Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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—No se la ponga hasta que yo vaya— gritó Natasha. —No lo haga.
—Pero ya son las diez.
Tenían que llegar al baile a las diez y media y todavía estaba Natasha sin arreglar. Además, debían pasar antes por el jardín de Táurida.
Una vez peinada, aún con las cortas enaguas que dejaban ver los zapatos de baile y una chambra de su madre, se acercó corriendo a Sonia, le pasó revista y después inspeccionó a la condesa. Haciéndole volver la cabeza, sujetó la toca, besó rápidamente sus grises cabellos y corrió de nuevo hacia las doncellas, que terminaban de dar los últimos puntos a su falda.
El problema estaba ahora en la falda de Natasha, que era demasiado larga. Dos doncellas la estaban acortando, y mordían presurosas el cabo del hilo. Una tercera, con los alfileres en la boca, corría de Sonia a la condesa atendiendo a las dos; la cuarta sostenía en alto el transparente vestido de Natasha.
—¡De prisa, Mavrusha, palomita!
—Deme el dedal, señorita.
—¿Termináis o no?— preguntó el conde, entrando en la habitación. —Aquí os traigo el perfume. La señorita Perónskaia ya estará cansada de esperar.
—Ya acabé, señorita— dijo una de las doncellas, levantando con dos dedos el vestido y sacudiéndolo delicadamente, manifestando comprender con ese gesto el cuidado que le merecía la finura del traje.
Natasha se dispuso a ponérselo.
—¡Ahora, ahora! Papá, no entres— gritó a través de la falda que la cubría por completo.
Sonia cerró la puerta. Un minuto después dejaban entrar al conde. Llevaba frac azul, medias de seda y zapatos; iba bien perfumado y peinado.
—¡Qué guapo estás, papá!— dijo Natasha, mientras se ajustaba los pliegues de la falda.
—Permítame, señorita, permítame— decía la doncella, arrodillada delante de Natasha y tirándole de la falda, mientras con la lengua se pasaba los alfileres de un lado de la boca a otro.
—Tú harás lo que quieras— exclamó Sonia, desesperada, mirando el vestido de Natasha, —harás lo que quieras, pero sigue largo.
Natasha se alejó para mirarse en el espejo. En efecto, el vestido estaba largo.
—Le juro, señorita, que no le está largo— decía Mavrusha, arrastrándose detrás de Natasha.
—Si está largo, lo acortaremos en un abrir y cerrar de ojos— dijo resueltamente Duniasha, sacando una aguja del pañuelo que llevaba en el pecho y sentándose en el suelo para volver a la tarea.
En aquel instante, la condesa, con su traje de terciopelo y su toca, entró silenciosa y tímidamente.
—¡Oh, preciosa mía, qué bella estás!— exclamó el conde. —¡Mejor que vosotras!— y quiso abrazarla, pero ella, ruborizándose, se apartó para que no le arrugara el vestido.
—¡Mamá! Ladee un poco más la toca— dijo Natasha. —Ahora se la arreglaré— y avanzó hacia ella.
Las doncellas, que cosían su falda, no tuvieron tiempo de seguirla y rompieron un poco de tul.
—¡Dios mío! ¿Pero qué nos pasa? Juro por Dios que no tuve la culpa...
—No es nada. Lo coseré y no se verá— dijo Duniasha.
—¡Qué guapa! ¡Pero qué guapa!— exclamó la vieja niñera, que entraba entonces. —¡Y Sonia, qué bella! ¡Qué preciosas las dos!
A las diez y cuarto tomaron por fin las carrozas. Tenían que ir todavía al jardín de Táurida.
La señorita Perónskaia estaba dispuesta. A pesar de su edad y fealdad, en su casa había ocurrido lo mismo que en la de Rostov, aunque con menos prisas, porque ya estaba acostumbrada. Habían lavado, perfumado y empolvado su feo cuerpo; también detrás de sus orejas; su vieja doncella le había prodigado asimismo frases entusiastas cuando salió de su casa con el traje amarillo y su emblema de dama de honor de la Corte.
La señorita Perónskaia alabó los vestidos de las Rostov; ellas ensalzaron el gusto y el vestido de Perónskaia y, a las once, con grandes precauciones para no estropear vestidos y peinados, subieron a las carrozas y partieron.
XV
Natasha no había tenido un momento libre en todo el día y no se había parado a pensar, ni una sola vez, en qué le esperaba.
En el aire frío y húmedo, entre las apreturas y los balanceos de la oscura carroza, Natasha se imaginó vivamente, por primera vez, lo que iba a ver allí, en el baile, en las salas resplandecientes: la música, las flores, la danza, el Emperador y toda la brillante juventud de San Petersburgo. Le parecía tan hermoso que no podía ni creer que así fuera; tan diferente era aquello de la sensación de oscuridad, frío y apretura que reinaba en el carruaje. Tan sólo cuando pisó la alfombra roja de la entrada, entró en el vestíbulo, se quitó el abrigo de piel y avanzó con Sonia delante de su madre por la iluminada escalinata flanqueada de flores comprendió lo que vería después. Sólo entonces recordó cómo debía portarse en el baile e intentó adoptar un aire majestuoso que, según pensaba, convenía a una muchacha de su edad en tales circunstancias. Por suerte advirtió que los ojos se le iban de un lado a otro; no veía nada con claridad, sus pulsaciones pasaban de cien y la sangre afluía a su corazón. Le fue imposible adoptar el porte que la habría hecho ridícula; iba temblorosa de emoción, tratando por todos los medios de ocultarla. Pero eso, precisamente, era lo que mejor le convenía. Delante y detrás de ellas, conversando también en voz baja, entraban los invitados vestidos de gala. En los espejos de la escalera, las figuras de las señoras se reflejaban con sus vestidos blancos, azules y rosados, con diamantes y perlas en los brazos y cuellos desnudos.
Natasha miraba a los espejos y no conseguía ver su imagen entre las otras: todo se mezclaba en una brillante procesión. Al entrar en la primera sala el murmullo uniforme de las voces, los pasos y los saludos la aturdieron. La luz y el resplandor la cegaron más todavía. Los dueños de la casa, que desde hacía media hora estaban recibiendo a sus invitados, los saludaban con las mismas palabras — “Charmé de vous voir” 300— y acogieron con idéntica cortesía a los Rostov y a Perónskaia.
Las dos muchachas, ambas de blanco con rosas iguales en el pelo negro, hicieron la misma reverencia, pero la dueña de la casa se fijó más en la delgada Natasha. Para ella tuvo una sonrisa especial, además de la que a todos repartía. Tal vez recordara al mirarla sus tiempos felices de jovencita y su primer baile. También el señor de la casa siguió con los ojos a Natasha y preguntó al conde cuál era su hija.
—Charmante!— dijo, besando las puntas de sus dedos.
En la gran sala de baile los invitados se agrupaban cerca de las puertas, esperando la llegada del Emperador. La condesa se situó en las primeras filas. Natasha oyó y sintió que algunos hablaban de ella y la miraban. Comprendió que gustaba a cuantos la miraban y eso la tranquilizó un poco.
"Las hay como nosotras y las hay peores”, pensó.
Perónskaia iba diciendo a la condesa quiénes eran las personas más importantes que habían acudido a la fiesta.
—Aquél es el embajador de Holanda, aquel de pelo gris...— e indicaba a un viejecillo de abundante cabellera plateada y ensortijada, rodeado de señoras a las que hacía reír.
—Y ahí tiene a la reina de San Petersburgo, la condesa Bezújov— añadió señalando a Elena, que entraba en aquel momento. —¡Qué bella es! Nada tiene que envidiar a María Antónovna. Fíjese cómo jóvenes y viejos la rodean. Bella e inteligente... Dicen que el príncipe... está loco por ella... En cambio esas dos, aunque no son bellas, van aún más acompañadas.
Y señaló a una dama que con una hija muy fea cruzaba la sala.
—Es una novia con muchos millones— explicó Perónskaia, —y aquí están los novios.
—Ése es el hermano de la condesa Bezújov, Anatole Kuraguin— y señaló a un apuesto caballero de la Guardia que pasó ante ellas y desde la altura de su levantada cabeza miraba a lo lejos sin fijarse en las damas. —Es guapo, ¿verdad? Lo casan con aquella millonaria... También su cousin Drubetskói le hace la corte. Se habla de millones.