchos de los cuales Bálashov había visto en la Corte del emperador Alejandro. Duroc anunció que Napoleón recibiría al general ruso antes del paseo.
Tras algunos minutos de espera, el chambelán de servicio apareció en la gran sala y saludó respetuosamente a Bálashov, invitándolo a seguirlo.
Bálashov entró en un saloncito, una de cuyas puertas comunicaba con el gabinete de trabajo donde Alejandro le había confiado su misión cerca de Napoleón. Bálashov esperó un par de minutos, se oyeron unos rápidos pasos y las dos hojas de la puerta se abrieron; todo quedó en silencio y se acercaron otros pasos, firmes y enérgicos. Era Napoleón, que había acabado su toilettematinal para montar a caballo. Una casaca azul se abría encima de un chaleco que descendía sobre su vientre redondo; calzones blancos ceñían los muslos de sus cortas piernas, calzadas con botas de montar. Al parecer, acababan de peinar sus cortos cabellos, pero un mechón caía en el centro de su frente espaciosa. El cuello blanco y carnoso se destacaba sobre el uniforme negro. Iba perfumado con agua de colonia. Su rostro lleno y juvenil, de barbilla saliente, expresaba una majestuosa benevolencia imperial.
Entró con la cabeza algo echada hacia atrás, acompañando cada paso con un temblor nervioso. Su figura toda, corta y achaparrada, de hombros amplios y gruesos, de vientre y pecho pronunciados, tenía ese aire representativo de los hombres de cuarenta años que viven holgadamente. Se advertía, además, que ese día se encontraba de un humor excelente.
Inclinó la cabeza, en respuesta al profundo y respetuoso saludo de Bálashov, y, acercándose a él, comenzó a hablar como un hombre para quien cada minuto es precioso y no se digna preparar sus discursos, convencido de que dirá siempre bien lo que debe decir.
—Buenos días, general— dijo, —he recibido la carta del emperador Alejandro que usted traía y estoy encantado de verlo.
Fijó sus grandes ojos en el rostro de Bálashov y en seguida desvió la mirada. Era evidente que la persona del general ruso no le interesaba y que sólo lo preocupaba lo que ocurría en su interior. Cuanto ocurría fuera de su persona no tenía para él importancia, puesto que en el mundo, pensaba él, todo dependía de su voluntad.
—No deseo ni he deseado la guerra— prosiguió —pero me han forzado a ella. Aun ahora— y acentuó esta palabra —estoy dispuesto a aceptar todas las explicaciones que pueda usted darme.
Y, comenzó a exponer clara y brevemente las causas de su disgusto con el gobierno ruso. El tono moderado, tranquilo y amistoso con que hablaba el Emperador francés, llevó a Bálashov a la firme convicción de que Napoleón deseaba la paz y estaba dispuesto a iniciar negociaciones.
—Sire, l'Empereur mon maître... 353— comenzó Bálashov, que había preparado su discurso mucho tiempo antes, cuando Napoleón, terminada su exposición, miró interrogativamente al general ruso.
Pero la mirada del Emperador, fija en él, lo turbó. "No se turbe, tranquilícese”, pareció decir Napoleón, mirando con una sonrisa apenas perceptible el uniforme y la espada del embajador.
Bálashov consiguió dominarse y dijo que el emperador Alejandro no consideraba motivo suficiente para la guerra la petición de pasaportes hecha por su embajador; Kurakin había obrado por propia iniciativa, sin el consentimiento de su Soberano; añadió, por último, que el emperador Alejandro no deseaba la guerra y que no mantenía relación alguna con Inglaterra.
—Todavía no— lo interrumpió Napoleón, y, como si temiera dejarse llevar por sus sentimientos, frunció el ceño y movió la cabeza, dando a entender a Bálashov que podía proseguir.
Cuando hubo dicho todo cuanto se le había ordenado, Bálashov añadió que el emperador Alejandro deseaba la paz, pero comenzaría las conversaciones siempre que... Llegado a ese punto, Bálashov titubeó: recordó las palabras que el Emperador no había incluido en la carta, pero que había ordenado introducir en el rescripto enviado a Saltikov; palabras que Bálashov debía transmitir a Napoleón. Las recordaba bien: "mientras permanezca un enemigo armado en territorio ruso”, pero lo contuvo un complejo sentimiento. No podía pronunciar esas palabras, aunque tal era su deseo. Titubeó un instante y dijo: "A condición de que las tropas francesas se retiren al otro lado del Niemen”.