Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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XIX
Al día siguiente el príncipe Andréi fue a visitar a ciertas personas en cuyas casas no había estado aún, y entre ellas a los Rostov, cuya amistad fue renovada en el último baile. Además del deber de cortesía, lo llevaba allí el deseo de ver en la intimidad a la muchacha original y llena de vitalidad que tan grato recuerdo le dejara.
Natasha fue una de las primeras en salir a su encuentro. Llevaba un vestido azul de casa con el cual pareció al príncipe aún mejor de como la viera en el baile. Ella y toda la familia lo acogieron como a un viejo amigo, con sencillez cordial. Esta familia, a la que en otros tiempos juzgara con tanta severidad, le pareció ahora sencilla y amable. La hospitalidad campechana del viejo conde, especialmente agradable en San Petersburgo, era tan sincera que el príncipe Andréi no pudo rehusar la invitación de quedarse a comer con ellos. “Es una familia buena, excelente —pensaba Bolkonski—, que no sabe ni se imagina el tesoro que tiene en Natasha. Magníficas personas, que forman el mejor fondo para esta encantadora muchacha tan poética y llena de vida.”
El príncipe Andréi veía en Natasha un mundo distinto, completamente ajeno para él, lleno de alegrías ignoradas; ese extraño mundo que en la avenida del jardín de Otrádnoie y en la ventana, aquella noche de luna, lo había desazonado tanto. Ahora, ese mundo ya no lo irritaba, no le era ajeno, sino que, al penetrar en él, le ofrecía nuevos placeres.
Después de la comida, a petición del príncipe Andréi, Natasha cantó acompañándose con el clavicordio. El príncipe, de pie junto a la ventana y sin abandonar la conversación de las damas, la escuchaba. En medio de una frase quedó en silencio y notó que atenazaban su garganta unas lágrimas inesperadas cuya posibilidad no conocía. Miró a Natasha, que seguía cantando, y algo nuevo y feliz removió su ser. Se sentía a un tiempo feliz y triste. No tenía razón alguna para llorar, pero las lágrimas estaban a punto de brotar. ¿Por qué? ¿Por su amor de otros tiempos? ¿Por la pequeña princesa Lisa? ¿Por tantas desilusiones?... ¿Por sus esperanzas en el porvenir?... Sí y no. La razón principal de aquellas lágrimas era la contradicción terrible, vivamente sentida por él, entre su anhelo de algo infinitamente grande e indeterminado y la sensación de que él era un ser limitado y corpóreo, como también ella. Esa contradicción lo afligía y alegraba mientras la oía cantar.
Apenas dejó de cantar se acercó a él y le preguntó si le gustaba su voz. Hizo la pregunta y quedó confusa, porque comprendió que no debía haberla hecho. Él sonrió y, mirándola, le dijo que su canto le agradaba como todo lo que ella hacía.
Ya era de noche cuando el príncipe Andréi salió de casa de los Rostov. Se acostó por la fuerza de la costumbre, pero pronto vio que le era imposible dormir. Bien encendía la vela, como se sentaba en el lecho, se levantaba, volvía a tumbarse, sin que el insomnio tenaz lo hiciera sufrir. Estaba alegre, renovado, como si acabara de salir de una habitación asfixiante al aire libre. No se le ocurría pensar, siquiera, que estuviera enamorado de Natasha; no pensaba en ella, pero su sola imagen hacía que su vida apareciera bajo una nueva luz. "¿Para qué me esfuerzo?, ¿para qué me afano en un ambiente estrecho y cerrado, cuando la vida, toda la vida, se me abre con sus alegrías?” Por primera vez, después de mucho tiempo, comenzó a hacer proyectos felices para el porvenir. Decidió que debía ocuparse de la educación de su hijo, confiarla a un buen preceptor; debía también dimitir de su cargo y salir al extranjero, visitar Inglaterra, Suiza e Italia. "Debo aprovechar mi libertad mientras sienta en mí tanto vigor y tanta juventud —se decía a sí mismo—. Tenía razón Pierre cuando aseguraba que es preciso creer en la posibilidad de ser feliz para serlo. Ahora creo en ella. Dejemos que los muertos entierren a los muertos; mientras se vive, hay que vivir y ser feliz.”
XX
Una mañana, el coronel Adolfo Berg, al que Pierre conocía (como a todos en Moscú y San Petersburgo), se presentó en casa del conde Bezújov con su impecable uniforme, sus patillas engomadas y peinadas hacia adelante, como las que llevaba el emperador Alejandro Pávlovich.
—Acabo de estar con la condesa, su esposa, y he tenido la desgracia de que no fuera aceptada mi petición. Espero que con usted, conde, tenga mejor suerte— dijo sonriendo.
—¿Qué desea, coronel? Estoy a su disposición.
—He acabado de instalarme en mi nueva casa, señor conde— comenzó, sabiendo, al parecer, que no podía por menos de ser grata la noticia, —y con ese motivo quiero ofrecer una pequeña velada a mis amigos y a los de mi esposa— y sonrió con más amabilidad aún. —He pedido a la señora condesa, y se lo pido a usted, que me concedan el honor de venir a mi casa a tomar una taza de té y... a cenar.
Sólo la condesa Elena Vasílievna, que juzgaba indigna de su persona la sociedad de unos Berg, podía tener la crueldad de rechazar una invitación semejante. Berg explicaba tan claramente por qué deseaba reunir en su casa a un grupo pequeño y selecto, por qué eso le resultaba agradable, por qué le disgustaba gastar el dinero en jugar a las cartas y en otras cosas indignas y, en cambio, no le dolía gastarlo tratándose de sus amigos, que Pierre no pudo negarse y aceptó la invitación.
—No tarde, conde, hágame ese favor. ¿Qué le parece a las ocho menos diez? Jugaremos una partida. Asistirá nuestro general; es muy bueno conmigo. Después cenaremos... Hágame el favor.
Contra su costumbre de acudir siempre tarde, Pierre llegó aquel día a la casa de Berg a las ocho menos cuarto, un poco antes de la hora señalada.
Preparado ya todo lo necesario para la velada, los Berg esperaban a sus invitados en su nuevo despacho, limpio y luminoso, decorado con pequeños bustos, cuadros y muebles nuevos. Berg, con su uniforme recién estrenado, explicaba a su mujer que siempre se pueden y deben tener amistades situadas por encima de uno porque, sólo así, se experimenta el verdadero placer de la amistad.
—Se puede aprender algo y solicitar alguna cosa. Fíjate cómo he vivido yo después de mi primer ascenso— Berg no contaba su vida por años, sino por ascensos; —mis camaradas no son aún nada y yo, en cambio, ya estoy propuesto para jefe de regimiento; tengo la fortuna de ser su marido— se levantó y besó la mano de Vera, arreglando de paso una arruga de la alfombra. —¿Y cómo lo he logrado? Sobre todo, por saber elegir bien las amistades. Por supuesto que hay que ser honrado y cumplidor.
Berg sonrió convencido de la propia superioridad sobre una débil mujer y calló, pensando que su querida esposa, a pesar de todo una débil mujer, era incapaz de comprender lo que constituye la dignidad del hombre, ein Mann zu sein. 302Vera sonrió también, convencida de ser superior a su marido, virtuoso y bueno, pero que, así lo creía ella, entendía erróneamente la vida, lo mismo que a todos los demás hombres. Berg, juzgando a todas las mujeres por su esposa, las consideraba débiles y estúpidas; y Vera, juzgando por su marido y generalizando sus propias observaciones, suponía que todos los hombres se atribuían la inteligencia pero, en realidad, no entendían nada y eran orgullosos y egoístas.
Berg se levantó, abrazó a su mujer cuidando de no arrugar la esclavina de encaje que tanto le había costado y la besó justo en la mitad de los labios.
—Sólo hay una cosa: no debemos tener hijos demasiado pronto— dijo por una inconsciente asociación de ideas.
—Sí— contestó Vera, —tampoco yo lo deseo. Debemos vivir para la sociedad.
—Igual que éste era el que llevaba la princesa Yusúpova— dijo Berg con una feliz sonrisa, señalando la esclavina de encaje de su mujer.