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Por Quien Doblan Las Campanas?

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Por Quien Doblan Las Campanas?
Название: Por Quien Doblan Las Campanas?
Дата добавления: 15 январь 2020
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Por Quien Doblan Las Campanas? - читать бесплатно онлайн , автор Хемингуэй Эрнест Миллер

Nadie es una isla, completo en s? mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porci?n de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por qui?n doblan las campanas; doblan por ti.

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- Llevad a ése también -dijo-. Ese que tiene las manos sobre la ametralladora. Debe de ser el Sordo. Es el más viejo y el que tenía el arma. No. Cortadle la cabeza y envolvedla en un capote. -Luego lo pensó mejor.- Podríais también cortar la cabeza a todos los demás. Y también a los que están ahí abajo, a los que cayeron en la ladera cuando los atacamos por primera vez. Recoged las pistolas y los fusiles y cargad esa ametralladora sobre un caballo.

Descendió unos pasos por la ladera hasta el sitio en que se encontraba el teniente caído en el primer asalto. Le miró unos instantes, pero no le tocó.

«Qué cosa más mala es la guerra», se dijo.

Luego volvió a santiguarse y mientras bajaba la cuesta rezó cinco padrenuestros y cinco avemarías por el descanso del alma de su camarada muerto. Pero no quiso quedarse para ver cómo cumplían sus órdenes.

Capítulo veintiocho

Después del paso de los aviones, Jordan y Primitivo oyeron el tiroteo que volvía a reanudarse y Jordan sintió que su corazón comenzaba de nuevo a latir. Una nube de humo se estaba formando por encima de la última línea visible de la altiplanicie, y los aviones no eran ya más que tres puntitos que se iban haciendo cada vez más pequeños en el cielo.

«Probablemente habrán hecho migas a su propia caballería, sin atacar al Sordo ni a los suyos», se dijo Robert Jordan. «Estos condenados aviones dan mucho miedo, pero no matan.»

- La lucha continúa -dijo Primitivo, que había estado escuchando con mucha atención el intenso tiroteo. Hacía una mueca a cada explosión, pasándose la lengua por los resecos labios.

- ¿Por qué no? -preguntó Robert Jordan-. Estos aparatos nunca matan a nadie.

Luego cesó por completo el tiroteo y no se oyó un solo disparo. La detonación de la pistola del teniente Berrendo no llegó hasta allí.

Cuando se acabó el tiroteo, Jordan no se sintió de momento muy afectado; pero al prolongarse el silencio sintió como una sensación de vacío en el estómago. Luego oyó el estallido de las granadas y su corazón se alivió de pesadumbres unos instantes. Después volvió a quedarse todo en silencio, y como el silencio duraba, se dio cuenta de que todo había acabado.

María subió en esos momentos del campamento llevando una marmita de hierro que contenía un guisado de liebre con setas, envuelto en una salsa espesa, un saco de pan, una bota de vino, cuatro platos de estaño, dos tazas y cuatro cucharas. Se detuvo cerca de la ametralladora y dejó los dos platos para Agustín y Eladio, que había reemplazado a Anselmo. Les dio pan, desenroscó el tapón de la bota y llenó dos tazas de vino.

Robert Jordan la había visto trepar, ligera, hasta su puesto de observación con el saco a la espalda, la marmita en la mano y su cabeza rubia, rapada, brillando al sol. Saltó a su encuentro, cogió la marmita y le ayudó a escalar el último peñasco.

- ¿Qué han hecho los aviones? -preguntó ella, con mirada asustada.

- Han bombardeado al Sordo.

Jordan había destapado ya la marmita y se estaba sirviendo del guisado en un plato.

- ¿Están peleando todavía?

- No. Se acabó.

- ¡Oh! -exclamó ella, mordiéndose los labios, y miró a lo lejos.

- No tengo apetito -dijo Primitivo.

- Come, de todas maneras -le instó Robert Jordan.

- No podría tragar nada.

- Bebe un trago de esto, hombre -dijo Robert Jordan, tendiéndole la bota-. Y come después.

- Todo eso del Sordo me ha cortado el apetito -dijo Primitivo-. Come tú. Yo no tengo hambre.

María se acercó a él, le pasó el brazo por el cuello y le abrazó.

- Come, hombre -dijo-; cada cual tiene que guardar sus propias fuerzas.

Primitivo se apartó. Cogió la bota, y, echando la cabeza hacia atrás, bebió lentamente, dejando caer el chorro hasta el fondo de su garganta. Luego se llenó un plato de guisado y comenzó a comer.

Robert Jordan miró a María moviendo la cabeza. La muchacha se sentó a su lado y le pasó el brazo por los hombros. Cada uno de ellos sabía lo que sentía el otro, y se quedaron así, uno al lado del otro. Jordan comía despaciosamente su ración, saboreando las setas, bebiendo de vez en cuando un trago de vino y sin hablar.

- Puedes quedarte aquí si quieres, guapa -dijo al cabo de un rato, cuando la marmita se había quedado vacía.

- No -dijo ella-; tengo que volver con Pilar.

- Puedes quedarte un rato aquí. Creo que ahora no pasará nada.

- No, tengo que ir con Pilar. Está dándome lecciones.

- ¿Qué te está dando?

- El catecismo -sonrió y luego la abrazó-. ¿No has oído hablar nunca del catecismo? -Volvió a sonrojarse.- Es algo parecido. -Se sonrojó de nuevo.- Pero distinto.

- Ve a tu catecismo -dijo él, y le acarició la cabeza. Ella le sonrió y dijo luego a Primitivo:

- ¿Quieres algo de abajo?

- No, hija mía -dijo él. Se veía que no había logrado recobrarse.

- Salud, hombre-replicó ella.

- Escucha -dijo Primitivo-, no tengo miedo de morir; pero haberlos dejado solos así… -Se le quebró la voz.

- No teníamos otra opción -dijo Robert Jordan.

- Ya lo sé; pero, a pesar de todo.

- No teníamos otra alternativa -dijo Robert Jordan-. Y ahora vale más no hablar de ello.

- Sí, pero solos, sin que los ayudase nadie…

- Es mejor no hablar más de eso -contestó Robert Jordan-. Y tú, guapa, vete a tu catecismo.

La vio deslizarse de roca en roca. Luego se estuvo sentado un rato meditando mientras miraba la altiplanicie.

Primitivo le habló; pero él no dijo nada. Hacía calor al sol, pero no lo sentía. Miraba las laderas de la colina y las extensas manchas de pinares que cubrían hasta las cimas más elevadas. Pasó una hora y el sol estaba ya a su izquierda cuando los vio por la cuesta de la colina, e inmediatamente cogió los gemelos.

Los caballos aparecían pequeños, diminutos; los dos primeros jinetes se hicieron visibles sobre la extensa ladera verde de la alta montaña. Seguían los cuatro jinetes más, que descendían esparcidos por todo lo ancho de la ladera. Vio después con los gemelos la doble columna de hombres y caballos recortándose en la aguda claridad de su campo de visión. Mientras los miraba sintió el sudor que le goteaba de las axilas, corriéndole por los costados. Al frente de la columna iba un hombre. Luego seguían otros jinetes. Luego, varios caballos sin jinete, con la carga sujeta a la montura. Luego, dos jinetes más. Después, los heridos, montados, llevando a un hombre a pie a su lado, y, cerrando la columna, otro grupo de jinetes.

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