Por Quien Doblan Las Campanas?
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Nadie es una isla, completo en s? mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porci?n de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por qui?n doblan las campanas; doblan por ti.
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Apretó suavemente el disparador del rifle automático y la culata le golpeó tres veces en el hombro con el retroceso resbaladizo y espasmódico de las armas automáticas.
El capitán se quedó de bruces en la ladera con su brazo izquierdo recogido bajo el cuerpo y el derecho empuñando aún la pistola, tendido hacia delante por encima de su cabeza. Desde la base de la colina empezaron a disparar contra la cima.
Acurrucado detrás del peñasco, pensando que ahora le iba a ser necesario cruzar el espacio descubierto bajo el fuego, el teniente Berrendo oyó la voz grave y ronca del Sordo en lo alto de la colina.
- Bandidos -gritaba la voz-. Bandidos. Disparad. Matadme.
En lo alto de la colina el Sordo estaba tumbado detrás de su ametralladora, riendo con tanta fuerza que el pecho le dolía y pensaba que iba a estallarle la cabeza.
- Bandidos -gritaba alegremente de nuevo-, matadme, bandidos.
Luego movió la cabeza con satisfacción. «Vamos a tener mucha compañía en este viaje», pensó.
Intentaba hacerse con el otro oficial cuando éste saliera del cobijo de la roca. Antes o después, se vería obligado a abandonarlo. El Sordo estaba seguro de que no podía dirigir el ataque desde allí y pensaba que tenía muchas probabilidades de alcanzarle.
En aquel momento los otros oyeron el primer zumbido de los aviones que se acercaban.
El Sordo no los oyó. Vigilaba atentamente la ladera, cubriéndola con el fusil ametrallador y pensando: «Para cuando yo le vea, habrá empezado a correr y es posible que le marre si no pongo mucha atención. Tendré que ir corriendo el fusil a medida que él vaya atravesando el espacio descubierto; si no, comenzaré a disparar al sitio adonde se dirija, y luego volveré hacia atrás para encontrarle.» En ese momento sintió que le tocaban en la espalda, se volvió y vio el rostro de Joaquín color de ceniza por el miedo. Y mirando en la dirección en que el muchacho señalaba, vio los dos aviones que se acercaban.
Berrendo salió corriendo del peñasco y se lanzó con la cabeza gacha hacia el abrigo de rocas donde estaba la ametralladora de ellos.
El Sordo, que estaba mirando los aviones, no le vio pasar.
- Ayúdame a sacar esto de aquí -dijo a Joaquín. Y el muchacho sacó la ametralladora del hueco entre el caballo y el peñasco.
Los aviones se acercaban rápidamente. Llegaban en oleadas y a cada segundo el estruendo se iba haciendo más fuerte.
- Tumbaos boca arriba, para disparar contra ellos -dijo el Sordo-. Id disparando a medida que se acerquen.
Los seguía fijamente con los ojos.
- Cabrones, hijos de puta -dijo apresuradamente-. Ignacio, coloca el fusil sobre el hombro del muchacho. Tú -añadió, dirigiéndose a Joaquín-, siéntate aquí y no te muevas. Agáchate. Más. No. Más.
Se echó de espaldas y apuntó con la ametralladora a medida que los aviones se acercaban.
- Tú, Ignacio, sosténme las patas del trípode. -Los tres pies colgaban de la espalda del muchacho y el cañón de la ametralladora temblaba por estremecimientos que Joaquín no podía dominar mientras estaba allí con la cabeza gacha, escuchando el zumbido creciente.
Boca arriba, con la cabeza levantada para verlos llegar, Ignacio reunió las patas del trípode en sus manos y enderezó el arma.
- Mantén ahora la cabeza gacha -le dijo a Joaquín-. Más baja.
«La Pasionaria dice: "Es mejor morir de pie que vivir de rodillas…".» Joaquín se lo repetía a sí mismo, en tanto que el zumbido se acercaba más y más. Luego, repentinamente, pasó a «Dios te salve, María…, el Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.» «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. Santa María, madre de Dios…», comenzó de nuevo. Luego, muy de prisa, a medida que los aviones hicieron su zumbido insoportable, comenzó a recitar el acto de contrición: «Señor mío Jesucristo…»
Sintió entonces el martilleo de las explosiones junto a sus oídos y el calor del cañón de la ametralladora sobre sus hombros. El martilleo recomenzó y sus oídos se ensordecieron con
el crepitar de la ametralladora. Ignacio disparaba tratando de impedir con todas sus fuerzas que se movieran las patas del trípode, y el cañón le quemaba la espalda. Con el ruido de las explosiones no conseguía acordarse de las palabras del acto de contrición.
Todo lo que podía recordar era: «Y en la hora de nuestra muerte, Amén. En la hora de nuestra muerte, Amén. En la hora. En la hora. Amén.» Los otros seguían disparando. «Ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.»
Luego, por encima del tableteo de la ametralladora, hubo el estampido del aire que se desgarra; y luego, un trueno rojo y negro, y el suelo rodó bajo sus rodillas, y se levantó para golpearle en la cara. Y luego comenzaron a caer sobre él los terrones y las piedras. E Ignacio estaba encima de él y la ametralladora estaba encima de él. Pero no había muerto, porque el silbido volvió a comenzar y la tierra volvió a rodar debajo de él con un rugido espantoso. Y volvió por tercera vez a empezar todo y la tierra se escapó bajo su vientre y uno de los flancos de la colina se elevó por los aires para desplomarse suave y lentamente sobre él.
Los aviones volvieron y bombardearon tres veces más; pero ninguno de los que estaban allí se percató de ello.
Por último, los aviones ametrallaron la colina y se fueron. Al pasar por última vez en picado por encima de la colina martillaron todavía las ametralladoras. Luego, el primer avión se inclinó sobre un ala y los otros le imitaron pasando de la formación escalonada a la formación en uve. Y se alejaron por lo alto del cielo en dirección a Segovia.
Manteniendo intenso tiroteo hacia la cima, el teniente Berrendo hizo avanzar una patrulla hasta uno de los cráteres abiertos por las bombas, desde el que se podían arrojar granadas a la cima. No quería correr el riesgo de que estuviese vivo alguien que los estuviese aguardando en la altura, escondido, entre la confusión y desorden originados por el bombardeo, y arrojó cuatro granadas sobre la masa informe de caballos muertos, rocas descuajadas y montículos de tierra amarilla que olían desagradablemente a explosivos, antes de salir del cráter abierto por la bomba para ir a echar un vistazo.
No quedaba nadie vivo en la cima, salvo el muchacho, Joaquín, desvanecido debajo del cadáver de Ignacio. Sangraba por la nariz y los oídos. No había entendido nada. No sintió nada desde el momento en que de repente se encontró en el corazón mismo del trueno, y la bomba que cayó le había quitado hasta el aliento. El teniente Berrendo hizo la señal de la cruz y le pegó un tiro en la nuca, tan rápida y delicadamente, si se puede decir de un acto semejante que sea delicado, como el Sordo había matado al caballo herido.
Parado en lo más alto de la colina, el teniente Berrendo echó una ojeada hacia la ladera, en donde estaban sus amigos muertos, y luego, a lo lejos, hacia el campo, al lugar desde donde ellos habían llegado galopando para enfrentarse con el Sordo, antes de acorralarle en la cima. Observó la disposición de las tropas y ordenó que se subieran hasta allí los caballos de los muertos y que se colocaran los cadáveres de través sobre las monturas, para llevarlos a La Granja.